Los liderazgos políticos son un componente central de la política contemporánea, en especial de su variante democrática. En tiempos de pandemia, conversamos con Manuela Ortega Ruiz sobre este tema.
La cuestión del liderazgo político es un tema tan perenne como de indudable actualidad. Elemento inevitablemente personalista y, por qué no, fuente de asimetrías y verticalismo, el liderazgo es tan consustancial a las democracias contemporáneas (y a la política en general) como una amenaza potencial para ella en sus derivas autoritarias. Objeto tanto de veneración como de temor, los líderes son una pieza imprescindible de la política de masas, tan universales como diversos entre sí.
La pandemia, como con otras tantas cuestiones, puso a los y las líderes en el foco de atención. Cotidianamente nos preguntamos sobres sus atributos de mando, su capacidad de responder a la contingencia, su vocación de construir acuerdos y, finalmente, sus condiciones para capear una crisis de una magnitud inédita. Sobre la cuestión de los liderazgos políticos en general, sobre sus desafíos actuales y algunos casos emblemáticos conversamos con Manuela Ortega Ruiz, docente e investigadora de la Universidad de Jaén.
«Las situaciones de inestabilidad pueden suponer una oportunidad para el liderazgo político. La gestión de la crisis condiciona la percepción de los seguidores, los cuales pueden aplaudir a su líder, o por el contrario, quedar desencantados de su actuación».
Hay una percepción extendida de que los liderazgos ganan notoriedad y predicamento en contextos extraordinarios o críticos, sin embargo existieron grandes liderazgos de la “normalidad”. ¿Se trata de dos tipos de liderazgos diferentes? ¿Qué atributos se destacan en cada caso?
En la literatura sobre el liderazgo existe una clasificación clásica que diferencia entre los líderes transformacionales y los transaccionales. Los primeros son aquellos que aparecen en momentos de incertidumbre o grave crisis política, social y/o económica, y que impulsan grandes transformaciones –como el cambio del sistema político (de una dictadura a una democracia, por ejemplo), la gestión de una catástrofe de graves consecuencias para una sociedad, o la participación en un conflicto armado–. En cambio, los líderes transaccionales son aquellos que desarrollan su liderazgo en momentos de normalidad y cuyos logros se circunscriben a cuestiones puntuales de la práctica política –la aprobación de una ley de ampliación de derechos civiles (matrimonio entre personas del mismo sexo, por ejemplo), la gestión de una crisis económica o, por el contrario de una expansión económica. De manera general, los líderes transformacionales disfrutan de una mayor popularidad entre la ciudadanía, son reconocibles y en muchos casos admirados por la mayor parte de la población, independientemente de cuestiones ideológicas o partidistas. No obstante, esta circunstancia no significa que esta influencia pueda mantenerse en el tiempo cuando el contexto ha cambiado. Un ejemplo de esto último lo representa Lech Walesa, líder opositor de la Polonia comunista, que no conservó los apoyos conseguidos durante el proceso de transición cuando se alcanzó la estabilidad política en su país. Lo mismo se podría decir de Winston Churchill, quien tras liderar a Reino Unido durante la Segunda Guerra Mundial, perdió las primeras elecciones en la postguerra. En este sentido, a los atributos que se le presuponen a los líderes transformacionales, como el carisma, la motivación inspiradora, la estimulación intelectual a sus seguidores, o la capacidad de iniciativa, se debe completar con la capacidad de adaptación y con la reformulación de su proyecto a un contexto de normalidad política. Así sucedió en el caso de Felipe González, quien fue una pieza clave en la transformación de España, no sólo durante la Transición, sino también en los años ochenta, cuando se inició un proceso de modernización que acabó situando a España al mismo nivel que el de otras potencias europeas. Durante su estancia en el poder, que duró cerca de catorce años (1982-1996), González supo adaptarse al nuevo contexto de normalidad, y mantener gran parte de los apoyos conseguidos durante el proceso de cambio político a finales de los setenta.
Por otro lado, aunque los grandes acontecimientos históricos ayudan a identificar a los líderes, en momentos de estabilidad política también se pueden encontrar ejemplos de dirigentes que destacaron por diferentes cuestiones. En Estados Unidos, después de la era Reagan y hasta Barack Obama, los presidentes no impulsaron una transformación significativa de la política estadounidense y, sin embargo, Bill Clinton, por su carácter personal y su forma de comunicar, representó un liderazgo atractivo para buena parte de los votantes norteamericanos. También es un buen ejemplo de líderes transaccionales el británico David Cameron, quien después de una gestión caracterizada por la estabilidad, inició una negocación para reformular la relación de Reino Unido con la Unión Europea, que afectó profundamente a los cimientos de la sociedad británica. El proceso culminó en lo que se conoce como el Brexit, pero para entonces, Cameron salió de la política porque no fue capaz de liderar este cambio político. En América Latina se encuentra el ejemplo de Dilma Rousseff, encargada de gestionar el legado heredado de Lula da Silva. Su fuerza vino, posteriormente, cuando fue sometida al impeachment que significó su salida del poder.
