En diálogo con La Vanguardia, el historiador Juan Andrade recorre el periplo de las izquierdas españolas desde la transición democrática. Entre la densidad de sus tradiciones y la urgencia de los nuevos desafíos, y a pesar de las dificultades, las izquierdas españolas siguen siendo protagonistas de la historia y política de su país.
Juan Andrade es un historiador joven y ascendente. Docente e investigador de la Universidad de Extremadura y la Universidad Complutense de Madrid, es un fiel ejemplar de una nueva camada de investigadores cuyo trabajo está poniendo en crisis algunas interpretaciones canónicas y sentidos comunes arraigados. Es representante de una renovación propiamente historiográfica, pero también un emergente de una generación (de la que forman parte varios de los dirigentes más importantes de la actualidad) que ha protagonizado una transformación en la política española y puesto en cuestión algunos de los legados institucionales, hasta ese momento, más sólidos y perdurables de la transición democrática. No es casual que su libro, El PCE y el PSOE en (la) transición (Siglo XXI, 2012, 2015), resultado de su investigación doctoral, haya tenido ya una segunda edición y vulnerado las fronteras, a veces muy poco permeables, de los muros universitarios.
En la actualidad, vuelven a estar en el centro de la discusión política, curiosamente o no, los dos tópicos que vertebran la investigación de Andrade: el legado de la transición democrática y los partidos de izquierdas. Con un historial de relaciones tensas, las organizaciones partidarias de izquierda han sufrido transformaciones más o menos profundas durante estas décadas que han configurado un nuevo escenario. El Partido Socialista Obrero Español, más conocido por su sigla PSOE, ha sabido contar con amplias mayorías en el país con un programa modernizador y socialdemócrata, aunque con amplias concesiones sobre todo en materia económica a la agenda neoliberal. Hoy, si bien debilitado, ha vuelto a encabezar un gobierno, esta vez en coalición. Por su parte, el trayecto del comunismo español ha sido más sinuoso y su sigla partidaria ha desaparecido electoralmente hace décadas. Sin embargo, su cultura política, no sin innovaciones significativas, parece haber canalizado en ese novedoso experimento que es Unidas-Podemos (fusión entre Izquierda Unida, sigla coalicional del PCE, y el novísimo Podemos) y sigue ocupando un espacio en la política española.
La relación de los partidos de izquierda con la transición democrática y su legado tiene una doble arista: fueron coproductores de ella y, al mismo tiempo, modificados por sus consecuencias. Los Pactos de la Moncloa, emblema transicional por antonomasia, no hubieran sido lo mismo sin la participación y, sobre todo, las concesiones que esas fuerzas hicieron en ese momento, como, por ejemplo, la anuencia a la monarquía parlamentaria. Asimismo, sus compromisos con las nuevas reglas democráticas hicieron que ambas fuerzas sufrieran transformaciones profundas durante ese proceso que derivaron en la consagración de un partido y la crisis del otro, pero signados ambos por la moderación y el compromiso constitucional. Sobre ese momento (re)fundacional de España y sus izquierdas, de las derivas posteriores, de la crisis actual de muchos de esos legados y, por supuesto, de las perspectivas actuales La Vanguardia dialogó con Juan Andrade.
Uno de los puntos de partida y objetivos de tu libro, que queda mucho más crudamente señalado en el prefacio de Josep Fontana, es poner en crisis la visión hegemónica en torno a la transición española: ¿Cuáles son los elementos constitutivos y los referentes (políticos y académicos) de esa lectura canónica?
Esa lectura canónica de la transición española se construye sobre todo en los ochenta y noventa. La transición, como construcción narrativa encomiástica, como invención de una tradición, si se me permite la hipérbole, es un producto de esas décadas y no de la transición en sí. Tanto que las críticas a la transición son más abundantes y naturales durante el proceso mismo que en las décadas posteriores. La autoría de esa narrativa es múltiple y convergente, de ahí su potencia. Vino de periodistas, políticos y académicos, que se complementaron y retroalimentaron. Se expresó en reportajes y retrospectivas, declaraciones y conmemoraciones públicas, eventos universitarios y publicaciones. Es la narrativa procedente de una parte de la generación que protagonizó la transición. Algunos confundieron la supuesta bondad del proceso con la trayectoria social y profesional ascendente que experimentaron entonces, e identificaron las visiones críticas de la transición con un cuestionamiento de sus trayectorias vitales. Otros, menos entusiastas con sus resultados, subrayaron que la “correlación de debilidades” del momento y las coacciones de los poderes fácticos –que sin duda fueron tremendas– no daban para más. Al insistir, en el plano analítico, que en la transición se hizo lo único que podía hacerse, se trasladaba la idea, en términos normativos, de que en la transición se hizo lo mejor que se podía hacer. Una expresión de la clásica identificación entre lo real y lo racional.
