La herencia es uno de los generadores y reproductores de desigualdad más importantes en nuestras sociedades. Discutir el modo de gravarla presenta un imperativo moral y político, pero las soluciones distan de ser tan sencillas.
El impuesto sobre la herencia tiene la particularidad de exponer, quizá con mayor intensidad que cualquier otro impuesto, hondas dificultades filosóficas, históricas y políticas, que movilizan las bases morales de la vida moderna. Sobre este problema se superponen diferentes dimensiones, desde las tensiones que la propiedad privada introduce en la vida de una comunidad, hasta el rol de las relaciones familiares tienen sobre la formación de la desigualdad y su persistencia en el tiempo. El impuesto sobre la herencia supone, por esto mismo, una consideración sobre las bases mismas de la vida social con lo cual ha sido siempre un aspecto central para la tradición socialista.
Algunos momentos históricos, no exhaustivos ni, probablemente, los más relevantes, quizá puedan ayudarnos a poner el impuesto a la herencia en contexto y en relación al desarrollo de la tradición socialista, a fin de mostrar la importancia de abordar el problema en su integralidad, forjando un criterio fundado que pueda proyectar a futuro objetivos de mayor alcance.
LA HERENCIA DEL 48
A fin de establecer un punto de partida, podemos situarnos en los años de creciente conflictividad social que se precipitaron en la fase descendente del ciclo económico mundial que se desarrolló entre comienzos de la década de 1830 hasta mediados o finales de la década de 1840. Las “jornadas gloriosas” en la Paris de 1830 y la “primavera de los pueblos” en el convulsionado año de 1848 en toda Europa, fueron el escenario de una efervescencia socialista que, para entonces, superponía la furia modernista del Manifiesto Comunista de Karl Marx, con el socialismo romántico y democrático que todavía utilizaba la utopía como el recurso crítico para captar la esencia de las transformaciones vertiginosas que daban forma al mundo moderno.
La creciente desigualdad se producía concomitantemente con el crecimiento del proceso de acumulación capitalista y alcanzaba particular intensidad cuando se iniciaba la bajante económica y los desprotegidos se veían arrastrados por la crisis. En aquel entonces, los ciclos económicos eran verdaderos tsunamis que sacudían la estructura social hasta sus huesos. Este es, en definitiva, el contexto en el que el impuesto a la herencia comienza a ser justificado y explicitado con todos los atributos de un impuesto moderno.
El derecho a legar la propiedad, intrínseco a la propiedad misma, puede generar condiciones de desigualdad capaces de desarrollar una casta invisible detrás de la igualdad constitucional.
La reacción más radical la encontramos en el propio Manifiesto, allí la recomendación no tenía medias tintas: la abolición de la herencia preanuncia el futuro del proceso político comunista. Con esta abolición Marx exponía lo medular de su sistema: la propiedad privada es el origen y la base de la esclavitud moderna. La abolición de la herencia constituye así, sin forzar demasiado la cuestión, un sinónimo de la abolición de la propiedad.
Por su parte, los socialistas democráticos o románticos (según la denominación de Tarcus) en particular de inspiración saintsimoniana también verán en el impuesto a la herencia un mecanismo clave para desarticular privilegios de clase. Es decir, evitar que el origen de cuna determine una desigualdad estructural encubierta por la igualdad legal, pervirtiendo el principio de justicia básico de una sociedad que basa la recompensa en el talento, el ingenio y el esfuerzo. Estos políticos y filósofos heredaban, de algún modo, el razonamiento que la Revolución Francesa había puesto en marcha en la eliminación de la primogenitura y el intento, infructuoso por definición, de cortar la cabeza al pasado y a las relaciones familiares.
Pero podemos repasar también el problema de la herencia en la cosmovisión liberal-individualista del mundo moderno y ver allí una de las mas bonitas paradojas del pensamiento político. En los Principios de Economía Política de John Stuart Mill, publicados precisamente en 1848, se incorpora al canon del liberalismo utilitarista la necesidad del impuesto a la herencia. La evidente desigualdad estructural y el papel de la herencia en dicho proceso no escapan a la honestidad de Mill, quien no puede más que aceptar que el derecho a la propiedad privada, sin limitación alguna, puede fracturar el principio de justicia que da unidad a su sistema moral.
El derecho a legar la propiedad, intrínseco a la propiedad misma, puede generar condiciones de desigualdad capaces de desarrollar una casta invisible detrás de la igualdad constitucional. Esta fractura, esta dislocación, dirá mucho después Karl Polanyi, puede incluso arrastrar a la comunidad a una fractura interna e irresoluble.
