Flavia Carbonari, experta del Banco Mundial y otros espacios de estudios internacionales en desarrollo y seguridad tiene una perspectiva ordenadora que sólo da la experiencia. Es contundente: las políticas de seguridad en la Argentina adolecen de evidencia estadística para el diagnóstico y para la evaluación.
Flavia Carbonari ha trabajado desde hace 15 años en el diseño y evaluación de programas en América Latina, África y el Sudeste Asiático como investigadora del Banco Mundial, el Banco Interamericano de Desarrollo en prevención de la violencia, género y desarrollo social. También metió los piés en el barro en programas del Foro Brasileño de Seguridad y el Ministerio de Seguridad de la Argentina. Nació en Brasil y se internacionalizó desde su formación en Georgetown University, participando en espacios de reflexión globales como el Woodrow Wilson Center y el Council on Foreign Relations en Washington. En 2020 fue coautora de un estudio sobre estrategias de prevención de la violencia global.
Con este bagaje de evidencia reclama mayor protagonismo de los gobiernos locales en definir y ejecutar políticas de seguridad ciudadana, que no significa crear policías locales.
¿Cuál es el rol de los gobiernos locales en la seguridad?
Ya hace un tiempo que en América Latina el rol de los gobiernos locales empezó a cambiar en lo que dice respecto a la seguridad. Y eso se dio porque se fue expandiendo la noción del concepto de seguridad, antes vinculado mucho más a la seguridad del Estado, y pasando a ser entendida como algo más amplio, como un derecho ciudadano. Muchos países de la región pasaron a comprender que la seguridad no era simplemente una cuestión de policía, si no que su manutención también pasaba por una serie de otros sectores, como el desarrollo urbano, la salud, la educación, el transporte, etc.
Cuando se da esa ampliación del tema, los gobiernos locales, que en países federativos – como es el caso de la Argentina y Brasil, dónde no necesariamente tienen la potestad sobre fuerzas de seguridad propiamente dichas, entendieron que tenían mucho que hacer. Paralelamente a eso, también hubo un creciente movimiento de mayor demanda ciudadana por respuestas a la inseguridad, que de una manera general venía creciendo.
El rol de los gobiernos locales está mucho más vinculado a esa parte preventiva – sea por la vigilancia y el mejoramiento de la planificación y el desarrollo del espacio urbano, pensado de manera más inclusiva; sea por programas sociales que ayuden a prevenir el desarrollo del comportamiento violento. Además, el gobierno local está mucho más cercano a los ciudadanos, y eso es fundamental para el éxito de cualquier estrategia de prevención de la violencia. Conoce su territorio, y es capaz de desarrollar políticas más focalizadas, y de promocionar la cohesión social, que hoy sabemos ser un factor clave para desarrollar la resiliencia de comunidades frente a la violencia.
¿Podés contarnos algunas buenas experiencias de trabajo en seguridad y prevención en la región?
El hecho de que en América Latina hemos convivido por tantos años con la mala reputación de ser la región más violenta del mundo nos ha convertido también en un gran laboratorio de experimentos en todo lo que dice respeto a la seguridad. Y hay muchos ejemplos interesantes de los cuáles podemos aprender.
Los ejemplos que nos han dejado legados muy importantes son los colombianos, donde ciudades como Cali, Medellín y Bogotá lograron reducir sus tasas de homicidio por 100,000 habitantes en más de 90 por ciento y hasta más de 300 por ciento, dependiendo del periodo y de la ciudad, en los años ‘90 y 2000. Y eso porque implementaron una serie de políticas multisectoriales e integradas, con una fuerte impronta de guiar el diseño de las mismas con base en información de calidad, y con fuerte liderazgo político que se mantuvo a lo largo de diferentes administraciones.
¿Cuáles son los elementos distintivos de estas buenas experiencias?
El proceso de Bogotá, por ejemplo, incluyó la institucionalización de la gestión de la seguridad ciudadana a nivel de ciudad, y la definición explícita y continua de la seguridad ciudadana como una prioridad máxima para el gobierno desde 1995. Vimos entonces una disminución constante de los índices de violencia, con diferentes administraciones municipales. En un período de diez años, entre 1993 y 2003, por ejemplo, las tasas de homicidio cayeron en más del 70 por ciento, en un patrón que se mantendría relativamente estable durante la siguiente década.
Eso se debió en gran parte a inversiones en un sistema de vigilancia que comenzó a recopilar y difundir información precisa sobre incidentes delictivos, que llevó a medidas como por ejemplo el control de armas y alcohol durante días y horarios específicos, campañas mediáticas y educativas sobre temas como la violencia doméstica, la resolución alternativa de conflictos y el consumo de alcohol y drogas. Hubo también la intensificación y despliegue más estratégico de la presencia policial en áreas clave, operando en estrecha colaboración con asociaciones comunitarias. También hubo varios esfuerzos de inclusión social. Por ejemplo, se ofrecieron puestos de trabajo como “Guías Cívicas” a jóvenes, trabajadoras sexuales, personas en situación de calle y desplazados por la violencia, entre otros, en un esfuerzo por romper el estigma hacia estos grupos y ofrecerles oportunidades de ingresos y apoyo.