Esa narrativa encomiástica se expresaba en diferentes explicaciones de la transición, que al conjugarse daban lugar a un relato perfecto en su idealidad, funcional a necesidades del momento y muy atractivo por motivador. Unos pusieron el acento en la altura de miras de unos dirigentes que, procediendo de los bandos enfrentados en la Guerra Civil, supieron dejar a un lado sus diferencias para consensuar un sistema democrático en pos del bien común: la explicación elitista. Otros en el ajustamiento del sistema político a una sociedad que ya se había modernizado: la explicación mecanicista de la modernización. Otros en la voluntad de incorporación a Europa, devenida en un polo de atracción normalizador y de progreso: la explicación teleológico-europeísta. Otros en el papel de un pueblo maduro y reconciliado, que, consciente de la importancia del momento, o avaló pasivamente los acuerdos de las élites o las empujó activamente en esa dirección: la explicación populista. La potencia del relato descansaba en la complementariedad ideal de estas explicaciones: la transición sería el resultado de unos dirigentes que se dispusieron a quitar los obstáculos institucionales que frenaban el libre desenvolvimiento de una sociedad modernizada y proyectada hacia su hábitat natural europeo; unos dirigentes que se vieron asistidos o presionados por un pueblo que supo reconciliarse y contenerse para, después de décadas de experiencias traumáticas, dar un salto en su historia. El relato funcionaba muy bien porque devolvía la autoestima a una sociedad que venía de una larga dictadura, la cohesionaba e identificaba con el nuevo Estado y con el proyecto de país que se iría definiendo en los ochenta y noventa. La transición operaba, como tantas veces se ha dicho, como mito fundacional de la nueva democracia.
«Al insistir, en el plano analítico, que en la transición se hizo lo único que podía hacerse, se trasladaba la idea, en términos normativos, de que en la transición se hizo lo mejor que se podía hacer. Una expresión de la clásica identificación entre lo real y lo racional».
¿Cuáles han sido los principales problemas derivado de esta narrativa «mítica» de cara a la comprensión histórica del proceso y los debates propiamente historiográficos?
El problema de esa narrativa era su tono moralista y su propensión a la retrodicción. Sublimaba la idea de consenso, rebajando la desigualdad de partida entre los agentes de la negociación, las coacciones que sufrieron, las estrategias pensadas en beneficio propio o la búsqueda de prestigio. Además, explicaba la transición en función de un desenlace celebrado, minorizando o presentando como quiméricas las iniciativas que apuntaban en otra dirección. El problema del mito era todo lo que ocultaba: un sinfín de agentes, proyectos, idearios y experiencias extraordinariamente ricas, que, pese a no salir triunfantes, actuaron como fuerzas democratizadoras . Con ello se daba por clausurado un pasado no resuelto que, sin embargo, luego volverá como retorno de lo reprimido o voluntad actualizada de enlace: de la memoria de los represaliados por el franquismo al potente legado del exilio, de costes sociales no reconocidos a trayectorias vitales marginadas en el nuevo marco, de proyectos ideados a experiencias asociativas que serán retomadas en las décadas siguientes.
Otro problema de este mito fue el de la contrafigura que alentó como movimiento reflejo: el “mito invertido de la transición como traición” a las aspiraciones populares, operación teledirigida desde arriba, pecado original y fuente de todos los males actuales. Y a eso se suma otro efecto más actual y también lacerante por la pereza mental que entraña. Podríamos llamarlo “el mito del justo término medio”. Se trata de narrativas académicas autopresentadas como una mediación entre esos dos polos extremos (el de la transición mitificada y el de la transición satanizada). La práctica consiste en arrojar a esos dos extremos explicaciones complejas que incomodan o no se entienden, y en ofrecerse, al mismo tiempo, como alternativa neutra y equilibrada, para salir muy bien parado por contraste con semejantes espantajos. Huir de ese triángulo mitológico es fundamental para pensar la transición.
¿Cuál sería, a la luz de tu propia investigación las principales cuestiones a revisar? ¿Es, en algún sentido, esta una etapa de “revisionismo” de la transición?
No la llamaría así por las connotaciones tan diferentes y negativas que el término “revisionismo” tiene al menos en dos ámbitos. En el mundo de la izquierda, el término “revisionismo” hace alusión a una relectura entreguista e intelectualmente pobre de los clásicos; era un término que se lanzaba como anatema desde posiciones más ambiciosas o sectarias. En el campo de la disciplina de la Historia, el término “revisionismo” se ha utilizado para referirse a explicaciones históricas regresivas y de clara intencionalidad política, generalmente revivals de viejas ideas que ponían en entredicho cuestiones muy refrendadas por la investigación (holocausto, represión en la guerra civil española, etc.). Ese término no sería justo para referirse a todo lo que se viene escribiendo desde hace años sobre la transición, ni apenas comprehensivo.
