El socialismo ha dejado de ser una palabra ausente en el debate política norteamericana. La figura de Bernie Sanders y, luego, la aparición fulgurante de una generación de nuevos dirigentes han traído una nueva agenda política progresista.
Para contar correctamente esta crónica y aclimatarse adecuadamente al contexto histórico en la que tuvo origen, lo mejor sería estar informado de los acontecimientos que transcurrieron desde el 1 de febrero hasta el 14 de junio de 2016. Durante esas semanas, uno de los dos principales partidos del sistema político norteamericano, el Partido Demócrata, tuvo sus elecciones internas. En ellas participaron 6 candidatos, pero, en los hechos, se enfrentaron dos: Hillary Clinton y Bernie Sanders. Clinton fue desde un comienzo considerada no sólo la favorita en las internas demócratas, sino quien lideraba las encuestas para ganar la presidencia y suceder así a Barack Obama. Con un Partido Republicano dividido en el insólito número de 17 candidatos, todo parecía marchar a favor de Hillary. Pero ocurrieron dos cosas, una al principio y otra al final: la primera es que Sanders, marginado como un personaje menor, único socialista de la política norteamericana y veterano senador de un Estado menor como Vermont, terminó siendo no sólo un gran competidor, sino un verdadero riesgo para la candidatura de Hillary, ganándole en lugares estratégicos y obteniendo un riesgoso número de delegados en estados como Iowa, Michigan, Wisconsin y Minnesota llegando incluso a vencerla de modo aplastante en algunos con diferencias de 20/30 puntos e incluso más de 70 puntos (naturalmente, en su estado natal). La segunda es que, de esos 17 candidatos republicanos, emergió Trump, quien terminaría por ganar las elecciones presidenciales contra todo pronóstico.
La novedad de la contienda entre Sanders y Clinton no fue sólo que alguien se opusiera a Hillary, algo de por sí inesperado, sino que también lo fue la estrategia política adoptada por el senador de Vermont. Una campaña financiada enteramente por aportes individuales a modo de denuncia del corrupto modelo de financiamiento privado vía «donantes» (que terminan siendo las grandes corporaciones) y con una proclama abiertamente socialista «a la europea». Una prédica contra el establishment de Wall Street, la industria de combustibles fósiles y el complejo militar-industrial, un llamado a formar y fortalecer los sindicatos, un salario mínimo de 15 dólares la hora, una agenda verde por la globalización (Green New Deal), universidad pública, cancelación de la deuda estudiantil y una gran propuesta como principal ariete: «Medicare For All», es decir, salud pública y gratuita.
La aparición de una nueva generación de dirigentes, en especial jóvenes, inmigrantes y ligados al mundo de trabajo, muchos de los cuales vieron en Sanders un quiebre y en el DSA el partido correcto al que afiliarse, trajo un nuevo aire a la política norteamericana.
Este programa, repetido hasta el hartazgo y con mucha claridad discursiva, lo hicieron tremendamente popular, en especial entre los jóvenes y la clase trabajadora. La novedad, entonces, no fue únicamente lo disruptivo de su mensaje, ni la probada acción del Partido Demócrata por sacarlo de la carrera con diversas estratagemas, sino lo que produjo como legado: inmediatamente después de su aparición, el DSA (Democratic Socialists of America) vio crecer exponencialmente su afiliación, convirtiéndolo actualmente en el partido socialista más grande de los Estados Unidos. Además, a nivel interno y tras el escándalo publicado por WikiLeaks, la DNC (Comité Nacional Demócrata) se vio obligada a eliminar trabas y a incorporar concesiones de la agenda de Sanders, además de empujar a Hillary a apoyar un salario mínimo de 12 dólares la hora (no los 15 dólares de la propuesta de Sanders, pero mucho mejor que los actuales $ 7,25).
Finalizada la contienda y oficializado el apoyo de Sanders a Hillary Clinton, un espectador podía pensar que finalmente las cosas habían salido como se suponía. Lo cierto es que, si bien Sanders no ganó y las concesiones logradas en la plataforma partidaria no se pusieron a prueba por la derrota de Hillary, se empezó a desarrollar un fenómeno que, antes de 2016, era marginal. La aparición de una nueva generación de dirigentes, en especial jóvenes, inmigrantes y ligados al mundo de trabajo, muchos de los cuales vieron en Sanders un quiebre y en el DSA el partido correcto al que afiliarse, trajo un nuevo aire a la política norteamericana.
UNA DERROTA NO TAN DERROTA
En 2017, apenas unos meses después del fin de la campaña presidencial, Lee J. Carter, un joven marine que había estado en Medio Oriente y en Haití devenido especialista informático, decidió competir para ser diputado del Estado de Virginia identificándose como socialista. Su contrincante, el republicano Jackson Miller, montó una campaña de miedo y desprestigio, llegando al insólito (y risible) extremo de poner la cara de Carter al lado de Lenin, Stalin y Mao Tse Tung. Pero la extravagancia de Carter esta vez implicó que, junto con él, otros 14 miembros del DSA fueran electos ese año en distintos puestos a lo largo del país.
Ese mismo año apareció Justice Democrats, una agrupación dirigida por ex miembros de la campaña de Sanders y un grupo de intelectuales y activistas progresistas. Su programa es, precisamente, el mismo que impulsara Sanders en 2016 y cuyo objetivo es promover esa agenda al interior del Partido Demócrata. Las nuevas etapas suelen fraguarse como fenómenos progresivos y, como tales, se van dando de a poco. Pero, por momentos, ocurren hechos contundentes, hitos que trazan una línea.