Para resolver este problema Mill utiliza una argucia retórica sin demasiada validez filosófica. En sus Principios elabora una separación de dos derechos, el derecho a legar, irrestricto, y el derecho a recibir un legado, que puede ser limitado con fines de justicia y preservación del orden moral. No obstante la debilidad evidente de esta separación imposible es, probablemente, el modo más inteligente y pragmático que pueda esbozarse para conservar la supervivencia del fundamento individualista y corregir en términos prácticos los excesos de su intrínseca radicalidad.
La persistencia de relación familiar, y su expresión en la herencia como la objetivación de la finalidad de perpetuación del linaje, contrastan de un modo oblicuo con el igualitarismo absoluto y unilateral en el se apoyan estas tres tradiciones: sea igualitarismo individualista, comunista o estatista.
Como puede observarse en todas estas posiciones filosóficas y políticas, la herencia expresa una contradicción profunda en la medida en que en ella se observa la persistencia y la efectividad económica de las relaciones de pertenencia familiar. Ni utilitaristas, ni comunistas, ni utopistas seculares pueden tolerar filosóficamente esta situación. La persistencia de relación familiar, y su expresión en la herencia como la objetivación de la finalidad de perpetuación del linaje, contrastan de un modo oblicuo con el igualitarismo absoluto y unilateral en el se apoyan estas tres tradiciones: sea igualitarismo individualista, comunista o estatista.
No obstante, puede hacerse un contrapunto rompiendo la unilateralidad que caracteriza a los puntos de vista mencionados, sin desconocer por ello el rol que la herencia tiene y los problemas que puede ocasionar. La propia historia y la formación de las instituciones que organizarán la vida moderna van a permitir matizar estas afirmaciones radicales que terminan, simétricamente, en contradicciones insalvables y en la necesidad moral de suprimir componentes de la sociedad, o en la necesaria disolución de todo el orden social, o en cualquier otra forma de fantasía política irreconciliable con la realidad imperante.
LA HERENCIA DE LA SOCIALDEMOCRACIA
Si bien en las revoluciones de 1848 la cuestión nacional y la cuestión social se confundían parcialmente, en la fase descendente siguiente, que va aproximadamente entre 1870 y 1890, estas “cuestiones” habían alcanzado una manifestación clara y distinguible. Los Estados Nación en Europa y América se consolidaban en simultáneo, al tiempo que las clases en pugna establecían límites más marcados con la formación de sindicatos masivos y partidos de clase.
La igualdad y la desigualdad que, para los filósofos anteriores, era una cuestión de polaridad y exclusión, ahora aparecía en un nuevo nivel de complejidad, ya que se exponían implicadas mutuamente, en un emerger una de la otra, oponiéndose y conservándose, en un proceso social dinámico de conflicto y negociación, desintegración e integración.
La igualdad de los propietarios producía una desigualdad en el seno mismo de la sociedad industrial, precisamente en el control de los medios de producción; al tiempo que la igualdad de los ciudadanos producía sus propias desigualdades de estatus en el control de los medios de coacción, burocráticos, militares y de justicia. La riqueza heredada o, en definitiva, las relaciones familiares, se convertían en el trasfondo silencioso en el que estas desigualdades se sedimentaban para vencer al tiempo.
La caracterización de estas contradicciones y la observación de una sólida desigualdad estructural encuentran su voz en la emergencia del proletariado urbano que buscaba un lugar en la vida social, política y económica, así como la burguesía lo había hecho desde el siglo XVI en adelante. El espíritu de esta época se condensó con una particular claridad en la formación del Partido Socialdemócrata Alemán y su programa inicial aprobado en Gotha en 1875, el cual ponía el acento la legalización de la actividad sindical y política de la clase trabajadora, su integración a la vida cívica mediante la provisión de bienes públicos como la educación y la salud y, por lo tanto, la consolidación de la democracia como mecanismo central de articulación social de las diferencias observadas.
Sólo con la reorientación marxista del PSD, en el programa de Erfurt de 1891, el impuesto a la herencia se hace explícito. Quizá más como una objeción a la propiedad privada que como una corrección de sus excesos.
La masividad expresada en el voto y la organización sindical legalizada constituían los instrumentos de negociación que le permitían al proletariado emerger y ser reconocido, al tiempo que le sujetaba a mantener un compromiso de base con la integridad de la vida social. Incluso puede verse en este caso que el impuesto a la herencia no formó parte de aquel programa de inspiración lassallana, incluso fue eclipsado por un pedido de eliminación de los múltiples impuestos existentes y su unificación en un único impuesto sobre los ingresos.
