Un tweet de Juan Pablo Varsky increpando a un científico desató una catarata de discusiones e intercambios, de diverso tenor y seriedad. La pregunta de fondo tiene que ver con el rol de los científicos en nuestra sociedad, pero, más todavía, con respecto a la manera en que se enseña y difunde el conocimiento.
Hace pocos días, el periodista deportivo Juan Pablo Varsky (JPV en adelante) respondió a un tweet de un usuario que se quejaba de los mensajes contradictorios respecto del uso del barbijo al principio de la pandemia y las recomendaciones actuales: “Marzo: somos científicos, los tapabocas no sirven. Abril-Mayo: somos científicos, el testeo-rastreo-aislamiento no sirve. Julio: somos científicos, la ciencia se equivoca, no estamos exentos. De marzo a hoy: no sos científico, no podes aportar argumentos, seguí haciendo lo tuyo.”
Como no puede ser de otra manera en Twitter, este mensaje suscitó una marea de comentarios, respuestas, retweets con comentario, etc. Incluso algunos de los intercambios fueron discutidos en portales nacionales. Sin pretender juzgar las motivaciones de JPV para hacer ese comentario (aunque es relevante aclarar que no es correcto afirmar que la comunidad científica dijera que el testeo-rastreo-aislamiento no sirve, ya que precisamente se ha alabado a Corea del Sur por emplear esa estrategia al inicio de la pandemia), pareciera ser el caso que su principal problema no son los errores de los científicos, sino la percibida actitud de parte de algunos de ellos a la hora de intervenir en el espacio de la discusión pública.
Esto, por supuesto, no es un problema nuevo, sino que se suma al catálogo de cuestiones que la pandemia nos obliga a repensar: ¿cómo participa la ciudadanía general en la definición de políticas públicas basadas en la evidencia? Una respuesta, que se ha impuesto de facto a lo largo de la historia, es la más sencilla: no participa. En nuestros días, ésta es una respuesta insatisfactoria. Desde el inicio de la discusión pública del presupuesto destinado a la ciencia y la tecnología en 2016, es evidente que no es razonable excluir a las personas de los debates científicos a la vez que se espera que financien las actividades de investigación a través del pago de impuestos.
Desde el inicio de la discusión pública del presupuesto destinado a la ciencia y la tecnología en 2016, es evidente que no es razonable excluir a las personas de los debates científicos a la vez que se espera que financien las actividades de investigación a través del pago de impuestos.
El comentario de JPV es el emergente de un problema más profundo. Una de las respuestas en Twitter más comentadas ha sido la del investigador del CONICET Emmanuel Iarussi: “Si Varsky se entera que los mejores científicos de la historia se equivocaron hasta el hartazgo, le da un ataque”. Evidentemente, el problema es que no es usual discutir las formas que tiene la ciencia para “validar” el conocimiento que genera, como reconoce el propio Iarussi en el tweet siguiente: “Es muy triste la posición que está tomando Varsky en este asunto. No es su culpa tampoco, qué sé yo… Nos educan para pensar que los científicos son algo así. como personas superdotadas que jamás se equivocan. Nada más lejos de la realidad”
Ése es el núcleo de un dilema que no nos es fácil resolver. Por un lado, tenemos la exclusión del público general de la discusión que da una pequeña elite. Por otro lado, está el desarrollo de un debate en paralelo a los canales que emplea la ciencia (que, como nos demuestran redes como Twitter, se ve afectado por falacias y otros argumentos poco rigurosos, mucho más que lo que usualmente ocurre en el ámbito científico).
Evidentemente, este problema surge, en parte, de la difundida visión “resultadista” de la ciencia (también surge de la forma de dar debates racionales y estar preparados para que nuestras creencias sean sometidas a la crítica de terceros, pero, de momento, no hay espacio para abordar este aspecto). Si la ciencia solo consistiese en resultados, interpelaciones como las de JPV serían más que razonables, ya que solo cabría esperar de la empresa científica soluciones y respuestas (correctas). Pocos de quienes ejercen la investigación serían capaces de hacer tal aseveración. Sin embargo, que la ciencia solo consiste en resultados constituye una percepción habitual en el ámbito público. Esto, lógicamente, genera en las personas confusión y enojo cuando se descubre que, de momento, los científicos no son capaces de llegar a un acuerdo acerca de si promover el uso de barbijos o buscar la inmunidad de rebaño son estrategias razonables.
Se podrían identificar dos fuentes principales que alimentan esta percepción. La primera es la naturaleza de la divulgación científica que, por razones obvias, suele enfocarse en las cosas interesantes y/o útiles que ha inventado o descubierto la ciencia. Sin embargo, a mi entender la divulgación solo continua una tendencia. Esta actividad, constreñida por el tiempo y la lucha por la atención de las personas, tiene necesariamente que ser eficiente a la hora de describir las actividades de científicos y tecnólogos.
