El proyecto de expropiación de Vicentin y, más tarde, el posible acuerdo con China para la producción de cerdos, reabrieron algunos debates tan urgentes como necesarios. Sin embargo, es preciso darlos con una mirada de largo plazo y con imaginación reformista.
En un contexto donde las noticias sobre el COVID-19 ocupan prácticamente la totalidad de la agenda, irrumpieron en las últimas semanas dos temáticas que -desde distintos ángulos- trajeron al debate una cuestión que parecía reducida a ciertos círculos: la soberanía alimentaria.
La «soberanía alimentaria» como concepto compuesto posee una larga trayectoria en nuestro país, nos ha dado grandes especialistas y ha permitido la consolidación de programas y políticas públicas de avanzada como fue el Pro-Huerta a principios de los ’90. Comprendiendo no sólo el derecho de los pueblos a alimentarse, sino de hacerlo en forma armónica con el cuidado del ambiente («la capacidad de cada pueblo para definir sus propias políticas agrarias y alimentarias de acuerdo a objetivos de desarrollo sostenible y seguridad alimentaria»), es sin duda un concepto central a la hora de imaginar los sistemas alimentarios en un país como Argentina.
Ahora bien, ¿Qué ha hecho que de repente en programas del prime time aparezcan estas palabras? Frases y conceptos reservados a ciertos espacios, siempre vinculados al amplio mundo del «ambientalismo» (ciertas veces con adjetivaciones) o a un progresismo «verde», comenzaron a colarse en los debates en el medio de acusaciones de toda índole y particularmente ligado a otro sintagma: «desarrollo económico».
Frases y conceptos reservados a ciertos espacios, siempre vinculados al amplio mundo del «ambientalismo» (ciertas veces con adjetivaciones) o a un progresismo «verde», comenzaron a colarse en los debates en el medio de acusaciones de toda índole y particularmente ligado a otro sintagma: «desarrollo económico».
El proyecto de expropiación de Vicentin, por un lado, y la posibilidad de un acuerdo con China para la producción de cerdos, por el otro, han puesto señales de alerta y nos han invitado desde dos ópticas, complementarias pero divergentes, a comprender las implicaciones de pensar la soberanía alimentaria en nuestro país.
Ambos proyectos nos llevan a preguntarnos dos cuestiones ¿Por qué ha despertado tanta polémica su posibilidad de concreción? y ¿Qué elementos de la soberanía alimentaria se ponen en juego? O dicho de otra forma qué margen para la soberanía alimentaria comprende cada uno. De más está decir que sobre ambas cuestiones ya se han escrito excelentes notas, las cuales permiten comprender y desmenuzar en profundidad ambos proyectos. A su vez, el ritmo vertiginoso que ambas iniciativas llevan puede llevarme a cometer errores u omisiones que corren, desde ya, a cuenta personal y son, como todo texto de coyuntura, casi inevitables.
El proyecto de expropiación de Vicentin asomó en forma sorpresiva. La situación de insolvencia de una de las firmas agroalimentarias más importantes del país encendió las alarmas de un gobierno que entendió, inicialmente, que la posibilidad de expropiación y posterior gestión estatal podía resultar estratégico para nuestro futuro.
Más allá de desconocerse el estado actual del proyecto y el futuro de la empresa, surgieron un conjunto de argumentos, tanto en favor como en contra, en torno a esta propuesta. Los argumentos opositores fueron los más «clásicos» y no muy diferentes a los adoptados en otras materias: esgrimen que medidas de este tipo erosionan la calidad institucional y apelan a antecedentes considerados fallido para amplificar los rasgos negativos que le imputan.
Los argumentos a favor, en este caso, fueron muchos y variados: inicialmente, desde el punto de vista administrativo, la empresa muestra claros signos de defraudación al Estado a partir de los créditos otorgados durante años; por otro lado, la necesidad de evitar la quiebra de muchos pequeños y medianos productores ligados a la misma; y, por último, y motivo central de esta nota, por las posibilidades que ofrecería que el Estado pueda gestionar una firma agroalimentaria de esta magnitud.
El solo hecho de imaginar tener una firma con estas características (inicialmente se había hablado de formar parte de YPF agro) abre las puertas a que el Estado pueda definir y actuar en forma directa sobre políticas agropecuarias estratégicas. En un país referente en la producción de commodities, la generación de innovaciones asociadas a estas producciones no es un hecho menor. La posibilidad de diseñar políticas que permitan abastecer el mercado interno de alimentos complementariamente con el mercado de exportación (y de las cuales nuestro país tiene sobrada muestras para ello) asoma en el horizonte como una promesa factible.
Articulación regional, provisión de tecnologías, escalamiento de pequeños productores, coordinación con organizaciones de la economía popular, y todo en base a capacidades realmente existentes. Debemos y tenemos la obligación de pensar más y mejores políticas agroalimentarias para nuestro país, incluso mucho más allá de la cuestión Vicentin.