El programa de Gotha expresaba una forma de pensamiento político que veía en la democracia, la seguridad social y la negociación corporativa los medios para componer la unidad de una Nación, articulando sus diferencias internas, y en la organización internacional la posibilidad de diálogo entre los pueblos del mundo. La unidad en la diferencia se realizaba mediante un pacto constitucional que agregaba a la condición ciudadana, la condición de votante y miembro del sindicato. Esto permitía canalizar las diferencias estructurales mediante un reconocimiento de las mismas, tal y como queda patente en la conocida conferencia de Ferdinand Lassalle de 1862, publicada en español como ¿Qué es una constitución?.
Sólo con la reorientación marxista del PSD, en el programa de Erfurt de 1891, el impuesto a la herencia se hace explícito. Quizá más como una objeción a la propiedad privada que como una corrección de sus excesos. No obstante, dicho partido mantuvo en la práctica su orientación lassallana e incorporó el impuesto a la herencia, no como un asunto separado, autónomo o reivindicativo, sino articulado con la organización de la sociedad democrática de masas.
En la realidad histórica se hizo patente este legado, cristalizado, allende las fronteras partidarias, en la propia constitución de Weimar, que intentó componer una regulación económica conjugando criterios de “justicia” con la propiedad privada y el derecho a legar, tras una exacción estatal (artículos 154 de dicha constitución). El impuesto se resignifica y expresa el intento de alcanzar la unidad en la diferencia, afirmando, por un lado, la propiedad y, por otro, los límites necesarios que recomponen la unidad de la vida en común. Esta compleja dinámica social fue interpretada e incluso elevada a teoría del Estado por Herman Heller (ver el trabajo de Leticia Vita para el caso de la constitución de Weimar), a quien podríamos considerar como uno de los principales herederos intelectuales de Lassalle, von Stein o, a su manera, de la filosofía social y política del propio Hegel.
LA HERENCIA DE LA HISTORIA
Pero más allá de las elaboraciones conceptuales, podemos ver lo que ocurrió efectivamente con el impuesto a la herencia y el rol que ha jugado en la historia reciente.
Tomando como referencia el ejemplo de los Estados Unidos es posible separar el tiempo en el que el impuesto a la herencia apareció para financiar los gastos de guerra, tanto externa como interna, y el tiempo inaugurado por el discurso de 1906 de Theodor Roosevelt, en el que, a la luz de las inequidades crecientes, se introduce en la discusión publica la necesidad de dicho impuesto por razones de justicia social. Esta discusión será la antesala de la incorporación del impuesto a la herencia en 1916 en el marco de la Primera Guerra Mundial y, luego de un conjunto de idas y venidas, el impuesto a las donaciones será finalmente sancionado en 1932, culminando el conjunto de regulaciones que limitan las transferencias generacionales.
En términos generales, este proceso marca la pauta de lo ocurrió en todo el mundo en las primeras décadas del siglo XX. El impuesto a la herencia se extendió en su implantación y elevando las alícuotas marginales, con su apogeo luego de la Segunda Guerra Mundial (con alícuotas marginales que llegaban al 90%). Estas alícuotas fueron descendiendo desde fines de la década de 1970 y hoy, considerando los mecanismos de elución, el impuesto a la herencia ha perdido completamente su incidencia efectiva. El tiempo más igualitario y próspero de la historia de la modernidad terminaba junto con dicho impuesto.
En la Argentina podemos ver procesos similares. Si bien contamos con antecedentes en los territorios provinciales y en la nación en tiempos de la Confederación Argentina, bajo el liderazgo de Justo José Urquiza, será durante la presidencia de Alvear en 1921 cuando la Argentina logre finalmente la sanción del impuesto a la herencia, en sintonía con las transformaciones ocurridas a nivel global. Del mismo modo, será la dictadura miliar en 1976 la que derogue este impuesto, nuevamente acompañando transformaciones mundiales orientadas a un proceso de amplia des regulación.
La enseñanza del siglo XX es completamente simétrica a las ideas teóricas vistas previamente: el impuesto a la herencia debe ser leído en contexto, es decir, en el marco de todo el complejo de reformas institucionales que dieron forma al Estado Social de la segunda posguerra.
Son notables las estadísticas reconstruidas por Thomas Piketty en el Capital del siglo XXI, que muestran la magnitud del cambio la en distribución tanto de la riqueza como en los ingresos, entre el comienzo de la Primera Guerra y el final de la Segunda. Estos cambios impresionantes fueron acompañados por las nuevas y crecientes alícuotas en el impuesto a la herencia, algo que también muestra el economista francés en el trabajo citado. Sin embargo, no se pueden atribuir los primeros resultados a estos cambios impositivos. Por el contrario, la caída de los flujos de herencias han estado fuertemente influenciados por los cambios en las tasas de mortalidad (que bajaron en esta misma época) y sobre todo por la destrucción de capital y patrimonio de los más ricos tanto en la Primera Guerra como en la crisis de 1929/30 y luego por las nuevas condiciones institucionales que rigieron el proceso mundial de acumulación hasta las reformas de comienzos de los ’80.
