Las crisis desatada por el COVID-19 no hizo más que profundizar las tensiones que atraviesan a Brasil y que tienen a su primer mandatario como protagonista. El matrimonio de Bolsonaro con los militares parece sólido, pero cada vez más se asemeja a uno por conveniencia.
La pandemia del COVID-19 no sólo ha llevado muerte a Brasil, sino que ha provocado la tensión más alta en el sistema político desde la asunción de Jair Messias Bolsonaro. Cada semana que pasa nos decimos que tal vez haya sido el paroxismo. El actual gobierno en Brasilia va de clímax en clímax y el próximo escándalo no sólo puede estar a la vuelta de la esquina, sino que probablemente sea algo que hoy todavía no nos animamos a imaginar. Hace algunos días el presidente brasileño, a través de un hilo en Twitter, advirtió que “todo apunta a una crisis” y atacó al Supremo Tribunal Federal, a la Policía Federal, al Tribunal de Cuentas de la Unión y al Tribunal Superior Electoral. Una virtual proclama de guerra que difícilmente pueda ser superada con simple retórica y que sugiere ominosamente acciones de ruptura constitucional, sospechas que el diputado Eduardo Bolsonaro también alimentó.
Hasta ahora, había parecido que la crisis de la pandemia de Covid-19, agravada por la inacción deliberada del presidente y por su sabotaje de las medidas preventivas adoptadas a nivel estadual y local no podría ser sucedida por hechos aún peores.
Brasil ya superó a España e Italia en cantidad de muertos por la enfermedad, a pesar de las medidas de aislamiento dispuestas por la mayoría de los gobiernos de los 27 estados que conforman el país, las que han sido saboteadas con ahínco por el presidente.
Recordemos: Nelson Teich le lanzó su renuncia sobre el escritorio a Bolsonaro después de negarse a que el ministerio de Salud impusiera un protocolo de atención a pacientes de Covid-19 que recomendara en todos los casos el uso de hidroxicloroquina, la droga contra la malaria que el líder brasileño (igual que Donald Trump) está convencido de que es la cura. Teich había aceptado reemplazar cuatro semanas atrás a Luiz Henrique Mandetta. Intentó en vano hallar la cuadratura del círculo: aplicar medidas prudentes de aislamiento social contrarias al pensamiento de Bolsonaro de manera discreta y sin hacerlas aparecer contradictorias con la visión de su jefe. Mandetta había intentado lo mismo, pero cuando descubrió que la opinión pública lo valoraba mejor que a Bolsonaro, quiso jugar esa carta frente al presidente, quien lo toleró un par de semanas antes de recordarle quién designa a los ministros en un régimen presidencial.
Brasil ya superó a España e Italia en cantidad de muertos por la enfermedad, a pesar de las medidas de aislamiento dispuestas por la mayoría de los gobiernos de los 27 estados que conforman el país, las que han sido saboteadas con ahínco por el presidente. Esto le ha causado una pérdida de popularidad que, sin embargo, dista de ser catastrófica: según una encuesta reciente, su gobierno es visto como malo o pésimo por más del 43% de los consultados, pero un saludable 32% la considera buena u óptima. Los problemas más agudos que Bolsonaro enfrenta no están pues en el frente de la opinión pública sino en su relación con los actores institucionales con los que se tiene que entender para gobernar.
El ex-capitán del Ejército ha sugerido la posibilidad de cerrar el Congreso y de desobedecer a las máximas autoridades judiciales, ha celebrado un mitin frente a la entrada de un regimiento militar para reivindicar el golpe de estado de 1964 y se ha desembarazado de su Ministro de Justicia Sergio Moro, una especie de súperheroe para las clases acomodadas que condenó a la cárcel al ex-presidente Lula cuando ejercía como juez. A cada paso se ha ido ganando enemigos entre actores cuyo apoyo necesita para llevar adelante su también radical agenda de desregulación económica, inspirada en la del régimen dictatorial chileno de Augusto Pinochet. También ha roto lanzas con la prensa, incluida la más conservadora, que promovió la destitución en 2016 de la presidenta Dilma y pavimentó así el ascenso de Bolsonaro al poder.
Su accionar frente a la pandemia ha despertado preocupación entre las élites políticas, incluyendo a la mayoría de los legisladores que fueron su base de apoyo al inicio del gobierno. Sin embargo, esa debilidad ha puesto en evidencia la fortaleza del apoyo con que cuenta entre los militares, que ocupan decenas de posiciones en la alta jerarquía gubernamental desde que Bolsonaro llegó al poder. Al contrario de lo que auguraban sectores de la prensa conservadora decepcionada con Bolsonaro, los militares no han jugado la “solución Mourão”. No sólo no han hecho un solo guiño al Congreso para que se active alguno de los pedidos de juicio político contra Bolsonaro, sino que el vicepresidente y general retirado Hamilton Mourão y el también general y Jefe del poderoso Gabinete de Seguridad Institucional de la Presidencia Augusto Heleno han multiplicado sus gestos de lealtad, incluyendo, en el caso de Heleno, amenazas a jueces y legisladores.
Ese apoyo no quiere decir que los militares sean indiferentes a la incompetencia de Bolsonaro en la gestión: han dado pasos discretos para consolidar su control de cada vez más áreas de gobierno.
Ese apoyo no quiere decir que los militares sean indiferentes a la incompetencia de Bolsonaro en la gestión: han dado pasos discretos para consolidar su control de cada vez más áreas de gobierno y para acotar la influencia de los fundamentalistas religiosos y los complotistas seguidores del gurú ideológico Olavo de Carvalho. Con todo, lo que están dejando claro es la naturaleza del matrimonio de conveniencia que los une a Bolsonaro. Saben que él consiguió los votos sin los cuales ellos no estarían a cargo de medio gobierno y que sigue sin aparecer en el horizonte otro líder que pueda galvanizar un bloque político que garantice el objetivo último de estos generales: que el Partido de los Trabajadores de Lula no vuelva nunca más al gobierno.
Las amenazas abiertas de la familia Bolsonaro a los restantes poderes del estado ponen a las fuerzas armadas en estado de máxima tensión, porque esas amenazas significan que el instrumento que el presidente se propone usar para saldar cuentas son, justamente, ellas. Nada indica por ahora que esto esté provocando fatiga de materiales en la soldadura que los une al ex-capitán, mientras Brasil entra en una fase en la que parecen quedar tan sólo dos alternativas: 1964 o deshacerse del mejor comodín electoral que los militares han tenido desde 1985.