La relación entre Alberto y Cristina es comidilla cotidiana del periodismo. El «terraplanismo periodístico» afecto a los rumores palaciegos y las especulaciones subestiman los alcances de lo político.
Se multiplican y se diseminan, digamos con un poco de ironía y bien en sintonía con los tiempos que corren, como la peste. Digo: los terraplanismos o las visiones terraplanistas que alimentan el debate público. Hace no mucho conocimos, de hecho, la versión original que da sentido a la metáfora y, quizás, la más extravagante de esta nueva modalidad de simplificación de lo que vemos y de lo que percibimos: el terraplanismo que defiende que la tierra es plana y no una linda y bella esfera con sus texturas y relieves que la caracterizan. La hipótesis, decía, es tan extravagante como imposible de ser seriamente sostenida. No voy acá a citar o mencionar el variado abanico de fundamentos que buena parte de la comunidad científica viene difundiendo para refutar semejante idea, porque por otro lado no tengo las herramientas adecuadas para hacerlo. Sólo me basta, para empezar, con restituir al menos el argumento que me parece más transparente porque puede ser comprobado por cualquiera de nosotros en la nimiedad y la cotidianidad de nuestras vidas: cuando miramos a lo lejos, sin que ningún obstáculo se interponga entre nuestra mirada y el horizonte, este último se curva. Y se curva porque, precisamente, la tierra no es plana sino una esfera. Simple pero efectivo.
Hace un tiempo subrayé, en este mismo lugar, la presencia entre nosotros de una versión, algo distinta pero en esencia de la misma estirpe perceptiva, de terraplanismo: el terraplanismo político que caracteriza a buena parte de nuestra dirigencia política y a buena parte de la sociedad civil a la que representa. Muy sintéticamente, con esta etiqueta algo barroca, pero ilustrativa, aludía al modo en el que la percepción de lo social es reducida a dos planicies, quitándole así la espesura y la densidad que lo determina y constituye. Dos planicies que responden, por supuesto, a dos visiones políticas que son el reflejo, ni más ni menos, del grado extremo de polarización política que paraliza el debate público en la Argentina desde al menos unos diez años. Algunos, apuntaba también en aquella nota, se refieren a este fenómeno que surge de la polarización política con el nombre de la «grieta». Otros, con mucha más precisión y volumen reflexivo, prefieren designarlo con el nombre de fractura (una fractura que surge, en buena medida, de la desigualdad profunda que padece el país en todas sus latitudes). Con el nombre de terraplanismo, sin embargo, la intención es subrayar un aspecto bien distinto: la cancelación o la suspensión del pluralismo, que es la matriz y el fundamento de cualquier debate y sistema político que se reclame a sí mismo democrático.
El terraplanismo periodístico tiene, en cambio, la intención de reducir la complejidad y la espesura de la política a la disputa por el poder entre personajes que, parece, nada (o poco) tienen que ver con el lugar que ocupan.
En lo que sigue quiero subrayar, en esta misma línea, la cada vez mayor injerencia en la práctica periodística de una nueva, o no tan nueva, modalidad de terraplanismo: uno que, por ende y sin mucha originalidad, podríamos designar con el nombre de «terraplanismo periodístico». Este último, a diferencia del terraplanismo político, no tiene la vocación de reducir la textura y la espesura de lo social a dos visiones que polarizan entre sí pero que, como destaqué en aquel texto, son el anverso y el reverso de un mismo fenómeno. El terraplanismo periodístico tiene, en cambio, la intención de reducir la complejidad y la espesura de la política a la disputa por el poder entre personajes que, parece, nada (o poco) tienen que ver con el lugar que ocupan. Suprimen o cancelan, para retomar la lúcida fórmula de Claude Lefort, la función simbólica del poder, del Estado y, en última instancia, de la política misma. Todo es reducido, así, a la ambición y a las miserias de unos pobres individuos tan alejados del ciudadano de a pie como de sus compromisos o responsabilidades institucionales.
