La caída del comunismo no trajo el fin de la historia, más bien un renovado desafío para unas democracias incapaces de tramitar sus conflictos. Democracias débiles que, a pesar de todo, siguen siendo nuestra esperanza.
“La elección a la que nos enfrentamos en la siguiente generación no es entre el capitalismo y el comunismo, o el final de la historia y el retorno de la historia, sino entre la política de la cohesión social basada en unos propósitos colectivos y la erosión de la sociedad mediante la política del miedo”.
(Tony Judt, Pensar el Siglo XX, 2010)
La caída del muro de Berlín significó al menos dos cosas que golpearon de lleno el imaginario político del siglo XX. En primer lugar, supuso la descomposición acelerada de la escatología comunista que, de algún modo, estaba presente como realidad, si no probable, al menos reguladora de la estructura del pensamiento y la acción política del siglo pasado.
Pero no bastó con esta radical inversión sino que, además, el final de la década de 1980 significó la consumación del ascenso a una velocidad insospechada de una nueva escatología revolucionaria aunque en un sentido estrictamente opuesto. Se estableció un nuevo punto de referencia de la razón política dominante: la soberanía del consumidor y el hedonismo esteticista se alzaron como el modo de vida superior y universal, ya no prometido (como la utopía comunista) sino realizado en la sociedad de mercado, la globalización financiera y la cultura pop publicitaria.
Sin embargo, entre aquel cisma y el presente, el proyecto de la globalización financiera neoliberal desarrolló un conjunto de contradicciones que han dado por tierra con la escatología imaginada en el Fin de la Historia y el último hombre por Francis Fukuyama (1992) y transmitida a todo el mundo por MTV.
Mencionemos algunas de las principales contradicciones concatenadas entre sí: 1) la pauperización creciente de las viejas clases trabajadoras manufactureras de occidente, 2) la inmigración desde la periferia hacia el centro, 3) la formación de nuevas capas de clases bajas estructurales y culturalmente enfrentadas con las clases trabajadoras, 4) el ascenso de oriente y su desafío geopolítico, tecnológico, militar, económico y cultural, 5) el incremento exponencial de la desigualdad, 6) la expansión descontrolada de las finanzas con sucesión de crisis financieras muchas veces acompañadas de casos de corrupción política y corporativa, 7) la presión creciente y agotamiento relativo de ciertos recursos naturales esenciales para la vida, 8) el estancamiento económico secular de los países centrales. Estas contradicciones han llevado el mundo político y cultural a la sensación de hastío que anuncia que “algo nuevo se avecina”.
El final de la década de 1980 significó la consumación del ascenso a una velocidad insospechada de una nueva escatología revolucionaria aunque en un sentido estrictamente opuesto. Se estableció un nuevo punto de referencia de la razón política dominante: la soberanía del consumidor y el hedonismo esteticista se alzaron como el modo de vida superior y universal.
Y en cierto modo eso nuevo llegó, efectivamente, con dos transformaciones opuestas e incluso paradójicas. Por un lado, la bancarrota de las escatologías revolucionarias (tanto comunistas como individualistas) sentaron las bases de un consenso inédito en torno a la democracia como el mecanismo principal para canalizar la articulación de los conflictos sociales (al menos en occidente) y construir los andamiajes institucionales para la solución de los problemas que se nos presentan.
Sin embargo, al mismo tiempo, la democracia occidental ha sido (nuevamente) el espacio predilecto para el desarrollo y crecimiento de identidades políticas radicalizadas que se alimentan del resentimiento, el odio y, finalmente, la violencia, para tramitar salidas que, sin embargo, no prevén horizontes de transformación radical de la sociedad y oscilan entre la férrea defensa del statu quo y la reacción a amenazas externas e irreductibles.
Así, la afirmación de la democracia, desprovista de escatología, expuso la fortaleza que supervive en su banal funcionamiento, mientras la radicalidad política, expresa, por la misma razón, su irracional supervivencia en la proyección de un impreciso y fantasmal destino.
Esta paradójica condición política, tiene su correlato en el retroceso sistemático electoral, ideológico y programático de la socialdemocracia, precisamente aquel imaginario político que observó en la democracia el punto de partida para composición de modos de vida progresivamente seculares. Entendamos por esto, a sistemas institucionales en el que clases, grupos y territorios, dominantes y subalternos, desarrollan una inagotable lucha por ser reconocidos en la construcción material y simbólica del mundo, en la que avanzan con mayor integración, grados progresivamente superiores de complejidad y progresivamente inferiores de violencia.
