A 140 años de su nacimiento, analizamos figura de Enrique del Valle Iberlucea y su particular «feminismo».
Enrique Del Valle Iberlucea (1877-1921) nació en Castro Urdiales, España, en 1877. Al llegar a la Argentina, dadas las condiciones de concentración económica de la tierra en pocos propietarios a través del latifundio, la mayoría de lxs inmigrantes se quedaba en Buenos Aires o se radicaba en el litoral. Lxs Del Valle Iberlucea se radicaron en la ciudad de Rosario, donde Del Valle asistió al Colegio Nacional. Luego, en Buenos Aires, como estudiante de la Facultad de Derecho, constituyó el “Centro de Antropología y de Sociología Criminal” que auspició las conferencias que daba el Dr. Pedro Gori, recién llegado de Europa.
En 1902 se recibió de Doctor en Jurisprudencia, y en 1903 se doctoró en la Facultad de Filosofía y Letras. Además de ejercer como abogado y periodista dictó diversos seminarios en el Colegio Nacional Central, denominado años después como Colegio Nacional de Buenos Aires –y cuyo cuerpo de profesores elevó en 1921 una carta a las autoridades pidiendo la expulsión de Del Valle “por anarquista” del histórico Colegio, luego de su adhesión explícita a la revolución rusa y la III Internacional–; en la Universidad Nacional de La Plata, y en la Universidad de Buenos Aires.
[blockquote author=»» pull=»normal»]Del Valle constituía un original nexo político entre el mundo masculino partidario del socialismo y lo que comenzaba a articularse como movimiento feminista.[/blockquote]
Desde 1906 editó la revista Vida Nueva y desde 1908, junto a Alicia Moreau, fundó y dirigió la Revista Socialista Internacional, que desde 1910 se publicó con el título de Humanidad Nueva como órgano del Ateneo Popular, sociedad de extensión universitaria que Del Valle fundara, nuevamente junto a Alicia Moreau. Entre 1916 y 1917 dirigió también el periódico socialista La Vanguardia, mientras ejercía funciones, desde el año 1913, como senador nacional por la Capital Federal, convirtiéndose así en el primer senador socialista de América. En 1921, semanas antes de morir, los miembros más conservadores del Senado de la Nación votaron el desafuero de Del Valle, dada su adhesión pública a la revolución rusa y la III Internacional.
Disonante en las filas del partido socialista argentino, y extraño también entre los políticos que impulsaban diversos proyectos de reformas modernizantes en el Congreso de la Nación, Del Valle constituye un ejemplo de aquellas voces que por sus mismas tensiones no pueden ser reducidas a una dimensión unívoca –sea reformista, socialista o liberal–. Pero además, Del Valle constituía un original nexo político entre el mundo masculino partidario del socialismo, y lo que comenzaba a articularse como movimiento feminista (en adelante, aparece mencionado en el texto como “Del Valle”). Del Valle formó parte del partido socialista argentino, aunque su marxismo lo alejó de las concepciones hegemónicas en dicha organización. Como senador socialista presentó numerosos proyectos en defensa de los derechos femeninos –se trata del primer senador socialista de América–, y trabajó por proyectos de educación popular y de extensión universitaria dirigidos a mujeres y varones trabajadorxs, junto a las feministas socialistas de la época.
Me interesa destacar dos cuestiones centrales en el pensamiento político de Del Valle. En primer lugar, su concepción de ciudadanía, que era tributaria de una idea moderna acerca de la igualdad de derechos, heredada del liberalismo de la revolución francesa. Pero esta idea convivía en tensión con una concepción particularista, basada en el sexo, a partir de la identificación de lo femenino con lo maternal. En este sentido, interesa señalar que aún una de las voces más avanzadas en materia de luchas por la ampliación de los derechos femeninos, era tributaria del maternalismo hegemónico que reducía la mujer a sus funciones maternales. De todos modos, una de las paradojas históricas de la modernidad consiste precisamente en el hecho de que a partir de una concepción maternalista –es decir, la reducción de lo femenino en lo maternal (y viceversa)– las mujeres lucharon por sus derechos, abriendo un camino de autonomía que les permitiría cuestionar la subordinación a la que estuvieron sometidas, especialmente a partir de la sanción de los códigos civiles del siglo XIX. Y esas luchas por los derechos civiles y políticos, por las cuales se movilizaron las mujeres, fueron las que consolidaron al movimiento feminista en la Argentina, en los inicios del siglo XX. A su vez, los logros conquistados a lo largo del siglo XX en relación a los derechos de las mujeres fueron, en gran medida, producto de aquellas luchas de las mujeres por la inclusión.
