Las restricciones han venido con la pandemia, los gobiernos no cuentan con mayores repertorios de acción que coartar la movilidad y libertades de sus ciudadanos. La pregunta por la democracia carece de respuestas fáciles y en este contexto mucho más: la vida está en juego.
Revestido pero, en esencia, el mismo. Junto con la amenaza, concreta y ya no solo latente, de la segunda (tercera o cuarta) ola de coronavirus (según el lugar en el que nos encontremos, va de suyo), el debate en torno a las medidas sanitarias y a los derechos que estas últimas restringen parece volver a impregnar, lentamente, la discusión pública. Ningún país democrático está exento, se nos dice, de la encrucijada que ese debate encierra para la democracia.
El nudo o el corazón de ese debate permanece, sin embargo, intacto: ¿Son las restricciones sanitarias una amenaza para nuestra vida democrática? ¿Más restricciones significa, en una palabra, menos democracia?
Las apelaciones al autoritarismo, algunas incluso representadas bajo el desgastado símbolo del comunismo, como bien lo demostraba una de las pancartas que alzaba una joven en California, EEUU, al principio de la pandemia (social distancing is communism, se podía leer, con un sentido de la estética perfecto, en aquella imagen que rápidamente se viralizó por las redes sociales), los llamados a la defensa de la libertad y la República, las advertencias sobre las amenazas de los remanidos excesos populistas, y la voces en contra de la mayor injerencia del Estado en nuestra vida cotidiana (vía la prohibición de reuniones sociales, de encuentros en lugares privados, etc.), parecen volver a ocupar el primer plano de los argumentos en contra de aquellas políticas.
Revestido -decía- pero el debate sigue siendo, en esencia, el mismo. Porque si bien la oportunidad para denunciar la emergencia de un nuevo tecnototalitarismo vía algoritmos, o de sacar a relucir viejas teorías sobre la excepcionalidad de una nueva suspensión del orden jurídico (cuya pertinencia ya hemos discutido en otro lado), ya pasaron a un segundo o tercer orden con el avance y la evolución de los hechos y, sobre todo, de las muertes, el nudo o el corazón de ese debate permanece, sin embargo, intacto: ¿Son las restricciones sanitarias una amenaza para nuestra vida democrática? ¿Más restricciones significa, en una palabra, menos democracia?
La efervescencia y el calor con el que este debate es, desde el inicio de la pandemia, abordado es, a pesar de algunos argumentos trasnochados, justificado. Los diversos derechos -decía- que afectan las políticas de cuidado (la libertad de circulación, de reunión y de comercio e, incluso, el derecho básico acceder a la educación, esmerilado por la puesta en práctica de la modalidad virtual de esta última o por su suspensión, ya sea parcial o transitoria) afectan uno de los pilares más básicos y fundamentales, sino el pilar más básico y fundamental, de nuestra democracia: el de los derechos humanos. Desde la Revolución Francesa (y uno podría aquí agregar también, desde la Revolución Americana) estos derechos son mucho más que un privilegio estamental, un designio de origen divino o una arbitrariedad de las circunstancias o las condiciones sociales: son derechos humanos, es decir, inalienables y extensibles a todos los hombres y mujeres que habitan el planeta tierra (independientemente de su pertenencia o no a una comunidad política determinada: una vieja discusión en la teoría y la filosofía política que, por el momento, dejamos de lado). Contra la denuncia, típicamente marxista, de su formalidad abstracta, de la ilusión política que esta formalidad abstracta esconde o arrastra, los derechos humanos, consagrados primero en la Declaración del Hombre y del ciudadano de 1789, y luego ratificada en su esencia y completada por la Declaración Universal de 1948 por la ONU, constituyen, como bien señalaba Lefort, los principios generadores de la democracia como régimen político. De allí, por ende, la efervescencia y el calor, decía, pero también la radicalidad y la importancia que alcanza la discusión pública en torno a las medidas tomadas por los Estados en contra de la pandemia.
No solo se trata, para tomar el caso de uno de los derechos afectados más paradigmático, de la vana defensa de la libertad, que mucho sostienen en contra de las restricciones sanitarias, producto del individualismo y el egoísmo galopante que caracteriza nuestra época: junto con ello, aquéllas parecen atacar el centro mismo del imaginario político y cultural que organiza nuestra vida colectiva (por lo menos, bien lo sabemos, de aquel que organiza la vida colectiva de los países democráticos). De hecho, y sin ir más lejos, estos derechos forman parte de la mayoría de las cartas constitucionales de los Estados occidentales (Argentina incluida, por ejemplo), alcanzando el más alto valor que el orden jurídico moderno le asigna a sus diferentes leyes y textos legislativos.
Si la democracia es el régimen político que, como bien señalaba Tocqueville, nos iguala en condiciones y posibilidades, la igualdad primera y fundamental es la igual oportunidad y posibilidad de vivir y de formar parte, como tal, es decir como cuerpo vivo, del cuerpo social y del cuerpo político.
El interrogante, entonces y más allá de las chicanas y la pobreza argumental de algunos sectores, por ejemplo, de la política local, es ora más que pertinente: ¿Son -insisto- las restricciones sanitarias un peligro para nuestras democracias? La respuesta no es en absoluto sencilla, no admite de hecho absolutos (un sí o un no rotundo), por momentos se vuelve opaca y tiene los matices y la porosidad propia de los grandes desafíos epocales y de nuestro tiempo.