Esta coyuntura tan particular ha puesto en el centro de escena a los líderes políticos y ha expuesto de manera cruda sus fortalezas y debilidades. ¿Creés que el COVID-19 alumbrará un nuevo tipo de liderazgo? ¿Qué rasgos considerás que se vuelven relevantes en estas situaciones críticas?
Nos encontramos en una situación marcada por un fenómeno natural, que no ha sido provocado por la interferencia directa de la política –dejando a un lado las teorías conspiranoicas sobre la COVID-19. Y el fenómeno, a su vez, tiene un alcance mundial: países ricos y pobres se están enfrentando al mismo problema, si bien las condiciones de partida distan mucho de ser las mismas. Una nueva situación que ha puesto en evidencia las carencias de muchos de los líderes a la hora de anticiparse a los problemas, una de las características fundamentales en un liderazgo exitoso. Sin embargo, la mayoría de los dirigentes europeos, y me atrevería decir también del mundo occidental, recibieron, en un primer momento, el respaldo de la mayoría de la ciudadanía, en la medida que la población se ha encontrado también ante una situación sin precedentes, y temerosa de las consecuencias para su salud. Por tal motivo, hasta que no pase un tiempo, no se podrá analizar con detalle cómo las decisiones tomadas por los líderes durante la pandemia han condicionado la imagen que de ellos tenían los ciudadanos.
En cualquier caso, y como he señalado anteriormente, las situaciones de inestabilidad pueden suponer una oportunidad para el liderazgo político. La gestión de la crisis condiciona la percepción de los seguidores, los cuales pueden aplaudir a su líder, o por el contrario, quedar desencantados de su actuación. Por ejemplo, una de las causas que explica la devaluación de la imagen de George W. Bush fue su papel en el desastre del huracán Katrina (2005). En este caso, los líderes del Partido Demócrata aprovecharon esta percepción negativa para aparecer como una alternativa fiable y cercana a la población.
«Aunque pueda parecer que el liderazgo es un proceso en el que lo más importante es el líder, la realidad nos muestra que para poder sobrevivir, el líder debe rodearse de un grupo más o menos estable que pueda sostenerlo al frente de la organización que lidera».
Es usual que se asocie a los liderazgos fuertes, con su correlato de personalismo, como un indicio inequívoco de autoritarismo y discrecionalidad. ¿Esto es siempre así? ¿Analíticamente se pueden pensar atenuantes o una lectura alternativa de esta correlación?
Por lo general, cuando hablamos de un líder fuerte, imaginamos a una persona que está por encima de cualquiera, que es capaz de solucionar problemas personalmente y que los demás asienten sin cuestionarlo. Sin embargo, es mucho más frecuente que los líderes fuertes se rodeen de un grupo de afines a los que transmite poder de decisión y actuación. Se pueden identificar un “número dos” prácticamente en todos los casos. En España, por ejemplo, encontramos a Felipe González, que apareció en la escena pública acompañado por Alfonso Guerra, y por otras personalidades que estuvieron con él desde el inicio de vida política. Bien es cierto que al final de su mandato algunos de ellos ya no estaban a su lado, pero en el caso de Guerra, por ejemplo, se mantuvo junto a él durante más de veinte años.
Esta situación, empero, no impide que estos liderazgo fuertes o hiperliderazgos desemboquen en un estilo autoritario, que dificulta la aparición de otros liderazgos dentro de su organización que le puedan hacer sombra, y que a la larga perjudique a dicha organización. Siguiendo con el ejemplo de Felipe González, cuando abandonó la dirección del Partido Socialista tras su salida del Gobierno, el partido se quedó sin una cabeza visible, y pasaron varios meses hasta que se configuró un nuevo liderazgo, con muchos problemas. De hecho, las primarias celebradas para decidir quién sería el líder socialista provocaron una convulsión dentro del partido, en la medida que ganó el candidato, Josep Borrell, frente a Joaquín Almunia, que había recabado el apoyo de González y de la llamada “vieja guardia” socialista. Poco tiempo después, Borrell tuvo que dimitir como secretario general del partido, asumiendo su lugar Almunia, quien obtuvo una sonada derrota electoral frente a la derecha en las elecciones de 2000. Como dato curioso, desde 1996, aquellas personas que se han presentado a los procesos de elección de los candidatos dentro del PSOE y que contaban con el apoyo de Felipe González, terminaban perdiendo frente a otros rivales.