Sorprenderá a pocos afirmar que la principal fuente de esta concepción es la educación. Más específicamente, el enfoque “resultadista” de la educación actual en las disciplinas científicas. Cuando se estudia física, se espera que uno sea capaz de utilizar las leyes de Newton para predecir cuánto tiempo le toma a una manzana caer de un árbol. En química se espera poder decir qué cantidad de sacáridos sería necesaria para sostener el consumo energético diario de un adulto promedio. Pasando al campo de las ciencias sociales (e incluso las artes), muchas veces el panorama no es más alentador. Este enfoque hace que la historia parezca una colección de fechas, lugares y próceres, y la geografía una lista de países y capitales. ¡Hasta la música puede convertirse en una lista de bandas de rock de los ’70 agrupadas en múltiples subgrupos a memorizar y repetir!
Insistir en que esta forma habitual de ver la ciencia (o las artes, o la filosofía, o cualquier empresa humana) aliena a las personas es repetir una sensación que casi todos podemos verificar en nuestra experiencia educativa. El desafío que queda para que todos podamos participar de la comprensión del mundo que nos rodea y hacer oír nuestra opinión sin temor a “ataques de expertos”, pero sin decir burradas, es comprender cómo se articula la ciencia en su interior y con el resto de nuestras actividades. ¿Qué es lo que impide que esto ocurra? Nuevamente, muchos ya han señalado que la pobre infraestructura educativa, el bajo salario de los docentes y los limitados espacios de capacitación y perfeccionamiento son parte del problema (de hecho, ¡el historiador italiano Gaetano Salvemini ya decía algunas de estas cosas en 1907!).
Se vuelve imperioso, entonces, que la enseñanza de las ciencias sea diferente. La formación de ciudadanos que sean capaces de comprender el funcionamiento general de la actividad científica no sólo permite que formen parte del debate público, sino que también los vuelve menos susceptibles de ser embaucados por argumentos que solo tienen la apariencia de ser científicos.
Hay otro factor que es fundamental: la necesidad de despegarse de las formas tradicionales de evaluación. Los abominables (y vigentes) ejemplos que he citado (y que me he visto reproduciendo en mi labor docente) se deben a que la forma más sencilla de evaluar es la de pedir a los estudiantes que repitan lo que el docente dijo una, dos o diez clases atrás, y así cumplir con los designios formales que la burocracia educativa requiere.
Por supuesto que ésa no es la única manera de evaluar. Pero pongámonos en los zapatos de un docente que toma el doble de horas frente a estudiantes de las que sería razonable, porque de otro modo no consigue sostener a su familia (es bueno considerar que, aproximadamente, es recomendable que por cada hora frente a alumnos se pueda disponer de una hora de preparación, que es lo que en promedio se da en el ámbito universitario). Diseñar un ciclo de enseñanza de cualquier disciplina que consista en el desarrollo de un proyecto, preferiblemente en vinculación con el profesor de otra asignatura, para que los estudiantes presenten un trabajo al final del año, con varias instancias de evaluación intermedia, demandaría un tiempo que el docente no posee. Sin embargo, este tipo de trabajos expone a los estudiantes a problemas análogos a los que enfrentan los científicos a la hora de conducir sus investigaciones (como problemas técnicos o de diseño experimental). Hoy en día, un subgrupo de estudiantes del nivel secundario suele pasar por este tipo de instancias en las ferias de ciencia que se desarrollan en todo el país, que además suelen fomentar vocaciones tempranas que guían a algunos de ellos en la elección de su profesión. Sin embargo, esas actividades no llegan a todos los estudiantes de forma sistemática. Incluso, el docente que quiera aplicar estas estrategias en clase, no sólo puede que no sea premiado, sino que puede enfrentarse a críticas por desviarse del programa que establecen las autoridades educativas.
Se vuelve imperioso, entonces, que la enseñanza de las ciencias sea diferente. La formación de ciudadanos que sean capaces de comprender el funcionamiento general de la actividad científica no sólo permite que formen parte del debate público, sino que también los vuelve menos susceptibles de ser embaucados por argumentos que solo tienen la apariencia de ser científicos. Sin ir más lejos, hay estudios que indican que el grado de conocimiento sobre el coronavirus y cómo se dispersa y la capacidad de identificar mitos sobre la enfermedad, han sido factores importantes en la recuperación más rápida de Nueva Zelanda frente a esta sorpresiva pandemia. El dilema del debate científico puede tener un principio de solución, pero hay que trabajarla desde la escuela.