Del Valle había tomado el modelo de extensión universitaria a partir de las ideas de los españoles Rafael Altamira y Adolfo Posada, representantes de la Universidad de Oviedo y del Instituto Libre de Enseñanza, quienes habían venido a la Argentina en 1909 y 1910 respectivamente, en el contexto de intensificación de los contactos de intelectuales argentinos con viajeros europeos, característico del Centenario (1910). Estos representantes de la renovación hispánica tenían como interlocutores privilegiados a los intelectuales de la élite reformista liberal argentina pues existía cierto universo ideológico común entre el reformismo español y el argentino, coincidentes en la democratización institucional. Del Valle, desde su cargo de secretario de la Universidad Nacional de La Plata, había promovido el dictado del curso de Altamira en dicha universidad en 1909, y también había participado personalmente.
[blockquote author=»» pull=»normal»]Del Valle luchaba por desnaturalizar los roles sexuales, es decir, intentaba cuestionar la violencia simbólica que organizaba las posiciones masculinas y femeninas en la sociedad. [/blockquote]
En segundo lugar, es central el desplazamiento de los estereotipos de género en la conceptualización educativa de Del Valle. Su particular elaboración de las vinculaciones entre género y ciudadanía que se darían –según su cosmovisión– a través de propuestas educativas “modernas”, “democráticas” y abiertas a ambos sexos, provoca una desnaturalización de los estereotipos de los géneros en la educación. A su vez, esta desnaturalización de los mandatos definidos para cada sexo, para Del Valle, se produce a partir de dos vías principales: en primer lugar, a partir de la historización de los procesos sociales, es decir, acudiendo al relato histórico. En segundo lugar, a partir de “desvincular” (sic) a lxs niñxs de los prejuicios impuestos por sus predecesores. Y ésta última sería precisamente la función específica de la educación. En este sentido, en su conceptualización, historia y educación se entrelazan en forma inescindible, dialéctica, para dar lugar a un cuestionamiento original y radicalizado de las formas establecidas en su época para “ser” mujer y para “ser” varón.
En resumen, Del Valle –junto a las feministas socialistas y a algunos hombres de su mismo partido– luchaba por desnaturalizar los roles sexuales, es decir, intentaba cuestionar la violencia simbólica que organizaba las posiciones masculinas y femeninas en la sociedad. En este sentido, el socialista concebía las diferencias sexuales fundamentalmente como productos de procesos histórico-sociales. A partir de allí, defendía las diferencias entre los sexos, pues consideraba que funcionaban como términos equivalentes y complementarios. Y frente al rígido esquema de identidades estables –de un lado las características femeninas (como los sentimientos), y del otro las masculinas (la razón)– Del Valle funda su propuesta en los sentimientos como articuladores del lazo social, a través de una educación menos racionalista, y que incluyera los trabajos manuales y de exploración por parte de lxs propixs alumnxs. De este modo, arma puentes que ponen en cuestión no sólo las escisiones entre trabajo manual e intelectual en el proceso educativo, sino también la idea tradicional de la división entre los sexos en las esferas pública y privada.
Por otra parte, estos debates socialistas aparecen como un acceso indirecto para ver los efectos materiales de la impronta estatal, de la imaginación de una comunidad nacional que promete la integración civilizatoria, en fin, de la construcción hegemónica del Estado en la vida cotidiana. A tal punto se materializa el avance del Estado en estos procesos de modernización –y en particular, a través de la secularización y sistematización de la educación básica–, que la corriente hegemónica dentro del partido socialista, en el año 1910, decidió dejar de sostener las escuelas socialistas, que venían funcionando desde inicios del siglo XX. Esta tendencia hegemónica se hacía eco de los debates existentes entre lxs socialistas franceses, quienes sostenían que el único responsable de la educación debía ser el Estado.
Si bien todxs lxs socialistas coincidían en que una de las principales tareas del partido era la producción de una ciudadanía moderna, democrática y universal, es decir, iguales derechos para todas las personas, esta visión universalista convivía con una visión particularista, basada en derechos diferenciales para cada sexo. Por último, las relaciones entre los sentimientos de solidaridad y “amor” –a partir del cuestionamiento de su visión idealizada–, la producción de ciudadanía y los géneros en la escuela siguen siendo cruciales, también en el presente, para cuestionar de algún modo el discurso hegemónico que esencializa y fija determinadas características como propiamente masculinas, y otras femeninas, naturalizándolas.
Fragmento del artículo publicado en: Práxis Educativa, Ponta Grossa, Ahead of Print, v. 10, n. 1, jan./jun. 2015. Disponíble en: http://www.revistas2.uepg.br/index.php/praxiseducativa