El estallido en Colombia como respuesta a las reformas impulsadas por Duque precipitaron un escenario de violenta represión e incertidumbre política. Un gobierno debilitado y un escenario incierto abren la pregunta sobre el futuro político, entre la violencia y la desigualdad.
La política colombiana ha vuelto a las noticias: un anuncio, protestas, represión. Una democracia fatigada, atravesada por la violencia y la desigualdad, con un vecino que ha servido de fantasma, reflejo y pretexto. Puede que el conflicto desatado haya tenido, en concreto, sus factores coyunturales y la chispa que precipitó los acontecimientos, pero está claro que hay causas más profundas y de largo aliento. ¿Cuánto perdurará la conflictividad social? ¿Se espiralizará la violencia ¿Podrá consolidarse, de la movilización, una alternativa política al uribismo y a Duque?
Muy activo en sus redes sociales, el economista Luis Fernando Medina Sierra viene reflexionando sobre los acontecimientos en su país de origen, con preocupación e interés por el devenir. Con foco en las múltiples causas del conflicto, el problema de la violencia y desigualdad estructural en los posibles, el «factor Venezuela» y los posibles escenarios políticos y sociales que se abren en Colombia, conversamos con él para La Vanguardia.
¿Cuáles son las causas estructurales y cuáles los elementos contingentes que explican el estallido en Colombia, la movilización popular y, finalmente, la virulenta represión? ¿La pandemia es un factor decisivo o solo un factor más de muchos?
Como siempre, cualquier evento de esta naturaleza tiene causas inmediatas y causas remotas. En este caso, el detonante inmediato fue el intento del gobierno Duque de pasar una reforma tributaria. Esa reforma tuvo una pésima recepción en la opinión pública y, de hecho, ya tuvo que ser retirada por el mismo presidente. Ahora bien, si se mira con detenimiento el asunto, se ve que hay matices muy complejos que no caben en una caracterización simplista. La reforma tenía varios objetivos al mismo tiempo y por eso su caída va más allá de un simple rechazo a los impuestos. Veamos. Un primer objetivo era aumentar el recaudo tributario supuestamente para enviar un mensaje de tranquilidad a los mercados financieros tras la pandemia. De entrada, el solo hecho de que se haya planteado esa necesidad ya dice mucho sobre los límites del sistema actual. Si es verdad, como argumentaba el gobierno, que justo ahora era necesario aumentar impuestos para defender la calificación de la deuda colombiana, entonces estamos ante un sistema de financiación perversamente procíclico que obliga al país a «apretarse el cinturón» en los peores momentos. Yo creo que el gobierno exageró. No parece que la situación fuera tan alarmante. Pero esa exageración ya dice mucho: tenemos un gobierno que está excesivamente preocupado por los mercados internacionales y más bien poco por los gravísimos problemas sociales del país.
«En cierto modo, la movilización popular de estos días es la continuación del ciclo de protestas que hubo en el 2019. Por eso no sorprende que se vean los mismos patrones de antes, aunque ampliados. Es decir, protestas muy intensas de la población y niveles de represión escandalosos por parte del gobierno».
El segundo objetivo de la reforma era lograr un viejo sueño de los economistas colombianos: aumentar la base tributaria. En principio, esto bien puede ser un objetivo progresista y así lo señalan repetidamente los economistas afectos al gobierno. Pero esto nos lleva a otro debate de fondo. En Colombia el sistema tributario depende cada vez más de impuestos indirectos. Eso hace que cualquier intento de elevar el gasto público (por ejemplo, para programas sociales) tenga que hacerse a través de impuestos con un componente regresivo muy marcado. Entonces el gobierno responde tratando de poner en marcha un mecanismo de devolución del IVA que aún se encuentra en desarrollo. Podemos hablar por días enteros sobre los detalles técnicos de este sistema pero hay un problema estructural más de fondo: el Estado del bienestar colombiano (y esto es común al neoliberalismo latinoamericano) se ha venido construyendo sobre unas bases políticas muy frágiles. Como la idea central era desregular la economía, entonces, la redistribución al interior de las empresas, que fue la base del Estado del bienestar europeo, quedó prácticamente excluida por diseño. Entonces, los mecanismos de redistribución son transferencias del gobierno financiadas por impuestos indirectos. De esta manera, solo hay tres formas de expandir el Estado del bienestar: o a través del rama judicial (como ha ocurrido en Colombia donde la cobertura de salud ha crecido a partir del uso de la figura jurídica conocida como «acción de tutela»), o a través del clientelismo local, o a través del poder ejecutivo central. Nunca a través de la concertación con fuerzas ajenas al Estado.
Si juntamos estos dos puntos, nos encontramos con que Colombia entró a la crisis de la pandemia en una situación muy vulnerable. El último quinquenio ha sido económicamente menos que mediocre. El crecimiento del PIB per capita ha sido cercano a cero. A eso hay que sumarle que la economía colombiana desde hace década tiene desempleo promedio de más del 13%, y niveles de informalidad altísimos.