Afortunadamente la historiografía de la transición se ha ido ampliando, diversificando y renovando. Ha incorporado a la gente común, ha integrado geografías periféricas, ha reconocido la fuerza de los movimientos sociales, ponderado el rol del ejército, de las organizaciones empresariales y los medios de comunicación, las sutiles y no tan sutiles formas de violencia, la pluralidad de culturas políticas, de mentalidades y expectativas, la experimentación social y cultural a nivel micro, el impacto de todo ellos en la vida cotidiana de la gente, las dimensiones internacionales o globales del proceso, etc. Digamos que, si no abiertamente contradicho, el viejo canon de la transición ha terminado desbordado por esa práctica historiográfica capilar, muy diversa y desigual, pero, al fin y al cabo, bastante rica. Por eso hace mucho que el relato canónico de la transición entró en crisis, por eso y sobre todo por razones “extra-académicas”. Una es el desborde de las memorias heterogéneas de los muchos protagonistas de la transición. Esa pluralidad de memorias cada vez más indisciplinadas difícilmente podía contenerse ya en ningún relato que pretendiera unificarlas y reconciliarlas, menos aún en aquellos de factura rígida y tono cándido. Basta leer las magistrales novelas de Rafael Chirbes o hablar con gente de la época para darse cuenta de que también, como es natural, hay memorias críticas de aquel tiempo. Otra razón fue la crisis en 2008 del proyecto de país desarrollado en las décadas de los ochenta y noventa. Con la crisis de ese proyecto se desmoronó parte del mito fundacional de la transición construido para legitimarlo. Y la última tiene que ver con un intento de rescate y apropiación de ese mito por parte de la derecha, y en su uso como arma arrojadiza contra el centro izquierda. Flaco favor le hace. Si la derecha se lo apropia será el acta de defunción del mito. El mito de la transición funcionaba en sus pretensiones integradoras y cohesivas del conjunto de la comunidad. Si se convierte en una narrativa “de parte” no funciona, pierde todo sentido.
«Sin la resignificación de la que es objeto en la transición, la propuesta de reconciliación nacional podría haber evolucionado de forma relativamente coherente hasta enlazar con los postulados que hoy reivindican los movimientos de memoria histórica de “verdad, justicia y reparación”, porque esos postulados no excluyen toda idea de reconciliación».
Uno de los conceptos claves que aparece dentro de las izquierdas durante el franquismo y la transición es la idea de “reconciliación”. ¿Qué implicaba este concepto en términos de oposición al régimen y proyección de una salida? ¿En qué momento esa noción va a ser puesta en cuestión en nombre de la “memoria histórica”?
Para responder a esa pregunta hay que poner un poco de orden en un concepto de significados múltiples y cambiantes. La noción de “reconciliación” se remonta a finales de la Guerra Civil y principios del exilio. Los socialistas Indalecio Prieto o Luis Araquistaín, por ejemplo, propugnaron pronto desde el exilio la reconciliación entre los “bandos” enfrentados. Como propuesta más elaborada la realiza el PCE en 1956, en un contexto internacional en el que los comunistas tratan de buscar una salida a su aislamiento aprovechando la “desestalinización”. El PCE parte de un análisis original y atrevido, que no es del todo ajustado, pero que se aproxima a una nueva realidad. Plantean que la Guerra Civil había dejado de ser la línea fundamental de demarcación de las tensiones en España, por la emergencia de nuevas generaciones que no habían participado directamente en la contienda y porque el franquismo estaba golpeando a los sectores populares que habían combatido a un lado u otro. Eso en cierta medida es verdad y en parte matizable (siempre se castigó socialmente más a los derrotados y a sus descendientes). En cualquier caso, la idea era, a mi modo de ver, acertada: construir una nueva mayoría social contra la dictadura que no partiese de la mera reproducción de los frentes definidos en una guerra durísima, extenuante y que se había perdido. Eso incluía una suerte de reconciliación entre quienes hubieran podido estar a un lado u otro de la trinchera. Pero se trataba de una reconciliación no con cualquiera, según decía la declaración, sino con aquellos que, habiendo respaldado la sublevación y la dictadura, empezaban a discrepar con ella o eran castigados por ella. Por arriba esa reconciliación remitía a figuras como Serer, Laín o Ridruejo. Por abajo a una parte importante de las clases populares y sectores medios.
La clave es que en la transición ese concepto de reconciliación nacional se resignifica. De apostar por la reconciliación con quienes han respaldo el franquismo, pero se han distanciado de él o son perjudicados por él, se pasa a reivindicar la reconciliación con los herederos de la dictadura que siguen controlando, aunque precariamente, el Estado, y a los cuales no se les puede tumbar por la vía de la movilización. Esa nueva reconciliación exigía una suerte de amnistía, que, además de poner en la calle a los presos estrictamente políticos, amnistiase también a los responsables de la dictadura de todos sus crímenes. Esa amnistía (realmente fueron dos), en tanto que negociada y respaldada por sectores procedentes de la dictadura y por la oposición, entrañó muchas cosas. Entrañaba no solo una suerte de perdón de los represaliados por el franquismo (o de sus representantes teóricos) hacia sus verdugos. Entrañaba también un fenómeno contradictorio y a la postre sentido como humillante: que los verdugos (o sus herederos institucionales) se arrogara además la potestad de perdonar a sus víctimas.