El mejor ejemplo de la puesta en práctica de este terraplanismo periodístico es la crónica y los análisis que editorialistas y periodistas especializados vienen haciendo a propósito de la relación entre Alberto Fernández y Cristina Kirchner. Esta última atraviesa, según aquéllos y desde hace al menos varias semanas, una crisis relativamente profunda. Ni siquiera la foto que protagonizaron el pasado 18 de diciembre juntos con motivo del anuncio de un plan de desarrollo de viviendas y escuelas en la castigada provincia de Buenos Aires, por invitación y pleitesía de el propio gobernador Axel Kicillof, pareciera aplacar o amortiguar, dicen, los efectos y la profundidad de esta crisis. La llegada por parte de ambos en transportes y en horarios separados fue suficiente, por ejemplo, para que el centenario diario La Nación le dediqué una nota como muestra de este mal momento que atraviesa el vínculo. Un mal momento, el de esta relación personal y política, o una crisis que comienza, al menos en su estado público, con la carta que Cristina escribió hace algún tiempo subrayando, entre otras cosas, los déficits que veía en el gobierno. La frase célebre que sintetizó este desacuerdo con el Ejecutivo del que ella misma forma parte es la sentencia sobre funcionarios que -según escribía haciendo un juego de palabras- «no funcionan».
Sin embargo, y a decir verdad, no solo a este episodio se reduce esta crisis o mal momento del vínculo (que por otro lado ni siquiera ponemos en duda) cuyas lecturas terraplanistas vienen por doquier inundando diarios y portales de noticias. Por ejemplo, la decisión inconsulta del bloque oficialista del Senado de la Nación de modificar la fórmula de movilidad jubilatoria en contra de lo que el Ejecutivo, con Alberto Fernández a la cabeza, había diagramado como variable de ajuste para el proyecto que envió al Congreso, por un lado, y el apuro de Máximo Kirchner de colar en las sesiones de fin de año la discusión en torno al impuesto a las grandes fortunas que Fernández, justamente, venía dilatando, por el otro, alimentan sin dudas estas lecturas.
Así, pues, de este tire y afloje entre las dos figuras principales de la coalición de gobierno surge los nombres y las etiquetas que describen la danza que, supuestamente, caracteriza actualmente el vínculo: que están distanciados; que no se hablan o que apenas lo hacen lo mínimo y necesario; que la vicepresidenta mina y socava el poder del presidente, cada vez que puede, con sus movimientos. En fin, todos los análisis y lecturas periodísticas de la actualidad política se reducen al microcosmos enrarecido que, en teoría, prima en la relación entre ambos. Y lo político queda, así, reducido a simples rumores de pasillo.
Cristina y Alberto, entonces, no solo son dos cuerpos que ocupan un lugar que en democracia será siempre un lugar vacío y pasajero. Encarnan, sin encarnar del todo ni en forma transparente, esas mismas visiones y percepciones que la sociedad, democráticamente, es decir vía elecciones, puso allí donde están.
Ahora bien, lo que estas lecturas y análisis pierden de vista, adrede o no, es la función simbólica del poder y de la política. Porque la política y el poder, subrayaba, insisto, Lefort, en nuestras sociedades democráticas no solo constituyen la esfera en donde se toman las decisiones a partir de las cuales se administra lo social vía políticas públicas. Desde que el poder del Estado, la política o el poder político, atravesó su largo proceso que culminó en su secularización y, por ende, concretó su rechazo a los fundamentos teológicos y religiosos que lo legitimaban; la política y el poder vienen a ocupar la función simbólica que antes llenaba, precisamente, la esfera religiosa. Dicho de otro modo: con la política no solo se gobierna con una determinada red institucional a través de políticas concretas, sino que con ella se gobierna, también, nuestro acceso al mundo y se disputan, en esa misma esfera, las visiones y las percepciones que configuran tanto como representan lo social.
Cristina y Alberto, entonces, no solo son dos cuerpos que ocupan un lugar que en democracia será siempre un lugar vacío y pasajero. Encarnan, sin encarnar del todo ni en forma transparente, esas mismas visiones y percepciones que la sociedad, democráticamente, es decir vía elecciones, puso allí donde están. Las tensiones que atraviesa ese vínculo no solo son, en suma, las tensiones propias de una esfera, la de la política, en donde la puja y la disputa por el poder, «la rosca», son moneda corriente entre los personajes que, en el día a día, ocupan institucionalmente esas posiciones. Son, también, las tensiones que surgen de lo que, para volver a Lefort, el poder y la política simbolizan en democracia: perspectivas y visiones que no se reducen al cuerpo individual de los que transitoriamente encarnan ese poder institucional. Habría, pues, que leer en las complejidades de ese vínculo la profundidad de lo que en buena medida está en juego en la coalición de gobierno: el pluralismo del que se jacta, paradójicamente, el propio periodismo.