La enseñanza del siglo XX es completamente simétrica a las ideas teóricas vistas previamente: el impuesto a la herencia debe ser leído en contexto, es decir, en el marco de todo el complejo de reformas institucionales que dieron forma al Estado Social de la segunda posguerra. Podemos mencionar algunos aspectos clave como: 1) la coordinación económica en el espacio nacional e internacional basada en una profunda (y conflictiva) implicación entre el Estado, el capital y el trabajo; 2) el crecimiento de los salarios reales acompañando la productividad; 3) la masiva inversión publica y la extensa red de seguridad social provistas por el estado o las organizaciones sindicales; y 4) la regulación del sector financiero en cada país y a nivel internacional en el marco orientativo dado por los acuerdos de Bretton Woods, que permitió el acceso al crédito barato o a tasas negativas para la inversión real en las empresas y la compra de bienes durables para los trabajadores. Se trataba, evidentemente, de un sistema producción heredero de las transformaciones de comienzos de siglo, influenciado por el impacto que la guerra (1914-1945) había causado en la vida cotidiana, con su apoyatura geopolítica en el mundo bipolar de la guerra fría.
Siguiendo este argumento, podemos decir también que no fue únicamente el impuesto a la herencia lo que se desmoronó a fines de la década de 1970 y, sobre todo, luego de 1981 con las reformas liberales impulsadas por Reagan y Thatcher. La desregulación financiera, la deslocalización industrial, la desinversión publica y el estancamiento de los salarios fueron marcando un proceso de consolidación de las condiciones de desigualdad en todo el mundo occidental. En el caso de los Estados Unidos esto adquirió tonos dramáticos con: la desintegración de sus clases medias; el aumento de las tasas de mortalidad entre los trabajadores y la caída en los años de expectativa de vida; y niveles de desigualdad que llegan a situarse hoy en los valores alcanzados previos a la década de 1920.
CONSIDERACIONES PARA EL FUTURO POLÍTICO
Luego de repasar estas referencias, es posible volver pensar el significado que puede alcanzar la introducción del impuesto a la herencia para su discusión en el ámbito parlamentario por parte de un monobloque de orientación socialista democrático. Siendo la herencia en sí un punto neurálgico en el que se condensan hondas contradicciones, agravadas por la dramática intensidad que la desigualdad ha vuelto a tomar, podemos considerar ésta como un verdadera oportunidad política. No sólo para avanzar en condiciones tributarias más equilibradas y justas, sino también para proyectar la formación de una nueva base de renovados acuerdos entre clases sociales, grupos culturales y territorios, orientados a la composición de un proyecto común, articulado en torno a fines estratégicos en el marco de los desafíos que el contexto mundial nos presenta.
Los socialistas democráticos hemos llegado a comprender que la política no puede definirse sobre la base de la supresión de uno de sus componentes. Por el contrario, hemos reconocido junto al desarrollo de la historia, que la clave sigue situándose en la integración democrática de la diferencia en la unidad (con el conflicto intrínseco que ello supone). Entonces, sabemos también que una justificación del impuesto a la herencia basada en una mirada unilateral y aislada de los acuerdos estratégicos internos no sólo no tendrá ninguna efectividad, sino que incluso minará la posibilidad futura de resolver problemas típicos de las economías subdesarrolladas: la necesidad de integrar masivamente población al sistema de producción bajo condiciones técnicas y materiales más avanzadas, y el cuidado estratégico de nuestros recursos naturales finitos.
Los socialistas democráticos hemos llegado a comprender que la política no puede definirse sobre la base de la supresión de uno de sus componentes. Por el contrario, hemos reconocido junto al desarrollo de la historia, que la clave sigue situándose en la integración democrática de la diferencia en la unidad.
Debemos ser conscientes de que afrontar estos desafíos en el contexto internacional, resulta sumamente difícil, ya que nadie está dispuesto a ceder su posición gratuitamente. América Latina en general, y Argentina en particular, no pueden más que ganarse por motu proprio este derecho y eso requiere una convergencia profunda de intereses históricamente divididos.
Sería una verdadera belleza de la historia que una discusión impositiva, y en particular sobre el filosóficamente polémico impuesto sobre la herencia, sea la punta de lanza de una recomposición del dialogo social y económico en la Nación más austral del mundo, estancada durante más de cuatro décadas en una división profunda y paralizada frente a el enorme potencial que podría desplegar.