En cualquier caso, si volvemos atrás, la política de “reconciliación nacional” de 1956 –que dio buenos resultados para fortalecer la oposición democrática– tampoco planteaba la inmunidad para los responsables de la dictadura, menos aún el arrojo al olvido de los represaliados. se suele silenciar una reivindicación a la cual quedaba supeditada la amnistía entonces, en 1956, y que cito literalmente: “la reconstrucción de decenas de miles de hogares deshechos y la reparación de las injusticias cometidas”. Es decir, sin la resignificación de la que es objeto en la transición, la propuesta de reconciliación nacional podría haber evolucionado de forma relativamente coherente hasta enlazar con los postulados que hoy reivindican los movimientos de memoria histórica de “verdad, justicia y reparación”, porque esos postulados no excluyen toda idea de reconciliación.
En tu narración, y en muchas lecturas del período, aparece una idea de un PCE hegemónico en la resistencia antifranquista que se adapta mal a los nuevos tiempos y un PSOE paralizado en los tiempos de la dictadura que se renueva con éxito en la democracia. ¿Esta imagen es precisa o debe matizarse? ¿Se trató de un relevo o, por el contrario, de una transición conflictiva? ¿Qué importancia tuvieron los liderazgos de Santiago Carrillo y Felipe González?
La idea que señalas de un “PCE hegemónico en la resistencia antifranquista” y un “PSOE paralizado en los tiempos de la dictadura” me parece que necesita de matices, pero que es sustancialmente válida, sin perjuicio del reconocimiento, al menos, de tres cosas: la autonomía de muchos movimientos y expresiones sociales de oposición a la dictadura, el papel de otros partidos situados a la izquierda y el papel de otros partidos socialistas o socialdemócratas que no estaban (luego la mayoría lo estarán) dentro del PSOE.
Por otra parte, creo que para explicar la implosión del PCE y el éxito del PSOE en la transición no basta la hipótesis de la adaptabilidad a un medio cambiante, una metáfora de reminiscencias darwinistas. Por supuesto que tiene que ver el grado de adecuación de sus propuestas y de su imagen a las tendencias ideológicas de una sociedad plural, así como al nuevo ecosistema político post-dictatorial en el que estas se expresaban. Pero junto a eso también hay que considerar otros cambios de fondo que se estaban produciendo a nivel global: una profunda reconfiguración sociológica en el contexto de la crisis estructural del capitalismo de postguerra que va a segar la hierba bajo los pies de los partidos comunistas. También hay que ver los recursos y estigmas muy desiguales con que cada uno contaba: respaldos internacionales, tratamiento por parte del Estado, peso de las memorias respectivas, pervivencia de imágenes construidas durante la dictadura y en el contexto de la Guerra Fría, etc. Al mismo tiempo hay que ver las decisiones que ambos partidos fueron tomando: los virajes que imprimieron, su capacidad comunicativa, la gestión de sus conflictos internos, etc. Y hay que ver la diacronía de un proceso en el que el declive de uno fue alimentado el ascenso de otro, y viceversa.
Y, por supuesto, hay que ver sus respectivos liderazgos, más efectivo en el caso del PSOE. Carrillo era una persona de edad avanzada procedente del exilio y de la Guerra Civil, alejado de las nuevas generaciones y, sobre todo, muy estigmatizado tras años de propaganda anticomunista confeccionada por la dictadura y algunas figuras del exilio. Por el contrario, Felipe González se prestaba a una mayor identificación con las nuevas generaciones y con aquellas que consideraban llegado el momento de un relevo generacional. La imagen que Felipe González proyectaba era la de un joven sin conexión directa con la Guerra Civil, crecido y formado en España, un abogado (muy del gusto de las clases medias) laboralista (lo que le conectaba con los trabajadores), creyente en su fuero íntimo y más pragmático que socialista: una imagen que encajaba mejor en el imaginario inducido de las mayorías sociales.
En definitiva, la conjunción de todos esos factores explica que el PCE saliera de la transición roto por dentro y el PSOE con una abrumadora mayoría electoral en 1982.
«Una de las claves de la transición es que este proceso de cambio político entraña una profunda transformación en los agentes políticos en su composición y funcionamiento internos».
En ese proceso, también aparece en el centro una tensión entre la militancia y el electorado se manifiesta claramente en los partidos en cuestión. ¿Se trata de la evolución de un tipo de partido a otro como ha reseñado la politología? ¿Esa transformación derivó en partidos más flexibles y abiertos y, a la vez, más verticalistas? ¿Cuáles fueron las consecuencias en el mediano plazo?