En definitiva, aunque pueda parecer que el liderazgo es un proceso en el que lo más importante es el líder, la realidad nos muestra que para poder sobrevivir, el líder debe rodearse de un grupo más o menos estable que pueda sostenerlo al frente de la organización que lidera.
Has dedicado parte de tus investigaciones al liderazgo de Barack Obama y sus peculiaridades ¿Qué elementos lo hicieron un caso distintivo y, a su modo, destacado? ¿Cuáles son los puntos más significativos de contraste con Donald Trump?
Cuando analizamos el liderazgo de Barack Obama, destacamos la fuerza que su biografía tenía para conseguir el apoyo de los ciudadanos estadounidenses, transmitida a través del instrumento del storytelling, muy presente en las campañas electorales estadounidenses. Él representaba un ejemplo visual de sus propuestas, es decir, cuando apostó por impulsar una sanidad universal, no tenía que recurrir a historias de desconocidos, sino que contó la historia de su madre para ilustrar la situación de muchos norteamericanos. Igual sucedía cuando hablaba de romper con el “techo de cristal” de las mujeres o de la mala situación de muchos de los veteranos –en estos casos puso de ejemplo la historia de sus abuelos, quienes habían estado muy presentes en su vida–. Pero sobre todo, él era la viva imagen de superación, de ruptura de los prejuicios raciales de Estados Unidos. Su historia conectaba con una parte muy importante de la ciudadanía, que podía verse reflejada en él. Confesó incluso que había consumido drogas, pero supo convertir esta experiencia personal en un activo para su campaña. Al fin y al cabo, él no tenía que recurrir a una historia inventada o “prestada” por lo que resultaba mucho más creíble.
Obviamente, en el liderazgo de Obama, el marketing político fue uno de los instrumentos fundamentales en su éxito. Pero este marketing político, sin una historia detrás, no hubiera servido para conseguir alcanzar la presidencia. En el caso de Donald Trump, y habida cuenta de los resultados de las presidenciales de 2020, el contexto de antipolítica y el auge de los populismos en el mundo occidental jugaron a su favor en 2016. Este contexto le permitió construir un relato de “buenos y malos”, un relato construido sobre una base de fake news que consiguió, y que aún consigue, aglutinar a un número muy significativo de norteamericanos en torno a su proyecto. Además, le benefició la desmovilización de sectores del partido demócrata que no se sintieron representados por Hillary Clinton. Las elecciones presidenciales de 2020, no obstante, han constatado que un proyecto basado en grandes promesas pero en pocas actuaciones concretas no perdura en el tiempo. Aún así, es importante señalar el apoyo conseguido y que si bien Trump dejará la presidencia, el “trumpismo” continuará durante mucho tiempo en Estados Unidos.
«El “realismo” o el pragmatismo es algo fundamental en un liderazgo político exitoso».
Una de las líderes más importantes de las últimas décadas es, sin dudas, Angela Merkel. Si tuvieras que explicarlo ¿cuáles son los rasgos idiosincráticos de su liderazgo político y las razones de su “éxito”? ¿la cuestión de género puede ser un factor decisivo en esa lectura?
Angela Merkel es ejemplo de lo que apuntaba anteriormente sobre líderes transaccionales que han conseguido un respaldo importante y un reconocimiento entre su ciudadanía, y también fuera de sus fronteras. En el poder desde 2005, se ha mantenido gracias a su capacidad de negociación, pues ha gobernado en coalición, en varias ocaciones, con el partido socialdemócrata, el principal partido rival en las elecciones, logrando un gran respaldo parlamentario. Durante su mandato, además, ha desempeñado un papel fundamental en Europa, lo que le ha permitido establecer alianzas más o menos estables con diferentes líderes europeos. Su carácter, que en un principio parecía poco atractivo –se ha caracterizado por su rostro serio, sin cercanía personal, y sin mostrar simpatías hacia líderes concretos– ha jugado a su favor, consiguiendo acuerdos tanto dentro como fuera de Alemania.
Respecto a la cuestión de género en el liderazgo, podemos señalar que ha desarrollado un tipo de liderazgo similar al de Margaret Thatcher o Theresa May en Reino Unido, tres políticas conservadoras que han desempeñado puestos relevantes en la escena pública. Pero sería arriesgado atribuirle características distintas al liderazgo ejercido por mujeres, sin tener en cuenta otros factores, como la ideología, por ejemplo. Por lo tanto, no podemos saber, sin un estudio profundo, hasta qué punto su condición de mujer ha marcado el liderazgo de Merkel.
