Intelectual público, circunstancial funcionario, profesor, pero, al fin y al cabo, escritor. Su estilo emblemático, prolífico, desbordante, quizá desordenado. Horacio González se fue, pero su escritura queda.
Podría, sin dudas, comenzar diciendo lo obvio que no es, de ningún modo, lo menos importante: que fue -es- uno de los representantes más ilustres de esa tradición tan propia, singular -aunque no exclusivamente- de la cultura argentina: el ensayismo que supieron, como él mismo supo hacerlo en estricta continuidad con esa tradición única, forjar escritores de la talla, ni más ni menos, que de Sarmiento, Lugones, Scalabrini Ortiz. Podría, incluso, destacar y remarcar su compromiso intelectual con la reflexión crítica y siempre atenta a los interrogantes y mucho menos a las certezas. Podría, también, porque así lo fue, resaltar su vínculo constante, intenso y duradero con los debates públicos más importantes de su época (fundó, por caso, Carta Abierta, junto con tantos otros, en uno de los momentos políticos bisagras de las últimas décadas: el conflicto entre el gobierno de Cristina Kirchner y el campo). Podría, para ir aún más lejos, subrayar su vasta y difícilmente abarcable tarea docente en diversas Facultades, no solo de la Argentina sino del mundo (dio clases como profesor invitado en la Universidad de Paris VIII, Francia, en la Universidad de San Pablo, donde hizo también su doctorado, en Brasil, y la lista sigue). Pero no. Quisiera dedicarle estas breves líneas a aquello que, desde mi primera lectura, conmovió mi mundo sensible como pocos lo han hecho: su escritura.
Horacio González, sus textos, eran una topadora expresiva. No aceptaban lectores perezosos ni lecturas hechas a medias tintas. Leer un texto de Horacio González significa, hoy como ayer, entrar en una experiencia de la que difícilmente alguien pueda salir indemne.
Horacio González, sus textos, eran una topadora expresiva. No aceptaban lectores perezosos ni lecturas hechas a medias tintas. Leer un texto de Horacio González significa, hoy como ayer, entrar en una experiencia de la que difícilmente alguien pueda salir indemne. Independientemente de lo que allí haya escrito, o precisamente por eso. Porque así es, en efecto, como sucede con los grandes escritores, con las grandes plumas, de nuestro -de cualquier- tiempo: no importa qué es lo que está diciendo, escribiendo en el papel, lo que importa es lo que está allí escrito, grabado como letra y como un gesto único e irrepetible.
Erudita, repleta de texturas, densa, con relieves y pliegues por todos lados, imparable, profunda y profundamente rítmica, melódica pero incisiva, barroca pero sin maniqueísmos, así era, para decirlo lo menos, la escritura gonzalezca. Esta última característica, o en realidad todas estas juntas, le ha costado, de hecho, el injusto y perezoso -insisto- calificativo de inentendible. Porque la pereza, como su escritura, no tenía -no tiene- límites.
Si se me permite la osadía, entonces, quisiera subrayar, por encima de todas las otras grandes virtudes y palmares que lo describen, esa topadora expresiva que era su escritura. Y digo topadora expresiva en forma calculada y no fortuita.
Erudita, repleta de texturas, densa, con relieves y pliegues por todos lados, imparable, profunda y profundamente rítmica, melódica pero incisiva, barroca pero sin maniqueísmos, así era, para decirlo lo menos, la escritura gonzalezca.
Merleau-Ponty solía decir de la expresión que no era, ni debía ser comprendida, como una instancia derivada del lenguaje, del pensamiento, de lo percibido, de las ideas. Que no hay pensamiento, ideas, percepción o lenguaje a posteriori de lo expresado. Que no hay, primero, algo a expresar, y luego lo expresado que lo refleja o lo -valga la redundancia- expresa. Que la expresión, por ende, está allí ya siempre en la carne de la carne de nuestros cuerpos y del mundo intersubjetivo del que somos parte: que está ya ahí en el lenguaje del que cada uno se sirve para hablar y decir algo, que está ya ahí en el pensamiento cuando se piensa, que está ya ahí en lo percibido (la percepción estiliza, escribía el filósofo francés en La prosa del mundo) de lo sensible. La expresión, dicho de otro modo, pertenece al registro del advenimiento, de lo nuevo o de lo inédito, de lo que no se ha dicho nunca, aunque sea heredero, esto último, siempre, de lo que se ha dicho o de lo que alguien o algunos ya han dicho, pero expresado de un modo distinto, y por eso mismo no es lo mismo. Pliegue del sentido sobre el sentido, del lenguaje sobre el lenguaje, de la palabra sobre la palabra, gesto y encarnación al mismo tiempo, la expresión es una cierta manera de ser carne, es el “humus significante”, el “espesor semántico” que nos acompaña por entero al escribir (aunque no únicamente), como “el mero choque del tacón sobre el suelo” de quien sabemos que, al andar, es un viejo conocido. Horacio González murió ayer, 22 de junio, y su pérdida es sin dudas irreparable. Pero nos quedan sus textos. Esa topadora expresiva que era -es- su escritura.