Análisis que solo son descalificaciones, opiniones plagadas de agravios, filósofos convertidos en profetas del odio.
Jauretche tituló «Los profetas del odio» a un ensayo en el que descerrajó toda su furia contra intelectuales que en lugar de aportar a los procesos de autonomía material y cultural del país, se opusieron con enorme virulencia a los gobiernos populares, especialmente del peronismo, desde posiciones notablemente cerradas.
(Como nota al pie vendría bien que, algún día, el peronismo reconociera que ese odio fue alentado desde la acción de gobierno, con medidas arbitrarias, autoritarias y muchas veces violentas, que solo podían alimentar aún más esa virulencia, y que el propio Jauretche cuestionó internamente. Hay mucha documentación sobre ambos costados de este asunto, que quizás en alguna otra nota valga la pena profundizar).
Creo que una buena definición de “profetas del odio” es precisamente aquellas personas que alientan la convicción de que «del otro lado» son todos despreciables, insalvables, irrecuperables.
Pero lo que quiero hoy es recuperar la expresión. A mí me gusta usarla. Y no quiero dejársela a figuras de escasa monta, que vienen usurpando desde hace años no solo el nombre de Jauretche sino también los títulos de sus libros. Eso sí: me tomo la libertad, a diferencia de Jauretche, de emplearla en una acepción más amplia, que afecta a distintos campos de la vida política argentina. Porque también tengo otra diferencia con Jauretche: no creo que el Pueblo, la Patria y la Nación (esas ficciones en las que a muchos les gusta creer, o necesitan hacerlo) sean propiedad de un solo movimiento politico o social; noción que parecen profesar a ambos lados de la grieta, esa división trucha que nos imponen.
Es más, creo que una buena definición de “profetas del odio” es precisamente aquellas personas que alientan la convicción de que «del otro lado» son todos despreciables, insalvables, irrecuperables. De lo cual se deriva, tarde o temprano, el corolario setentista de que la unica solución al conflicto es que el otro, el opuesto, desaparezca. Aunque el discurso en uso diga otra cosa, esa convicción hace que no haya posibilidad de un espacio en común. Tarde o temprano (y más allá de en qué forma se exprese) eso concluye en una palabra tenebrosa: guerra.
Yo no creo en ese maniqueísmo que desde hace mucho arruina la política argentina. En parte por lo que uno ha leido, en parte por lo que uno ha vivido. Por caso, hemos visto privatizar y después reestatizar y en ambos casos hacerlo de manera muy trucha, favoreciendo a amigos y familiares, en gobiernos del mismo partido. Hemos visto a legisladores que celebraron el desguace de empresas del Estado aplaudir años después la recreación de esas mismas empresas del Estado. Incluso hemos visto afirmar A y la negación de A en poco tiempo a las mismas caras, a la misma figura.
Si nos vamos al pasado un poquito más remoto, algunos nos quieren hacer creer que esa división trucha que hacen («Pueblo versus Antipueblo» o cosas asi) viene desde siempre, desde mayo de 1810, y que cada división histórica (unitarios versus federales, radicales contra conservadores, peronistas contra radicales, kirchneristas versus «el campo», etc) son todas versiones de aquel clivaje original. Hay muchos posibles ejercicios para refutar ese bolazo, pero uno de los que más me gusta es mirar la historia y pedirles a los defensores de la grieta (o clivaje, o como le quieran llamar) que ubiquen en ese campo dual a Moreno o a Belgrano o al propio San Martín (el primero se opuso a que el interior se sume a la Junta, el segundo era monárquico, el tercero era masón y antifederal). ¿Son de los «buenos» o de los «malos»?
Vuelvo, porque no me quiero dispersar. Un par de domingos atrás hojeo La Nación y me encuentro con este párrafo, del filósofo Santiago Kovadloff, citado por Jorge Fernández Díaz. Qué cosa. Siempre me arrepiento después de leerlo: las columnas de estas personas –indudablemente inteligentes, formadas, instruídas– están ganadas por un odio emocional que les impide siquiera guardar las formas y que los convierte en el espejo deformante de lo mismo que cuestionan.
Véase cómo concibe el filósofo Kovadloff a las personas partidarias del kirchnerismo: para él hay dos posibilidades, o son ciegos o son cínicos. No hay otra chance. Nadie en su sano juicio –intelectual y moral– está diciendo Kovadloff, puede adherir a ese movimiento politico. O está «ciego» (su juicio intelectual está obturado) o es «cínico» (su juicio moral es nulo).
Es buen momento, creo, para recordar lo que sugería Spinoza: si queremos comprender, es necesario hacer el esfuerzo de dejar de lado el odio (y también el amor).
No puedo evitar preguntarme: ¿en serio pensará eso Kovadloff? ¿Es que no tiene ninguna persona conocida, ninguna amistad, ningún pariente que adhiera al kichnerismo y no entre en ninguna de sus categorías? ¿Qué capacidad de abstracción tiene un filósofo que no puede siquiera suponer que haya gente lúcida y recta que respalde a ese movimiento porque, seguramente, tiene perspectivas diferentes a las de él? ¿No hay un profundo componente autoritario, antidemocrático, intolerante, en considerar que todos, absolutamente todos, los que adhieren a una determinada cofradía partidaria?
¿Qué diálogo se puede construir en un país en que hasta los filósofos están ganados tan hondamente por el odio que les impide el juicio?
Es buen momento, creo, para recordar lo que sugería Spinoza: si queremos comprender, es necesario hacer el esfuerzo de dejar de lado el odio (y también el amor. Para ese gran pensador, ambas pulsiones son enemigas del entendimiento).
No vendría mal que lo recordara el filósofo Kovadloff, para dejar de actuar como un profeta del odio.