Podríamos, entonces, empezar por lo obvio que suele ser, al mismo tiempo, lo menos visto o percibido (algo que, por otro lado, alegóricamente el viejo Edgar Allan Poe supo describirlo en ese célebre cuento, tan leído como analizado, La carta robada): la irrupción de la pandemia produce, necesaria e inherentemente, un conflicto de derechos cuya resolución es, como todo conflicto de estas magnitudes, imposible. Porque al afectado derecho humano a la libertad de reunirse y circular, de comerciar y disponer libremente de la propiedad privada, y de acceder a la educación en forma irrestricta, se le opone otro que, si los Estados se quedaran sin hacer nada, se vería igual o más seriamente afectado. El derecho humano a la vida o, mejor aún, a que esos Estados protejan la vida de sus ciudadanos (de allí, si se quiere, la visibilidad que en este último tiempo alcanzó ese término tan mal tratado por el paradigma de la biopolítica: la salud pública). La soberanía, dicho de otro modo, no solo es, como la perciben muchos, una forma de gestión de los cuerpos en un territorio determinado: es también una de las garantías de que aquel derecho sea ejercido y respetado en forma igualitaria. He aquí, por ende, una primera respuesta: si la democracia es el régimen político que, como bien señalaba Tocqueville, nos iguala en condiciones y posibilidades, la igualdad primera y fundamental es la igual oportunidad y posibilidad de vivir y de formar parte, como tal, es decir como cuerpo vivo, del cuerpo social y del cuerpo político.
Existe, sin embargo, una segunda respuesta que, a mi juicio, revela en buena medida el carácter o, mejor aún, el gesto democrático -volveré enseguida sobre esto- de las medidas sanitarias. Y es la apertura simbólico-democrática de las que ellas son testigo y, si se quiere, su acto más fiel y paradigmático. El proceso que posibilita esta apertura simbólico-democrática es lo que Lefort llamó, en varios de sus textos, «la desincorporación del poder» que, precisamente Revolución francesa y Declaración de los derechos humanos mediante, hizo posible la separación del poder y de la ley, es decir, la separación del poder político del cuerpo del rey y la institución de ese poder como lugar vacío, imposible de encarnar o de ser encarnado por ningún cuerpo o individuo.
El mecanismo que, en efecto, constituyó una de las aristas fundamentales de este proceso fue el pasaje hacia una forma relativamente inédita del Derecho: la ley escrita que, justamente, la Declaración de 1789 inaugura con el texto sobre la existencia de los derechos humanos, por un lado y, por el otro, la forma que ese texto, el tipo de escritura que esa ley escrita también inaugura: esa especie de “escritura sin autor”, abstracta, carente de centro o de sujeto empíricamente encarnable o capaz de ser corporizado en un individuo concreto (nuevamente el Rey, el príncipe, o sus “legítimos” representantes en la tierra). Esta abstracción y este centro incontrolable que el derecho moderno (es decir democrático), a partir de la Declaración de 1789, tracciona la escritura de la ley (y su sistema correlativo de oposiciones que conocemos como Estado de derecho), que tanto molestaba al joven Marx en ese bello texto, en Sobre la cuestión judía, de mediados del siglo XIX, es lo que habilita la reinterpretación de la norma y de esos derechos, su actualización y su reactualización por la sociedad misma. Todas las luchas sociales y políticas del siglo XX, que en nombre de esos derechos transformaron e hicieron de las distintas sociedades, sociedades más igualitarias y democráticas (o que simplemente las consagraron como tales, como las luchas que, en contra de los totalitarismos realmente existentes, se llevaron a cabo), son el producto de esa apertura simbólica, de esa apertura de sentido, que aquel texto de 1789 hace posible.
Ese gesto democrático es solo un gesto y debe ser llenado, para permanecer en su carácter democrático, con prácticas y políticas que no lo cancelen o lo dejen simplemente vaciado de contenido e hipostasiado por la fascinación estatalista de la mayor intervención del Estado.
Ahora bien: esta apertura simbólico-democrática que este texto crucial de nuestra época habilita es consustancial -decía- a la indeterminación (a la abstracción) del sujeto portador de esos derechos: la humanidad (o el hombre, críticas feministas a un lado, pues es ese mismo texto es el que habilita la segunda Declaración -la de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana- de 1791 hecha por la escritora francesa Olympe de Gouges y las luchas feministas que, en nombre de esa igualdad primera, lo sucedieron y hoy en día lo reactualizan). Y allí está, entonces y para volver a nuestro argumento, el gesto democrático de las medidas sanitarias que los diferentes Estados de los países democráticos llevan a cabo: por un lado, en la protección del derecho a la vida en nombre de la humanidad de la que todos formamos parte -“cada vida, decía Angela Merkel hace algunos meses, en nuestra comunidad cuenta”- y, por el otro, en la necesaria incorporación de ese conflicto de derechos, que esa apertura simbólica hace posible, a la vida institucional de nuestras sociedades (protestas y manifestaciones mediante).
Por supuesto que ese gesto democrático es solo un gesto y debe ser llenado, para permanecer en su carácter democrático, con prácticas y políticas que no lo cancelen o lo dejen simplemente vaciado de contenido e hipostasiado por la fascinación estatalista de la mayor intervención del Estado. Me refiero, por ejemplo, a la implementación de políticas sociales y de contención económica que, justamente muchos Estados, están llevando a cabo para paliar las consecuencias negativas de semejante “parate” en la actividad principal de muchos trabajadores y trabajadoras que se ven seriamente afectados en sus ingresos por estas medidas. Lo mismo corre, en efecto, para la tentación autoritaria, que antes mencionábamos, de algunos jefes de Estado y para los excesos que se derivan de la violencia institucional tan propia de nuestra historia latinoamericana. Pero el gesto democrático que estas medidas encarnan -insisto- está allí como posibilidad bien concreta para que más restricciones no signifiquen menos sino más democracia.