Súmale a todo esto dinámicas locales como la de Cali: una ciudad muy golpeada por el proceso de desplazamiento interno, fruto del conflicto armado y el foco de una región donde los grupos indígenas se han vuelto cada vez más asertivos en el reclamo de sus derechos. Si añades la presencia del narcotráfico y el paramilitarismo (que en Colombia siempre han ido juntos), el resultado es el coctel explosivo que hemos visto en estos días con gente de las clases altas de Cali atacando físicamente a grupos indígenas.
En cierto modo, la movilización popular de estos días es la continuación del ciclo de protestas que hubo en el 2019. Por eso no sorprende que se vean los mismos patrones de antes, aunque ampliados. Es decir, protestas muy intensas de la población y niveles de represión escandalosos por parte del gobierno. El ejército colombiano, no lo olvidemos, viene de pelear en una guerra civil. Por tanto, todavía opera con la doctrina militar de dicha guerra, una doctrina que ve las expresiones de disenso como una amenaza existencial para el país. Un pequeño ejemplo que ha pasado un poco inadvertido en medio de todas las noticias: hace unos días, a raíz de un tweet del expresidente Uribe vinimos a saber que la universidad militar ha invitado en el pasado a un conocido activista neonazi chileno a dar conferencias donde, en resumen, describe todas las protestas sociales en América Latina como parte de un gran complot internacional. Un ejército que ve así las cosas, es natural que reaccione con la violencia con la que ha reaccionado cuando ve protestas callejeras.
A esto hay que sumarle algo más (perdón por seguir apilando factores, uno de encima de otro): tras décadas de debilitamiento de las organizaciones sociales en Colombia, a veces por los cambios económicos, a veces por la violencia represiva de la que son objeto, este tipo de estallidos sociales terminan siendo bastante desorganizados. Por eso se generan dinámicas francamente delincuenciales en algunos casos. Yo no creo, y en esto debo ser muy, muy enfático, que esos hechos justifiquen la desmedida reacción del gobierno o que haya cierta equivalencia entre los actos cometidos por ciudadanos y las violaciones a los derechos humanos perpetradas por las fuerzas constitucionales. Pero no hay duda de que esto hace que los hechos sean aún más caóticos. Afortunadamente, creo ver señales en los últimos días de que la movilización está adquiriendo algo más de cohesión interna y de capacidad de coordinación. Eso puede ayudar a que cada vez haya menos episodios violentos que la debiliten. Es el precio de tener que reconstruir en cuestión de días toda la estructura de movilización que se vino desmoronando durante años.
¿Cómo se conjuga la larga historia de violencia, estatal y paraestatal, con las profundas desigualdades hasta el momento soslayadas? ¿Se dio una eclosión de ambos elementos en la actualidad? ¿Cuán disruptivas son estas movilizaciones en la política colombiana?
Parte de esta pregunta creo haberla ya respondido pero diré algo más. Como tú bien señalas, la desigualdad y la violencia en Colombia han sido prácticamente dos caras de una misma moneda. Aunque Colombia tiene sobre el papel instituciones democráticas muy buenas, en la práctica la violencia, tanto estatal como paraestatal, se han encargado de desnaturalizarlas de manera que los supuestos canales de participación que podrían ayudar a reducir las desigualdades o están bloqueados o simplemente destruidos.
Puesta en perspectiva histórica, la movilización de estos días sí es inusualmente grande y tiene potencial de marcar un fin de ciclo en Colombia. Es prematuro decirlo. Acordémonos de que el impacto de las movilizaciones sociales a veces termina siendo mucho menor del esperado (como por ejemplo en Egipto tras la «primavera árabe») o solo se viene a notar más adelante (pasaron casi tres años entre el 15-M español y el surgimiento de su expresión política en Podemos). Pero sin aventurar ningún pronóstico sí es verdad que hay muy pocos precedentes para esto.
Con respecto al escenario político, Colombia ha sido leída como el contraejemplo de Venezuela, una especie de cordón sanitario ideológico y político al chavismo, y socio confiable de los Estados Unidos. ¿Colombia y sus elites dirigentes han sido blindadas por esos poderes internacionales? ¿Cuánto ha impactado el tópico venezolano en la política doméstica?