Dedicaste tu tesis doctoral a liderazgos de cariz reformista y con centro en su imaginación política hacia el futuro. ¿Estos rasgos son decisivos para la configuración de un liderazgo o se trata, más bien, de un subtipo particular de este? ¿Cuánto importa el “realismo” en el éxito de un líder reformista?
El “realismo” o el pragmatismo es algo fundamental en un liderazgo político exitoso. En mi tesis doctoral comparaba el liderazgo de Manuel Azaña, presidente del gobierno en varias ocasiones y presidente de la República en la Segunda República (1931-1939), y Felipe González, líder del PSOE durante la Transición y presidente del gobierno en los ochenta y noventa del siglo pasado. En ambos casos, constatamos un proyecto reformista para España muy similar, pero mientras que Azaña se ciñó a los ideales defendidos durante toda su vida –democracia radical, República, reforma del Ejército…–, Felipe González adaptó sus principios a la situación española. En este sentido, por ejemplo, el líder socialista aceptó la monarquía parlamentaria, a pesar de definirse como republicano; aceptó el sistema capitalista, dejando a un lado las nacionalizaciones características del proyecto socialista; y llevó a cabo una reconversión industrial que acabó con graves disturbios obreros, pues empeoró las condiciones de trabajo de diferentes sectores de la industria española. El contexto –y la capacidad de adaptarse a él– condiciona de manera decisiva ese liderazgo visionario, que sería aquél cuyo rasgo distintivo es la configuración de un proyecto basado en la visión de futuro del líder. Así pues, y aunque compartieron una misma visión de futuro para España, podemos concluir que en el caso de Azaña, este liderazgo era más ideológico que pragmático, mientras que en el caso de Felipe González fue todo lo contrario. Y el final de ambos fue muy diferente: mientras que Azaña tuvo que enfrentarse a una guerra civil y murió en el exilio (1940) –acabando finalmente, con su proyecto de país–, Felipe González estuvo en el gobierno cerca de 14 años y pudo llevar a cabo, en gran parte, su proyecto para España.
En tu libro una de las operaciones más interesantes que proponés es imponerle una carga positiva a atributos como el pragmatismo o la ambición, muchas veces ponderados negativamente. ¿Cuán significativos son esos rasgos en Felipe González y, en general, para cualquier liderazgo político? ¿Cuáles son las implicaciones política e ideológicas de este pragmatismo, si es que las tiene?
Efectivamente, cuando hablamos de un líder pragmático, parece que se nos viene a la mente un líder que ha renunciado a sus principios. Y como acabo de decir, poniendo de ejemplo a Felipe González, ser pragmático no consiste en traicionar tus principios, sino en saber adaptarlos. Es cierto que en algunas ocasiones, esta “adaptación” supone renunciar a tus ideas, como le pasó a González con la República, pero esta renuncia se hizo para conseguir un bien mayor, como la estabilidad de un sistema político que acababa de nacer y que podía ser el marco idóneo para llevar a cabo sus principales propuestas políticas. Por tanto, en el caso de González, esta renuncia permitió alcanzar, con mayor o menor grado de intensidad, una España democrática, moderna y europea.
En cuanto a la ambición, un líder debe ser ambicioso. Si no lo es, ¿qué le mueve para alcanzar sus objetivos? Como no puede ser de otra manera, la ambición en el liderazgo no es de índole personal, es decir, no puede anhelar el poder para gloria de sí mismo, sino que lo que debe buscar el líder es el incremento de los beneficios colectivos. Así pues, la ambición favorece la aparición de la creatividad o el inconformismo, elementos que ayudan al líder a poner en marcha sus propuestas y, sobre todo, a movilizar a sus seguidores.
Por tanto, tanto el pragmatismo como la ambición convergen en liderazgos exitosos, que logran imponerse a otras alternativas más idealistas.
«La ambición favorece la aparición de la creatividad o el inconformismo, elementos que ayudan al líder a poner en marcha sus propuestas y, sobre todo, a movilizar a sus seguidores».
Pedro Sánchez parece estar, paulatinamente y no sin obstáculos, escapando a la larga sombra de Felipe González e imponiendo un nuevo liderazgo en el PSOE. Si tuvieras que describirlo, ¿Cuáles son los rasgos del liderazgo de Sánchez? ¿Cuán importante ha sido su disputa con la vieja guardia, incluido González, en esa consolidación?