Los hombres y mujeres que mantienen algún compromiso moral con la democracia social no pueden sino verse interpelados por estas tendencias, y buscar alguna forma de comprensión. Tony Judt caracterizó a la socialdemocracia, como “una práctica en perpetua búsqueda de una base teórica” y, probablemente, en este contexto esta búsqueda constituya una necesidad prioritaria. Sin embargo, no hay atajo que valga, ya que cualquier explicación superficial se mostrará inmediatamente irrealista y llevará irremediablemente a la impotencia o la nostalgia. No tenemos más remedio que captar la sutil conexión que hilvana todas las tendencias, aún cuando todo intento resulte parcial, arriesgado y probablemente equivocado.
En primer lugar, debe notarse que la derrota de la escatología revolucionaria no supone necesariamente el descubrimiento del horizonte de significación moral de la democracia. Por el contrario, esta consumación puede significar, al menos en lo inmediato, la emergencia del sentimiento de una impotencia ubicua. Puesto de otro modo cuando la pulsión violenta se muestra extemporánea ante la falta de una utopía que la sustente, de ello no se sucede necesariamente el reconocimiento y la reconciliación entre clases y territorios para enfrentar las contradicciones prácticas del mundo real.
Por el contrario, la caída de la escatología, descubre a la democracia en su pura banalidad y se revela inmediatamente como un mero vacío, es decir, una nada administrativa que expone, a la vez, la futilidad de la muerte y la ausencia de un lenguaje que pueda permitirnos manejar las contradicciones sobre las que la sociedad se precipita.
¿Cuál es entonces el contenido ético esta banalidad, en donde se haya la potencia histórica de la democracia que permite su realidad y su supervivencia? Evidentemente, esto no puede hallarse en la pura negatividad sino que debe encontrárselo en el paso a lo positivo-constructivo que, por cierto, es el equivalente a la superación de toda conmoción.
Mientras a nadie razonable se le ocurre matar o hacerse matar por una escatología ideológica sin significado, el reconocimiento y la reconciliación se vuelven abstractos frente a la separación profunda de clases, grupos y territorios.
Puede ser útil recordar la descripción que Francisco Ayala hizo en 1947, en su obra Sistema de la sociología, sobre la conmoción primaria que sufren dos consciencias al encontrarse y que rara vez notamos: “Una de las vivencias más profundas a que se encuentra sometida nuestra naturaleza: la del contacto inicial con una criatura de nuestra misma condición humana que, con ello, queda conmovida y vibra hasta en lo más profundo”. Tras esta conmoción, según el sociólogo español, se pone movimiento un juego de igualdad y diferenciación en el que las relaciones clase (y que podemos extender a los grupos o los territorios) tienen un papel estructural. Sólo dos conciencias que tiene algo en común (se acoplan en alguna relación de clase/grupo/territorio) pueden abrirse tanto a la beligerancia como a la posibilidad de una reconocimiento en la interioridad recíproca.
En todo caso podemos resumir aquí que, en general, lo ético emerge en el momento en que ambas consciencias, dominante y subalterna, llegan a comprender que algo de una hay en la otra y, por lo tanto, que algo se rompe en una al precipitarse una separación y dominio de la otra. La democracia ha sido y es la realidad institucional que tiene por base este principio, pero ello no necesariamente se explicita en el manejo de lo real ya que puede transitar un tiempo puramente negativo, un tiempo de pura conmoción.
Tiempos críticos como los actuales exponen esta tensión con todo su dramatismo. Mientras a nadie razonable se le ocurre matar o hacerse matar por una escatología ideológica sin significado, el reconocimiento y la reconciliación se vuelven abstractos frente a la separación profunda de clases, grupos y territorios. En este marco el escepticismo se extiende, e incluso, al final, se asoma la guerra desprovista de todo halo, sin tropas ni honras, el dron, la biología, la bomba y la desaparición impersonal. Pero el holocausto administrativo tampoco puede realizarse sin más, puede incluso tornarse absolutamente improbable, ya que lo que domina es la conmoción, la pura negatividad, que llega al punto de separar a la violencia y al lenguaje en el manejo político de lo real, sacrificando lo sustancial de ambos.