El impacto de la crisis venezolana ha sido enorme. Su influencia ha operado en dos planos: uno ideológico y otro material, tangible. Ideológicamente, la derecha colombiana ha vuelto a hacer lo que mejor sabe desde hace un siglo: culpar a enemigos externos de todos sus males. Antes fue el bolchevismo, luego el castrismo y ahora el «castrochavismo.» Más allá de eso, gústenos o no, es muy comprensible que el desastre venezolano envenene el debate público. La inmensa mayoría de la población en cualquier parte del mundo le presta apenas una atención esporádica a los temas políticos. Entonces, cuando el gobierno que más se empeña en llamarse a sí mismo socialista incurre en los errores, arbitrariedades (y hasta crímenes) que comete el gobierno venezolano, es muy difícil para la izquierda entrar a explicar a un ciudadano de a pie todos los matices y complejidades históricas del proceso venezolano. Yo quisiera que no fuera así, pero es así y tenemos que aceptarlo.
«Aunque Colombia tiene sobre el papel instituciones democráticas muy buenas, en la práctica la violencia, tanto estatal como paraestatal, se han encargado de desnaturalizarlas de manera que los supuestos canales de participación que podrían ayudar a reducir las desigualdades o están bloqueados o simplemente destruidos».
El otro impacto de la crisis venezolana, el impacto material, viene por la migración. Miles (al parecer millones) de venezolanos han llegado a Colombia, un país que no estaba acostumbrado a recibir inmigrantes. Muchos de ellos, como es de esperar, vienen en una situación económica muy difícil. Esto da lugar a fenómenos de explotación, mendicidad y delincuencia. No solo le pone un peso adicional al ya débil sistema de protección social en Colombia sino que además propicia el surgimiento de manifestaciones xenófobas. La xenofobia en Colombia, sobre todo hacia Venezuela, siempre ha estado latente. Lo que pasa es que no se manifestaba mucho porque simplemente no había muchos extranjeros. Pero ahora se empieza a ver.
Si me lo permites, aunque no me lo estás preguntando, aprovecho esto para hacer un comentario relacionado. Como colombiano debo decir que toda esta crisis nos debe hacer reflexionar sobre un gran fracaso colectivo: la proliferación del odio al otro. No soy de las «beaux âmes» que creen que esto es resultado de un mal que se abatió sobre nosotros llamado «polarización.» Algo de eso hay, pero también es el legado de prácticas que vienen de las élites del país: es desde arriba que se han venido propagando discursos racistas, machistas, clasistas y que, sobre todo tras la irrupción del narcotráfico, se han mezclado con la tolerancia de, y a veces invitación a, la violencia. Basta pasar unas cuantas horas en las redes sociales para ver personas de las élites, personas a las que el país les ha dado todo, comportándose de una manera que francamente, a mí como colombiano me enferma. Es algo que va más allá de cualquier ciclo electoral. Es un problema de largo plazo que no se va a resolver en cuestión de unos meses. Pero no se puede ignorar.
¿Por qué la izquierda colombiana, más allá de algunos momentos muy específicos y acotados, no ha logrado hacer pie en la política nacional? ¿Esta situación abre una brecha para la consolidación de un espacio de izquierda más potente, ya sea con Gustavo Petro a la cabeza o con otro liderazgo?
Podríamos llenar varios ejemplares de la revista con los males que aquejan a la izquierda colombiana desde hace muchísimos años. Por eso, en lugar de responder con toda la larguísima lista de factores, más bien diré que, dados todos los problemas que tiene, más bien sorprende su buen estado de salud. En este momento las encuestas dan a Petro como el indiscutible líder de cara a las elecciones del 2022. Yo prefiero ser muy cauto en esto. En cualquier país del mundo, unas encuestas hechas un año antes de las elecciones dicen tanto como un informe meteorológico sobre el clima del año entrante. Pero más aún en Colombia y sobre todo en esta situación tan cambiante. Petro lo tiene muy difícil para llegar a la presidencia. Pero creo que tiene a su favor algunos factores que no tenía en el 2018. Primero, lo que creo que ya podemos calificar sin ambages como la debacle del uribismo, segunda temporada. El malestar que se percibe ahora apunta a un fin de ciclo, a que ya el uribismo no se puede reflotar simplemente con otro candidato fotogénico. Segundo, en estos días veo muchos centristas pidiendo diálogo y consenso. Pero en este momento el gran obstáculo a dicho diálogo y consenso es el núcleo duro del uribismo y parece que muchos lo están entendiendo así. Si uno mira lo que serían las bases del famoso consenso centrista, ve que la izquierda colombiana hace mucho que las aceptó o está muy cerca de aceptarlas. Porque, como ocurre en tantos países de la región, en estos tiempos buena parte del discurso de la izquierda es simplemente pedir que se termine por fin con la tarea de humanizar un poquito el capitalismo. Entonces, espero que el centrismo colombiano saque de esto la conclusión obvia: la única forma de que, de verdad, haya consenso en Colombia es derrotando de manera contundente en el 2022 al uribismo. Es que en ese consenso caben conservadores. Yo le he oído cosas sensatas y razonables a conservadores colombianos. Lo que no se puede es tener un consenso con sectores políticos que, con tal de defender sus intereses, están dispuestos a seguir sumiendo al país en la violencia.