Una de las claves de la transición es que este proceso de cambio político entraña una profunda transformación en los agentes políticos en su composición y funcionamiento internos. El caso del PCE es paradójico. En el PCE del tardofraquismo y los primeros años de la transición (en condiciones de ilegalidad o recién legalizado) las organizaciones de base tenían más autonomía y libertad, lo cual repercutía en beneficio de su creatividad y arraigo social. Su estructura sectorial, luego desmontada, ayudaba a ello. Sin embargo, avanzada la transición, los mecanismos verticalistas y disciplinarios se agudizaron para encarar las convocatorias electorales (controlar las listas y homogeneizar el discurso) y sobre todo para gestionar la multitud de conflictos internos derivados de la heterogeneidad del partido (tremenda) y de los resultados en las elecciones (modestos). La cuestión es que desde la cúspide del partido estos conflictos fueron azuzados o generados por su autoritarismo y sus continuos virajes.
En el caso del PSOE hay que considerar al menos tres vectores de ese cambio en la naturaleza del partido. Uno es la entrada masiva de nuevos militantes, sobre todo al calor de sus buenos resultados electorales. Otro es el propósito de la dirección de reciclar a su militancia antifranquista (más ideologizada) en un paradigma más contenido a través de la política de formación interna. Y otro es el desborde de los pocos militantes del antifranquismo por parte de los nuevos, un fenómeno natural incentivado además por la dirección. Eso, como se ve en su crisis de 1979, contribuye a la reorientación ideológica del partido y a su identificación con bases electorales más amplias y moderadas.
En tu libro das mucha importancia al papel jugado por los medios de comunicación, en especial la prensa periódica que, de algún modo, moduló el tono de la transición sobre todo tras la aprobación de la Constitución en 1978. ¿El éxito del PSOE se debió a que supo leer mejor ese clima de opinión o, por el contrario, considerás que fue intencionalmente favorecido? ¿Por qué la adaptación del PCE fue fallida –en contraste, por ejemplo, con el PC italiano– a pesar de los muy notables intentos de conciliación y adaptación? ¿Hubo una campaña en su contra?
El papel de los medios fue muy importante, porque en la transición el conflicto político se desplaza en buena medida de la lucha social al debate mediático, y eso favoreció a aquellas opciones que contaron con un mayor respaldo mediático y que desarrollaron una política comunicativa más refinada. Ambas cosas beneficiaron al PSOE y perjudicaron al PCE. Ahora bien, el triunfo del PSOE se debe además a un complejo conjunto de razones. Se debe a su identificación con los partidos de la socialdemocracia europea que gobernaban o habían gobernado recientemente países como Alemania (Brandt) y Suecia (Palme). Se debe, como hemos visto, al liderazgo de Felipe González frente a otros liderazgos envejecidos. Se debe a algo muy importante: a la pervivencia de la poderosa memoria histórica del papel del PSOE en la historia de España, que se fue legando de forma latente durante la dictadura de generación en generación y salió a flote en la transición. Se debe a su oscilación discursiva, que le permitió sostener un discurso radical básicamente retórico para competir por la izquierda y muy pragmático para seducir a sectores intermedios. Y se debe a cómo se se fue resituando en el centro para rentabilizar al mismo tiempo el declive por la derecha de la UCD y por la izquierda del PCE.
En cuanto a las comparaciones entre PCE y el PCI, estas son difíciles. El PCE llega a la transición después de perder una Guerra Civil, pasar 35 años de exilio y hegemonizar una oposición contra la dictadura potente y loable, pero también limitada por la represión y muy vinculada al objetivo central de la democracia. El PCI sale muy prestigiado de la Segunda Guerra Mundial por su contribución partisana a la derrota del fascismo, juega un papel importante en la construcción de la nueva República, y tiene por delante varias décadas para asentar su influencia en libertad y demostrar su capacidad en la gestión de sindicatos y gobiernos locales y regionales ( por ejemplo en la Emilia-Romaña). Por eso los resultados electorales de unos y otros a la altura de 1979 son tan desiguales, un 10% en el PCE y un 30% en el caso del PCI. Por eso, sobre todo, pero también por la desigual capacidad de dirección. La inteligencia natural de Carrillo para ciertas cosas no es comparable al nivel estratégico e intelectual de un Togliatti o un Berlinguer. En cualquier caso, todo puede malograrse. Hoy la izquierda alternativa en Italia está deshecha. La propuesta adaptativa del PCI –primero en Partido Democrático de la Izquierda, y de ahí a Partido Demócrata– ya no puede considerarse una adaptación, sino la desaparición de una tradición política riquísima y su reemplazo por otra cosa distinta.
«En España, la comunista y la socialista son culturas políticas con muchos nexos, pero muy distintas. Son culturas que en los años 20 se bifurcaron, que han diseñado trayectorias diferentes marcadas por algunos encuentros y muchos desencuentros, y que a la postre han dejado diferencias irreductibles y una tensión palpable».
Una de las marcas distintivas de tu libro es la decisión de investigar, en paralelo y de modo comparado, al PSOE y al PCE, como partes de una izquierda fragmentada. ¿Se puede hablar de una cultura política de izquierdas en España o, por el contrario, esa división resulta constitutiva? ¿Cuáles fueron los elementos decisivos, más allá de los hitos históricos, que prorrogaron esta división?
