La cuestión de la violencia política en la década de los 70 reaparece una y otra vez, como una herida. En la tensión irreductible entre las memorias y la historia, Mónica Bartolucci ofrece una lectura crítica de ese vínculo y las dificultades para reflexionar sobre esa opción por la violencia.
En los últimos días, la herida de los años setenta en la Argentina se abrió una vez más. En esta ocasión, como consecuencia de un fallo judicial de la Cámara Federal que solicitó reabrir la investigación sobre la responsabilidad de la organización Montoneros en un atentado contra la Policía Federal que dejó un tendal de 23 muertos y medio centenar de heridos en julio de 1976. Pero podría haber sido cualquier otro el motivo, nunca falta la oportunidad.
¿Por qué se abre cada tanto la herida? ¿Es posible curarla o brota demasiada sangre de ella como para conocer su profundidad, su color y su textura? Posiblemente este sea uno de los motivos, dado que es fruto de un trauma. Trauma es una palabra que deriva del griego y significa “herida”, nada menos. Somos todavía hoy una sociedad traumada por la violencia política, que en su acmé, en su fase final, mostró su cara más extrema e impuso una matanza en masa cruzando los límites de la sensibilidad humana.
La masacre final tuvo consecuencias de todo tipo. La más evidente, la de la intensa búsqueda de justicia y verdad y el trabajo de los organismos de los organismos de derechos humanos que sostuvieron como estandarte la necesidad de reparación y sostenimiento de la memoria social. Sin embargo, otras consecuencias mucho menos visibles fueron las dificultades y los reparos que asaltaron y asaltan todavía a quienes realizamos trabajos de investigación histórica cuando tratamos de explicar las razones por las cuales en la Argentina se impuso aquel horrorismo. Norbert Elias, en las primeras páginas de un libro clásico y estimulante sobre la identidad nacional de los alemanes, confiesa que varios de sus trabajos fueron frutos del esfuerzo por comprender y hacer comprensible cómo es que pudo darse algo como el ascenso del nacionalsocialismo, los campos de concentración y la división de Alemania en dos estados. La interrogación de cómo algo llegó a ser lo que fue es, para mí, una pregunta que sirve de guía de una acción de investigación en Argentina.
¿Por qué se abre cada tanto la herida? ¿Es posible curarla o brota demasiada sangre de ella como para conocer su profundidad, su color y su textura? Posiblemente este sea uno de los motivos, dado que es fruto de un trauma. Trauma es una palabra que deriva del griego y significa “herida”, nada menos.
En esa interrogación más profunda es cuando entramos en el terreno pantanoso: el de hacer una prehistoria de las que luego fueron víctimas (el historiador José Emilio Burucúa, alguna vez haciendo mención al martirio de aquellos, apeló a la figura del “inocente radical” para comprender esta dificultad). Ese es el nudo que atenaza, ensombrece la mirada y llena de incertidumbre a los investigadores que apelamos y sostenemos la idea de que la radicalización de los años sesenta fue una opción política racional, realizada por sujetos responsables de sus opciones y pasiones de su tiempo. En otros lugares hemos dicho ya que miles de jóvenes, hombres y mujeres, nacidos entre 1940 y 1960, al llegar a su adolescencia, tomaron decisiones que encarnaron un cambio significativo en la cultura política del país y en la de sus propias vidas, ingresando a diferentes organizaciones estudiantiles, político-militares u organizaciones armadas. Es decir que buena parte de ellos aceptaron la violencia como método, convirtiéndola, bajo diferentes formas, en su instrumento político.
Estas decisiones, a su vez, se tomaron en un clima emocional determinado por los antagonismos, en el marco de una sociedad tensionada por diferentes discursos e identidades culturales: la modernización o el orden, la rebelión que trocó en impulso hacia la revolución, el fanatismo antiperonista enfrentado con el anhelo de reparación peronista, las prácticas violentas de internas partidarias y sindicales. Es decir que es cierto que desde el primer gobierno de Perón en adelante inclusive, en Argentina existió una violencia viscosa que contaminó a facciones militares, civiles y sindicales con torturas, fusilamientos y asesinatos sospechosos. Pero también es verdad que los estudios microanalíticos de caso, el seguimiento de las trayectorias de vida y los testimonios de protagonistas de las organizaciones nos invitan a pensar que aquello no fue solo una cuestión de rebelión cultural, sino la opción por una vida militante en la que matar por la patria era posible. En la lógica de la violencia revolucionaria, la lista de los enemigos se expandió desde fuerzas de seguridad a sindicalistas o empresarios civiles, muchos de ellos considerados traidores a la causa de la liberación o su idea de justicia social.
Sumemos a nuestras dificultades de visión de una época virulenta y exaltada la complejidad que implica atender a la relación entre el pasado que los historiadores deseamos comprender y la política del presente en el que escribimos. No olvidemos el uso público de un discurso histórico que se pretende oficial, ni neguemos sus vaivenes que han ido desde la teoría de los demonios hasta la romantización de la figura del guerrillero. Allí, en esa relación entre el presente y el pasado, hay todo un campo de estudios posibles, y es en ese punto en el que Historia y Memoria se confunden una y otra vez. La Memoria es un organismo vivo, está siempre abierta, y como aquella herida que sangra interminablemente se transforma según el grupo que recuerda. A veces hablan unos y, cuando la emoción social lo habilita, hablan otros. La Historia en cambio es un intento de síntesis, una contrastación de fuentes para dar respuestas a aquel trauma. En este caso, los historiadores pueden correr la suerte de no ser comprendidos por aquellos que todavía gritan sus dolores. Pero en eso debemos seguir, como el herrero o el carpintero que debe terminar su obra, o el marinero que debe llegar a un buen puerto o, para seguir con las metáforas iniciales, como el médico que puede llegar a suturar la profunda herida social que todavía nos hace sangrar a todos.