La figura de Pedro Sánchez suscita curiosidad en la medida que logró alcanzar la presidencia del gobierno después de estar prácticamente fuera del escenario político. La primera vez que se presentó a las primarias del PSOE, frente a un candidato más conocido, no parecía motivar grandes simpatías entre los afiliados y votantes socialistas. De hecho, se extendió la idea –que saltó a los medios de comunicación– entre algunos de los dirigentes del partido de que “este chico no vale, pero nos vale”. Se concibió su llegada a la secretaría general del PSOE como un periodo de transición, un periodo para reconfigurar al partido frente a una opción política, Podemos, que parecía estar ocupando su espacio político. Era, en definitiva, una figura que podría ser manejada por otros dirigentes socialistas, y llegado el momento, podrían prescindir de él. Pero el contexto ayudó a sus intereses. La inestabilidad política provocó que su posición frente a su principal oponente, el Partido Popular, se revalorizara, de tal forma que Pedro Sánchez adquirió mayor relevancia, a pesar de haber conseguido el peor resultado electoral del PSOE en su historia. Frente a las presiones de la dirección del partido para apoyar la investidura del candidato popular, Sánchez se mantuvo firme en su posición contraria, por lo que abandonó la secretaría general del PSOE y dimitió como diputado. A partir de ese momento, la figura de Pedro Sánchez adquirió una mayor popularidad no sólo entre los socialistas, sino también entre la ciudadanía en general. Una parte de los antiguos votantes socialistas, que habían votado al partido de Podemos, volvieron a confiar en el PSOE. Así pues, con esa legitimidad de no haber apoyado al líder popular para ser presidente del Gobierno, Sánchez mostró su intención de volver a presentarse a unas primarias del partido, pero esta vez tuvo enfrente a una de las dirigentes más reconocidas: Susana Díaz, que por aquél entonces era la presidenta de la Comunidad Autónoma de Andalucía, el principal bastión de votos del PSOE. La mayor parte de la dirección del partido, y viejas figuras socialistas, como Felipe González, José Luis Rodríguez Zapatero, y otras tantas, apoyaron sin duda a Díaz. Parecía que la victoria sería para la líder andaluza, pero los afiliados socialistas prefirieron votar a Sánchez. Su enfrentamiento con la “vieja guardia” favoreció sin duda esta victoria, pues los militantes socialistas entendieron que los antiguos dirigentes estaban alejados de los intereses del partido, mientras que Sánchez entendía cuáles eran sus intereses y anhelos.
Su victoria en estas primarias le sirvió para configurar una dirección afín a su persona, se deshizo de los antiguos dirigentes y dejó a un lado a los “jarrones chinos” –expresión usada por el propio Felipe González para referirse a él mismo–. A partir de entonces, su liderazgo se consolidó tanto dentro como fuera del Partido Socialista. Su figura se asemejaba a la del líder de Podemos –hombres jóvenes, bien formados, y atractivos para la juventud de izquierdas– y frente a las propuestas de este nuevo partido, Sánchez reivindicó la historia del PSOE, no sólo de los últimos cuarenta años. Esto sin duda atrajo de nuevo al votante que se había marchado del partido, al que consideraban, por su trayectora, más “fiable” que Podemos.
En definitiva, la disputa con la “vieja guardia” y con la estructura anticuada del partido provocó un aumento de la simpatía de las bases socialistas hacia Pedro Sánchez. El partido se recuperó de los varapalos electorales, y finalmente, gracias a una moción de censura, el líder del PSOE llegó a presidencia del gobierno y ha sido el partido más votado en todas las elecciones celebradas desde entonces. Aunque no ha conseguido atraer a todos los votantes perdidos en los últimos años –el sistema bipartidista característico de España desde la Transición se ha transformado en un sistema multipartidista que impide alcanzar los resultados electorales de años atrás–, sí es cierto que, bajo el liderazgo de Sánchez, el PSOE se ha colocado como el principal partido del país, muy por delante de sus rivales políticos. Algo impensable cuando dimitió como secretario general del PSOE en 2016.
QUIÉN ES
Manuela Ortega Ruiz es Doctora por la Universidad de Granada. Actualmente se desempeña como profesora de Ciencia Política de la Universidad de Jaén. Sus líneas de investigación son el pensamiento político español y el liderazgo político. Entre sus publicaciones destacan Felipe González. La ambición que cambió España (Tecnos, 2015), «Mobilizing followers in the Spanish Transition to Democracy: Adolfo Suárez and Felipe González» (Leadership and the Humanities, 3 (2), 2015) y «Liderazgo y voto: la influencia de los líderes en tres elecciones autonómicas» (RECP, 31, 2013). También ha publicado otros estudios sobre el sistema político español, las políticas públicas de empleo y las élites españolas.