En 2018 ocurrió uno: Alexandria Ocasio Cortez, una descendiente de puertorriqueños de 29 años, decidió enfrentar al histórico Joe Crowley por el importantísimo distrito de Queens, nada menos que en la ciudad de Nueva York. Joe Crowley no había tenido contrincantes desde 2004 y contaba con el apoyo de todo el establishment del partido, lo cual se tradujo en una billetera abultada, el respaldo de los jefes partidarios, el favor de la prensa y un efecto clamor aparentemente imparable. Ocasio Cortez, quien ya había militado en la campaña de Bernie Sanders y era una completa desconocida que trabajaba en un bar como camarera, montó una campaña de militancia clásica, aunque disruptiva para los estándares del partido: convocó a un nutrido grupo de activistas, rechazó todo dinero proveniente de corporaciones, expuso una agenda ambiciosa de reformas, utilizó muchas redes sociales y recurrió a la caminata y el puerta a puerta. Tal fue el trajín, que hacia el final de la campaña se hicieron virales sus zapatos agujereados por las recorridas. Contra todo pronóstico, y tras haber sido minimizada mediáticamente (Joe Crowley ni siquiera asistió al debate televisivo), Ocasio Cortez triunfó por más de 15 puntos y desató un terremoto político, tanto hacia dentro del partido como a nivel nacional. La palabra «socialismo» fue buscada en Google en un 1500% más de lo habitual y, junto con la sorpresa, sobrevinieron también los ataques. Crowley no la felicitó y agitó la campaña de miedo disparada desde los medios conservadores. Esto no evitó, de todos modos, que Ocasio Cortez (AOC, como se la llama) derrotara además al candidato republicano y se convirtiera en la legisladora más joven de la historia de EEUU y una de las primeras socialistas.
Ese mismo año, solo unos meses después, hubo otro terremoto, esta vez en Michigan. Rashida Tlaib, quien ya había sentado precedente como una de las primeras musulmanas en acceder a una Legislatura estatal, derrotó a todos sus contrincantes de la primaria demócrata y luego se impuso en las elecciones generales. Así, consiguió otro triunfo: ser la primera mujer palestina en el Congreso de los Estados Unidos. Al igual que AOC, Rashida también es afiliada a DSA. En su jura, vistió ropas tradicionales de Palestina y juró con una edición del Corán que perteneció a Thomas Jefferson. Todo un cambio de época, que contrasta con el estilo de Donald Trump, quien no dudó en atacarla ferozmente. Tanto por su condición de musulmana como por su militancia pro Palestina, Tlaib sufrió ataques de fake news en Facebook y campañas de desprestigio donde se la asociaba falsamente con actos terroristas.
Lo interesante del fenómeno, además de lo que ha significado socialmente, es lo que ha generado al interior del Partido Demócrata. Desde 2016, el partido ha ido sufriendo un debate interno que ha obligado a varios de sus viejos dirigentes a enfrentarse en primarias con un nuevo sector progresista que los desafía con un programa muy claro y radical, al menos para sus parámetros.
Desde ese momento, los episodios no dejaron de ocurrir: Julia Salazar, otra afiliada al DSA y descendiente de colombianos, derrotó al candidato oficial del partido y ganó un escaño de senadora del Estado de Nueva York a sus 27 años. Ese mismo año, Ilhan Omar, una descendiente de somalíes y musulmana, derrotó a su contrincante en las primarias de Minnesota y se alzó con el 78% de los votos, convirtiéndose en la primera somalí-americana en el Congreso. Esta tendencia siguió así, a lo largo y ancho de todo el país: allí donde no triunfaron, los progresistas igualmente presentaron candidaturas.
Lo interesante del fenómeno, además de lo que ha significado socialmente, es lo que ha generado al interior del Partido Demócrata. Desde 2016, el partido ha ido sufriendo un debate interno que ha obligado a varios de sus viejos dirigentes a enfrentarse en primarias con un nuevo sector progresista que los desafía con un programa muy claro y radical, al menos para sus parámetros. Este nuevo renacer del socialismo norteamericano cuenta con figuras como Ilhan Omar (del Partido Demócrata-Agrario-Laborista de Minnesota), Ayanna Pressley, Ro Khanna o Pramila Jayapal. Comparten el creciente cuestionamiento a la agenda demócrata y en especial al rol del dinero de grandes corporaciones en las decisiones partidarias. Todos ellos o bien integran un grupo interno llamado Progressive Caucus, o bien forman parte de Justice Democrats, o bien son activos militantes de partidos socialistas o de izquierda.
Este año hubo nuevamente elecciones primarias y, esta vez, fueron los demócratas quienes subieron al ring a nada menos que 29 candidatos. Así y todo, fue nuevamente Bernie Sanders quien sorprendió. Esta vez, siendo el principal candidato durante las primeras semanas, hasta que la dirigencia del partido decidió abroquelarse alrededor de Joe Biden en una rápida movida que la campaña de Sanders no pudo remontar. Poco más de un mes después, y ya en cuarentena, Bernie Sanders renunció a su candidatura y optó, para desilusión de muchos, apoyar a Biden mientras mantenía su lucha doctrinaria por el alma del partido demócrata en los medios, las redes sociales y a través de su militancia territorial. Una batalla que, todos los años y en cada nueva primaria, una nueva generación de dirigentes se apresta a dar.