Podría ser pensado como una suerte abismo abierto frente a nuestros pies con la misma facilidad con la que el pragmatismo ha superado la locura política del siglo XX. Un abismo que Ánges Heller en The three logics of modernity and the double bind of the modern imagination (2000) resumió como el fundamento sin fundamento que constituye nuestra libertad siendo “el arché de la vida moderna”. En torno a él nuestras diferencias se hunden, se esconden en el inconsciente, se ocultan como lo traumático y los problemas reales que enfrentamos se exponen en modo abstracto, fantasiosos, irresolubles. La democracia se afirma suprimiendo la muerte, pero enmudece, mientras que, por el contrario, la canalización de la pulsión violenta, se tramita en un lenguaje enloquecido, se torna delirio y elude así, de modo sistemático, todo lo real. La permanencia en lo negativo se consuma.
Como consecuencia, los problemas reales no pueden ser nombrados porque nuestras diferencias constituyen un trauma. La escatología revolucionaria nos permitía esta explicitación, pero a condición de hacer un llamamiento, al menos en última instancia, a la supresión del diferente. La caída del orden trascendente suprime la muerte, pero nuestras diferencias y asimetrías se tornan traumáticas e innombrables. De allí que podemos describirlo como un estado de conmoción.
Un síntoma característico puede ser observado: en este contexto temible/terrible, las personas y los colectivos valoran tanto la integridad del ego, que no pueden entregar un centímetro para hacer lugar a la realidad del antagonista y reconocer en él algo propio. Sin embargo, como contraparte de esto, el ego se vuelve tan preciado que queda castrado todo paso al acto de la violencia política, reducida a la cancelación virtual. Un suerte de farsa que decanta en impotencia.
La escatología revolucionaria nos permitía esta explicitación, pero a condición de hacer un llamamiento, al menos en última instancia, a la supresión del diferente. La caída del orden trascendente suprime la muerte, pero nuestras diferencias y asimetrías se tornan traumáticas e innombrables. De allí que podemos describirlo como un estado de conmoción.
La democracia se conserva en la noche del mundo, cancelada por su inmediata banalidad, pero por esta misma banalidad retiene la posibilidad secular de articular un nuevo orden, nuevo peldaño en el complejo camino de encuentro de la humanidad consigo misma.
La democracia se conserva en la noche del mundo, cancelada por su inmediata banalidad, pero por esta misma banalidad retiene la posibilidad secular de articular un nuevo orden, nuevo peldaño en el complejo camino de encuentro de la humanidad consigo misma. Sin embargo, con Dante, todos sabemos, o deberíamos poder reconocer, que fácil es el descenso al infierno mientras que salir de allí es la tarea, la verdadera dificultad.
Si traemos el problema, nuevamente, a las analogías que veníamos usando, se trata de superar el trauma, y quien lo haga (personal y colectivamente) se pondrá por delante y tendrá mayor fortaleza, más allá de su posición subordinada o dominante. La democracia mostrará allí su potencia ética, el reconocimiento posible. Nuevamente, diluirse en lo abstracto, en la terrible noche, es la contracara de la pura conmoción, mientras que la democracia mediando nuestras diferencias, se afirma como la potencia que el espíritu del mundo podrá arrancar a un costo que todavía no conocemos. Capitalistas, trabajadores, funcionarios, culturas dominantes y subalternas, hombres y mujeres, padres e hijos, territorios y culturas centrales y periféricas, pluri sexualidades, entre otras. Nuestras diferencias son lo real de nuestro mundo, sacarlas de lo traumático, soportando las tensiones que ello supone, es el precio a pagar que exige el paso a lo positivo-constructivo, donde podamos establecer procesualmente las pautas para tramitar los problemas reales que se precipitan.
Entiendo que compartir y volver sobre estas ideas, que tanta vitalidad han tenido y seguirán teniendo entre muchos socialdemócratas, contribuye a continuar fortaleciendo nuestro rol en la construcción de instituciones democráticas, capaces de contener el diálogo entre diferentes. Una tarea que hacemos tejiendo alianzas, en todos los niveles y en todas las direcciones, con aquellos que creen en la posibilidad del reconocimiento democrático como fuerza ética de nuestro tiempo que anida en lo que podemos llamar, siguiendo la expresión contenida en la entrevista realizada a Tony Judt algunos años antes de morir, la “banalidad del bien”.