En ningún caso hablaría de una cultura de izquierda más o menos homogénea en España. En todo caso pluralizaría, para hablar de varias culturas políticas de izquierda. La cuestión es compleja y pasaría antes por clarificar el problemático concepto de izquierda. La noción de izquierda admite muchos sentidos, al menos tres: uno relativo y posicional (todo está a la izquierda con respecto a lo que tiene a su derecha), otro sustantivo (se es de izquierda por defender unos valores y unos programas más o menos concretos, pese a cambiantes) y otro perceptivo/autoperceptivo (es de izquierda quién así se define y/o quien así es definido)..
En cualquier caso, en España, la comunista y la socialista son culturas políticas con muchos nexos, pero muy distintas. Son culturas que en los años 20 se bifurcaron, que han diseñado trayectorias diferentes marcadas por algunos encuentros y muchos desencuentros, y que a la postre han dejado diferencias irreductibles y una tensión palpable. Los hitos son muchos. Ambos partidos salieron muy enfrentados de la Guerra Civil. En el exilio las diferencias se acentuaron, muy azuzadas por la dinámica bipolar de la Guerra Fría. En la transición se esbozó la gran apuesta del PSOE, la llamada “vía nórdica” de acceso al poder, es decir, solos, sin alianzas por la derecha, como en Italia, ni alianza con los comunistas, como en Francia. Y en los ochenta, noventa y en la primera década de 2000 esa vía le funcionó electoralmente.. Durante todo ese tiempo, solo en los años en los que Julio Anguita estuvo al frente, IU -una reconversión original del PCE- logró cuestionar, muy ligeramente, la hegemonía del PSOE. IU forjó su personalidad en oposición a las políticas del PSOE de Felipe González (permanencia en la OTAN, reconversión industrial, privatizaciones, reformas laborales de cariz neoliberal, corrupción, etc.) y tratando de construir una alternativa. En este paradigma se formaron la mayoría de los actuales ministros/as de Unidos Podemos. La impotencia en ese empeño llevó a muchos sectores de IU a reducir sus expectativas a la de tirar al PSOE hacia la izquierda cuando necesitara de sus votos para evitar el triunfo de la derecha.
Pero ese marco cambió hace 10 años. La rebelión cívico-popular que simbólicamente podríamos situar en torno al 15M de 2011 y la fuerte irrupción electoral de Podemos abrió paso a aquella posibilidad de alternativa. Nueve años después, la extinción de esa energía y la contraofensiva de la derecha llevaron al acuerdo de gobierno de 2020 entre el PSOE y Unidas Podemos: entre un PSOE que lentamente iba tratando de dejar a un lado el deseo imposible de seguir siendo el PSOE hegemónico de González y una Unidas Podemos que venía acusando el desgaste (por ataques tremendos desde fuera y errores propios reseñables) de perfilarse como su alternativa.
El año 2020, atípico en muchos sentidos, reabrió un debate en torno a la monarquía española con especial brío a raíz de los escándalos de corrupción. ¿Cuán relevante es para los mentados consensos de la transición poner en discusión esa institución? ¿Hay una salida viable a ese atolladero?
Muy relevante. La monarquía ha desempeñado en estas décadas al menos dos funciones. Desde el punto de vista político-jurídico, es la clave de bóveda de la arquitectura institucional del 78. El rey es el jefe del Estado, el jefe de las fuerzas armadas, el garante máximo de la Constitución y el máximo representante del país en el exterior. Que la principal magistratura del Estado no sea objeto de elección democrática, que el ejercicio de sus funciones no esté sujeto a debate parlamentario o que la persona del Rey sea jurídicamente irresponsable hace de la monarquía un dispositivo auto-perpetuador del conjunto del sistema político muy bien armando. Se trata de un núcleo duro blindado a las tensiones sociales y a las diatribas políticas, al que, en todo caso, éstas llegan muy amortiguadas tras recrearse y filtrarse en el parlamento.
Por otra parte, la monarquía venía desempeñando una función simbólica muy importante. Juan Carlos de Borbón era la personificación de la España moderna que había sabido evolucionar, sin cortes, de una dictadura anacrónica a una democracia plenamente europea. Su imagen como custodio de la democracia generaba seguridad en buena parte de una sociedad educada en cuarenta años de dictadura, que acusaba el vacío dejado por la figura omnipresente y tiránica de Franco, y que ahora deseaba que este vacío lo cubriera una figura paterna más cercana y comprensiva. Al mismo tiempo, en los ochenta y noventa al rey se le atribuyeron valores y virtudes del nuevo imaginario de las clases medias españolas. Se suponía que llevaba una vida cómoda, pero no ostentosa; que, pese a algunas habladurías, era “un buen padre de familia”; y que solo aliviaba la formalidad propia de su cargo con gestos distendidos que lo humanizaban. Si lo expresamos en términos weberianos, se le dotó de una gran “legitimidad carismática” para compensar la dificultad de legitimarlo en términos “históricos” (antes de que su padre le cediera los derechos dinásticos había sido designado por Franco) o “racional-democráticos” (en España, además, nunca hubo un referéndum específico sobre la forma de Estado).