Vicentin emergió justamente como la posibilidad de pensar y diseñar una soberanía alimentaria «moderna»: aquella que no niegue nuestro papel en las cadenas de valor a nivel global, pero que permita articular con las producciones internas y regionales. Muchas veces se denuesta al concepto de soberanía alimentaria, se lo lleva al plano del «atraso» tecnológico. Sin embargo, existe la posibilidad de pensar una soberanía en términos «reales» y Vicentin emergió como una idea, por el momento trunca, en ese sentido.
Debates como el planteado desde el Estado, con apoyo de diversos sectores, hoy son más que nunca necesarios. Aunque, a razón de los debates inconducentes a los que muchas veces nos encontramos sometidos, se pierde de vista el foco del problema y las posibilidades de arribar a un principio de solución. Articulación regional, provisión de tecnologías, escalamiento de pequeños productores, coordinación con organizaciones de la economía popular, y todo en base a capacidades realmente existentes. Debemos y tenemos la obligación de pensar más y mejores políticas agroalimentarias para nuestro país, incluso mucho más allá de la cuestión Vicentin.
Paralelamente, más acá en el tiempo, otro proyecto encendió las alarmas. El gobierno chino, impulsado por problemáticas en la producción de cerdos derivados de enfermedades zoonóticas, comenzó a buscar socios que les permitieran llevar a cabo dicha producción en un país cuya demanda parece no tener limites (y que en parte ya la suplimos mediante la venta de granos que alimentan -o alimentaban- parte de ese ganado).
Como con el proyecto de Vicentin, el mismo cambia sus versiones en forma prácticamente diaria. Se hablaba inicialmente de una producción de 100 millones de animales, que posteriormente se especifico que ese podría ser el resultado de aquí a casi una década. También se hablo de un valor nada despreciable de 27 mil millones de dólares de inversiones, las que en un contexto y un país como el nuestro, en urgencia permanente, innegablemente toman un carácter estratégico.
Aquí, las voces de alerta de encendieron inmediatamente. El acuerdo -al menos sus trascendidos- hablaron de modelos de producción industriales (llamados de «hacinamiento») que son conocidos por su fuerte impacto ambiental. También se hizo mención al conjunto de impactos derivados de una producción de semejante magnitud, las implicancias geopolíticas de un acuerdo de semejantes características y, algo que resulta central, los efectos sobre -otra vez- la soberanía alimentaria que tiene (tendría) este acuerdo.
Los días pasaron, y varias cuestiones del acuerdo comenzaron a tomar forma y a aclararse. Los cerdos no son tantos, pareciera que existen cláusulas de articulación con socios nacionales, se habla de regionalización de la producción. Probablemente se requiera de tiempo para ver finalmente los resultados del acuerdo, si es que finalmente se concreta. Sin embargo, se han expresado claros (y fundados) temores a que avanzar en esto nos lleve a cristalizar nuestra posición en las cadenas globales de producción de alimentos y estrechar todavía más las posibilidades para pensar alternativas de desarrollo.
Existen experiencias concretas, basadas en la economía circular, de productores que trabajan tanto para el mercado interno como para el externo. Y están al alcance de la mano para ser replicadas y repensadas. Solo falta proponérnoslo.
Convertirnos en fuertes exportadores de carne porcina sería, según algunas visiones, un paso más en el avance de un modelo que surgió allá por mediados de los ’90 con la irrupción de los cultivos genéticamente modificados. Sin embargo, conviene aquí también reflexionar si en nuestro país no existen las capacidades para avanzar en una visión que rearticule a muchos de los actores que producen alimentos y poner en cuestión algunas dimensiones que consideramos hasta el momento inamovibles. Nuevamente aquí, es necesario pensar en todo un entramado de pequeños y medianos productores que podrían generar escalamientos tecnológicos y no solo eso. Instituciones como el INTA y CONICET hasta hace algunos años trabajaban en la mejora de tecnologías para la producción con el objetivo de ser (¡casualidad!) exportadores de cerdos.
Con esto quiero decir que en ambos casos (aunque pareciera que partiendo de lugares opuestos) existe una subestimación de nuestras capacidades estatales y de I+D en la producción agroalimentaria. Existen experiencias concretas, basadas en la economía circular, de productores rabajan tanto para el mercado interno como para el externo. Y están al alcance de la mano para ser replicadas y repensadas. Solo falta proponérnoslo.
Esto no niega ni disminuye las problemáticas y realidades de nuestros sistemas alimentarios, pero si debe llevarnos a reflexionar e imaginar nuevos modelos de producción de alimentos. Nuestro papel en el concierto mundial no debe ser entendido como una posición que nos es impuesta, sino como una posibilidad de repensar en forma estratégica cómo concebimos nuestros modelos productivos y, por ende, nuestra soberanía alimentaria.
Es en esas imaginaciones, o nuevas formas de gobernarnos (como plantea Alejandro Galliano), que nos ofrecen tanto los movimientos de la economía popular, como aquella planificación estratégica ideada por Matus, como ese pensamiento latinoamericano en Ciencia y Tecnología, es que debemos ser capaces de salir de los debates de la superficie y comprender a la soberanía alimentaria, en toda su complejidad, como un proceso de cambio posible.