Y más allá de Colombia, que son casos bastante difundidos…
Un ejemplo más reciente que puedo citar de Brasil es el de la ciudad de Pelotas, que se encuentra en el Sur del país. Esa ciudad, de poco más de 350.000 habitantes, creó en 2017 una secretaría municipal de seguridad y lanzó el Pacto por Pelotas, una estrategia para promover la paz y reducir el crimen y la violencia. Ese Pacto incluye más de 30 programas diferentes en torno a cinco áreas principales de intervención: Policía y justicia, Supervisión administrativa, Tecnología, Prevención social, y Urbanismo.
Entre estas intervenciones están actividades que van desde acciones enfocadas en los padres para promover una crianza positiva de los niños, a programas de prevención de violencia juvenil que se enfocan en jóvenes en riesgo y desarrolla un plan de vida individual para cada uno de ellos, con apoyo psicosocial, habilidades para la vida. También incluyen actividades de reinserción social para quienes han estado en el sistema de justicia penal, justicia restaurativa, intervenciones escolares para prevenir el conflicto, y estrategias de disuasión enfocada dirigidas por la guardia municipal en apoyo a la policía provincial.
«No siempre vemos las políticas de seguridad siendo desarrolladas con base en datos y evidencia, tratando de enfocarse en las áreas y problemas principales de cada localidad. La gestión política muchas veces interfiere en esas prioridades».
Todas las actividades abarcan el ciclo de vida de un individuo y cubren las diferentes dimensiones de intervención donde sabemos dónde están los riesgos para el desarrollo del comportamiento violento y delictivo. O sea, el ámbito individual, familiar y de los pares, de la comunidad y el ámbito de la sociedad o normas sociales como un todo.
Desde el lanzamiento del programa, la ciudad ha visto una disminución del 76 por ciento en los homicidios. Las tasas de homicidios por cada 100.000 habitantes pasaron de más de 30 a 9 entre 2017 y 2021. Los robos también se redujeron en más del 70 por ciento desde 2017.
Lo que encuentro más singular de este caso, en particular, que se está convirtiendo en un ejemplo para otras provincias y ciudades de Brasil, es que varios de los diferentes programas incluidos en el Pacto fueron seleccionados en base a la evidencia de que funcionan, y hay un fuerte enfoque en seguimiento y medición de resultados en todo lo que es hecho en el marco del Pacto.
Otra característica interesante del Pacto es la creación de diferentes instancias de gobernanza para mejorar la coordinación entre los diferentes actores. Existe un Comité de Gestión Integrado a nivel de ciudad, un observatorio de seguridad pública y un Comité Integrado enfocado específicamente en la prevención.
El Pacto por Pelotas ha aprendido de muchas historias exitosas y también de fracasos o discontinuidades que hemos visto en Brasil y otros países de la región. Es un caso interesante para seguir observando, y ojalá sus resultados sean sostenibles. Creo que tienen muchas de las claves para que así suceda.
Ya conoces la situación de la Argentina: ¿qué grandes cambios habría que hacer tomando en cuenta experiencias de otros países y continentes?
No me considero una experta en los temas de seguridad de la Argentina, pero como residente ya hace varios años, y algunos años de involucramiento con la temática en el país, creo que acá nos falta mucho de lo que hemos visto fallar en otros lugares. Primero, no siempre vemos las políticas de seguridad siendo desarrolladas con base en datos y evidencia, tratando de enfocarse en las áreas y problemas principales de cada localidad. La gestión política muchas veces interfiere en esas prioridades. Para eso también es necesario que mejoremos la calidad de los datos, algo que ha evolucionado pero todavía falta mucho por desarrollar. Hoy tenemos mayor integración e intercambio de datos entre municipios y provincias, y diferentes órganos de gobierno, pero eso no es una constante. Muchos observatorios de la violencia que fueron creados en el país también necesitan de fortalecimiento.
En segundo lugar, todavía falta que más gobiernos locales tomen para sí también la responsabilidad de la seguridad ciudadana, y desarrollen burocracias especializadas capaces de crear políticas locales de prevención. Eso requiere también que los líderes políticos, las y los intendentes ellos mismos, se involucren y prioricen esa agenda.
Otro punto fundamental es mejorar la integración y coordinación entre diferentes actores y sectores. Eso significa no solamente mejorar la articulación entre nación, provincias y municipios, como también como entre los diferentes sectores que deben estar integrados en una estrategia multisectorial de intervención.