Pero esa imagen se desploma avanzados los 2000. Empieza a divulgarse una historia nada épica del papel del rey en la transición y las sospechas fundadas de corrupción se desbordan entre nuevas generaciones que, sacudidas por la crisis, son menos crédulas y no están necesitadas de esa clase de paternalismo. Cuando eso sucede, se acelera la sucesión dinástica con la intención de que su hijo, Felipe VI, herede la corona, pero no el desprestigio del padre, algo difícil en la medida que durante 30 años la institución se había legitimado apelando al carisma de quien la ostentaba. Es fascinante ver cómo quienes en los ochenta y noventa decían que no eran monárquicos, sino “juancarlistas”, dicen ahora que hay que distinguir la utilidad de la institución del comportamiento de quien la encarnó más de 30 años. La contradicción revela un compromiso de largo recorrido con el orden social y político, que en España lo suelen confundir con el orden constitucional.
En cualquier caso, la consistencia de la institución se debía a que era respaldada por la inmensa mayoría de los partidos políticos, pero sobre todo por aquellas de tradición republicana, el PSOE y el PCE, pues no hay reconocimiento más efectivo que el procedente de tu mayor antagonista. PCE-IU le retiró su apoyo enseguida, apenas pasada la transición. Podemos amaga con lo mismo. El PSOE, sin embargo, lo sigue manteniendo no solo por temor al cambio. No hace falta leer a Aristóteles para saber que la costumbre es una segunda naturaleza y que en el PSOE tantas décadas de proclamado “accidentalismo monárquico” han afectado a su esencia. Por ahora ahí descansa en buena medida la estabilidad de la monarquía. Al igual que con el mito de la transición, flaco favor hace la derecha a la institución cuando trata de apropiársela, la dejaría coja.
«No hace falta leer a Aristóteles para saber que la costumbre es una segunda naturaleza y que en el PSOE tantas décadas de proclamado “accidentalismo monárquico” han afectado a su esencia. Por ahora ahí descansa en buena medida la estabilidad de la monarquía. Al igual que con el mito de la transición, flaco favor hace la derecha a la institución cuando trata de apropiársela, la dejaría coja».
La crisis del COVID, con sus impactos sociales y económicos, trajo aparejada también una radicalización de las derechas españolas, con Vox a la cabeza, con movilizaciones e incluso con vandalismo. ¿Qué impacto tiene esto en términos políticos? ¿Se asemeja este proceso al de otras derechas europeas? ¿Qué lugar ocupa la cuestión de la memoria histórica en este recrudecimiento?
Bueno, son tres preguntas. Empiezo por la segunda. Vox es un partido de ultraderecha que se explica en gran medida en clave nacional (una escisión fáctica del Partido Popular), pero que se enmarca en ese contexto global que el historiador Enzo Traverso ha calificado de “postfascismo”. Este término tan genérico es útil para poner de manifiesto cuatro cosas. Una, que es un fenómeno global en plena ebullición que no sabemos hasta dónde va a llegar. Dos, que es un fenómeno muy heterogéneo (las diferencias entre Trump, Marine Le Pen, Salvini, Bolsonaro, Orbán y Vox son importantes). Tres, que estos partidos postfascistas no son partidos homólogos a los partidos fascistas históricos, pero sí análogos en alguna medida. Y cuarto, que, frente a la dimensión terriblemente propositiva que tuvieron aquellos, estos, por ahora, tienen una dimensión sobre todo reaccionaria. Son partidos reactivos a la crisis global del capitalismo de 2008, a un cierto resurgir de la izquierda y a fenómenos propiamente nacionales. Vox es una reacción virulenta al independentismo catalán, a la rebelión social y cultural del 15M, al peso institucional de Unidas Podemos y a la última ola feminista. Es una reacción hiperbólica contra un comunismo imaginado: “el bolivariano”, “el de la dictadura progre”. Tiene un componente menos neurótico que el fascismo histórico, pero más paranoico. Es la expresión de un orden soberbio del que forma parte, y que, al llevar décadas sin alternativas fuertes, vive con histeria cualquier avance mínimo de fuerzas contrarias. Tiene también el atractivo de brindar a gente de orden un simulacro de rebeldía contra una “corrección política” generalmente inofensiva. A diferencia de otros partidos europeos, como el Frente Nacional de Francia, VOX tiene una impronta clasista, ultraconservadora y económicamente neoliberal muy fuertes. Cuando trata de aderezarla con elementos populistas más trasgresores, como en la moción de censura que presentó hace unos días, resulta todavía muy impostado.
Voy ahora a la primera pregunta. La fuerte irrupción de VOX en 2019 tuvo un efecto derechizador sobre la política española en general, y en particular sobre el PP, por complejo ideológico y cálculo competencial. Al radicalizarse de forma esperpéntica en el contexto de la pandemia, VOX ha dejado espacio para que el PP emprenda un giro al centro, ese espacio virtual en el que rentabilizar el desgaste del gobierno. Pero el problema es de fondo. Los estragos e incertidumbres de décadas de neoliberalismo, ahora multiplicados por la pandemia, han generado en la gente común mucha rabia y frustración, y una necesidad urgente de protección y seguridad. Obviamente, ni la ultraderecha más populista va a colmatar estos vacíos con empleo estable y seguridad social, pero los viene compensado precariamente a nivel simbólico, apelando a una identidad nacional idealizada y con una propuesta de orden en su sentido punitivo. Es el desgaste de la “contrasociedad” levantada tiempo atrás por las tradiciones emancipadoras (asociaciones vecinales, sindicatos, espacios de ocio y formación, medios de comunicación, etc.) y la incapacidad de la izquierda cuando está en las instituciones de cubrir estas necesidades con políticas sociales lo que deja espacio para que sean precariamente compensadas de esta forma. Si la ultraderederecha española, bajo las siglas que sea, se “populariza” y la izquierda no aborda con determinación la cuestión social, el panorama puede ser muy negro.
La hostilidad de la ultraderecha española a la llamada memoria histórica se explica por su apego al franquismo. El argumentario que hace unas semanas desplegó VOX para quitar las estatuas de dos dirigentes históricos del socialismo español muertos en el exilio, Indalecio Prieto y Largo Caballero, reproducía los mitos del franquismo y esa forma de «justicia al revés» que, según Serrano Suñer, pretendía la Ley de Responsabilidades Políticas de 1939, en la que los sublevados acusaban al gobierno legítimo de la República de sublevación. Pero si estas iniciativas avanzan es también por dos razones. Una, por el empuje del paradigma de «los totalitarismos», una noción historiográficamente muy cuestionada con la que el liberalismo ha pretendido equiparar comunismo y fascismo, para situarse por encima de ambos y borrar algunas complicidades históricas con este último. El respaldo de PP y Ciudadanos a la iniciativa de VOX se inspira en esta visión, aunque también en la primera. Y, dos, porque la vaguedad y la exaltación a-histórica de valores democráticos en la Ley de Memoria Histórica de 2007 dejan margen para que se pueda hacer un uso invertido de la misma, que es lo que trata de hacer VOX. En todo esto, las tan citadas como geniales tesis de Walter Benjamin siguen siendo premonitorias: «Ni siquiera los muertos estarán a salvo si el enemigo vence».
Por último, ¿cuál es su balance del gobierno de coalición de izquierdas? ¿cree que se han podido construir acuerdos o sigue siendo un repliegue ante la amenaza de las derechas? ¿la reapertura de cierta agenda anti-monárquica (o republicana, según se quiera) puede ser un factor de erosión?
Es difícil hacer un balance porque no ha pasado un año y por la situación tan excepcional que vivimos. Solo se me ocurre una metáfora de andar por casa. El gobierno de coalición está pilotando un viejo cascarón (una economía improductiva, un modelo precario y desigual de sociedad y un sistema sanitario degradado) en medio de la imprevista y descomunal tormenta del coronavirus. Yo pondría el acento en eso, por más que tampoco parece que haya demasiada pericia y arrojo, salvo algunas excepciones, en el manejo del timón. En cualquier caso, de la tornamenta no se sale si no se arregla, mientras dure, ese barco que hace aguas, incrementando la presión fiscal sobre los patrimonios y rentas altas e invirtiendo bien el dinero de Europa para sostener los ERTES, políticas activas de empleo en sectores productivos, leyes sociales de vivienda y una renta básica y sanidad pública fuertes. Luego ya habría que cambiar de barco enseguida. En cuanto a la reivindicación de la República, esta logrará adhesión social si va acompañada de un programa de republicanismo fáctico que gire en torno a leyes justas, igualdad social y virtudes cívicas.
«El gobierno de coalición está pilotando un viejo cascarón (una economía improductiva, un modelo precario y desigual de sociedad y un sistema sanitario degradado) en medio de la imprevista y descomunal tormenta del coronavirus».
QUIÉN ES
Juan Andrade es Licenciado en Historia y Doctor en Historia Contemporánea por la Universidad de Extremadura. Se desempeña como docente e investigador en esa universidad y en la Universidad Complutense de Madrid. Además de sus investigaciones sobre la transición española y los partidos políticos de izquierda, también ha trabajado temas como el exilio republicano de 1939 o el impacto y la memorias de la revolución rusa . Ha publicado El PCE y el PSOE en (la) transición (Siglo XXI de España, 2012, 2015), Atraco a la memoria (en coautoría con Julio Anguita, Akal, 2015). Con Fernando Hernández coordinó recientemente el volumen colectivo 1917. La Revolución rusa cien años después (Akal, 2017). Desde 2017 dirige la colección Reverso-historia crítica de la Editorial Akal.