Danilo Martuccelli es uno de los sociólogos latinoamericanos más destacados, su producción indaga diferentes aspectos de la sociedad contemporánea y propone una mirada heterodoxa de la teoría social. Sobre su último libro, conversó con Ignacio Trucco para La Vanguardia.
Para los interesados en el estudio científico de la sociedad, probablemente sea una condición general, el estar a la expectativa de nuevas lecturas que permitan un cambio en el observador capaz de modificar la naturaleza de aquello que se somete a estudio. El enriquecimiento de conceptos, la articulación de elementos inconexos, la apertura de nuevos territorios, el redimensionamiento de hechos y procesos históricos, etc. son experiencias estimulantes que ofrece la lectura de Introducción heterodoxa a las ciencias sociales, de Danilo Martuccelli (Siglo XXI, 2020).
Se trata de una introducción que, en rigor, busca explicitar un criterio de lectura, compuesto por diferentes tesituras sobre el desarrollo de la era moderna y de los modos en que fue comprendida e interpretada en su proceso de desarrollo. En rigor, constituye un ensayo en el que el autor proyecta una resignificación de este momentos de la historia, abandonando la unilateralidad de las hipótesis proyectadas desde aquellos espacios que lo lideraron a partir del siglo XVIII, incluso situando el proceso de modernización en un plano de cierta conmensurabilidad con las civilizaciones de la antigüedad, mostrando cómo todavía marcan con su huella los rasgos del presente.
Pero uno de los aspectos más interesante del ensayo se encuentra probablemente en que trata de evitar con su crítica arrojar el niño con el agua de la bañera. Es decir, caer en una negación oblicua de la modernización como proceso histórico civilizatorio, que se sustenta en una peculiar forma de universalidad muchas veces difícil de definir con claridad. En dicho marco la experiencia de percibir formas futuras y variadas de modernización se convierten en una tarea explícita y estimulante que, al menos para América Latina, constituyen una tarea filosófica y sociológica de primer orden.
En esta entrevista para La Vanguardia con el autor repasamos las tesis principales contenidas en la obra y las discusiones que intenta dar.
Este podría ser el punto de llegada de la entrevista, de hecho recién en el sexto y último capítulo del libro Introducción heterodoxa a las ciencias sociales el tema es tratado. Sin embargo, me gustaría tomarlo como punto de partida, ya que lo considero un horizonte conceptual de primer orden, y ello quizá nos permita profundizar de un modo más directo en sus implicancias. Concretamente, usted introduce un concepto que no es estrictamente nuevo pero que ha sido poco explorado: la idea de múltiples modernidades, expresión inmediatamente sugerente ante el extendido sentido común que establece una estrecha equivalencia entre modernidad, ilustración, cultura europea noroccidental de tradición protestante, siguiendo la estela weberiana, y capitalismo con predominio británico y estadounidense ¿Qué significa, en este contexto, la idea de múltiples modernidades?
La noción fue propuesta por Samuel N. Eisenstadt en el año 2000, y desde entonces ha sido diversamente reformulada (Charles Taylor habla de alter-modernidades) o prolongada en varios otros trabajos acerca de las entangled modernities (las modernidades entrelazadas). A pesar de las críticas, a veces justas, que la noción ha recibido, es importante reconocer su novedad y fuerza heurística en relación con el pasado.
Como lo señala en su pregunta, en las ciencias sociales se impuso tempranamente la representación de una modernidad, un proceso de modernización. Todas las teorías sociales denominadas clásicas suscribieron a este modelo. La modernización, más allá del uso específico del término, se asoció con el papel dirigente de las burguesías nacionales, la industrialización y el capitalismo, la expansión progresiva de los poderes infraestructurales de los Estados. La sociedad moderna fue asociada con un conjunto limitado de dimensiones institucionales (mercado, Ilustración, individualismo, modernismo cultural, etc.). En ambos casos, como lo indica justamente en su pregunta, la realidad social de ciertos países, sobre todo algunas sociedades europeas (Inglaterra, Francia, Alemania) y los Estados Unidos fueron considerados como los únicos modelos posibles.
«La importancia de la noción de modernidades múltiples debe entenderse sobre el telón de fondo de esta historia. Por primera vez se impuso claramente otro modelo de análisis: diversas modernidades, varias modernizaciones. Se reconoció, mucho mejor que en el pasado, la existencia de una pluralidad de vías exitosas de modernización (lo que se ha teorizado, por ejemplo, a través de los diversos capitalismos)».
La crisis del liberalismo en las primeras décadas del siglo XX, la Revolución rusa y los regímenes fascistas modificaron los términos de la ecuación. Aunque hubo que esperar hasta la década de 1960 para disponer de una teorización satisfactoria de la diversidad de los procesos, lo esencial del siglo anterior se analizó a través de una nueva ecuación: una modernidad, varias vías de modernización.
En simple: si el “punto de llegada” siguió siendo la sociedad moderna y el conjunto específico de sus instituciones (lo que se caracterizó en el periodo por lo general como la “sociedad industrial”), se reconoció la existencia de una pluralidad de vías de modernización (capitalismo, comunismo, revoluciones “desde arriba”, regímenes autoritarios modernizadores, etc.).
La importancia de la noción de modernidades múltiples debe entenderse sobre el telón de fondo de esta historia. Por primera vez se impuso claramente otro modelo de análisis: diversas modernidades, varias modernizaciones. Se reconoció, mucho mejor que en el pasado, la existencia de una pluralidad de vías exitosas de modernización (lo que se ha teorizado, por ejemplo, a través de los diversos capitalismos).
Pero, se reconoció sobre todo y esto fue una novedad, la existencia de varias sociedades modernas: o sea, de configuraciones institucionales muy distintas entre sí. Si los desafíos eran similares, las respuestas institucionales aportadas y buscadas por las distintas sociedades podían ser muy diferentes entre sí. Las modernidades (y no solo la modernización) se volvieron múltiples.
Este es el universo heurístico dentro del cual se libran los grandes conflictos de interpretación contemporáneos en lo que atañe a los fenómenos modernos. En concreto: se deshace la idea de la existencia de un solo “punto de llegada” (“la” modernidad –sobreentendida occidental) y se reconoce la pluralidad de configuraciones institucionales modernas.
Otra de las ideas importantes que están incorporadas en la obra puede ser definida, o al menos así lo interpreto yo, que la descomposición de la modernidad unívoca no solo es un problema de un sociólogo o filósofo particular. Por el contrario, se trata sobre todo de un proceso histórico general en la que la realidad misma va desmintiéndola, corriendo un velo ideológico, que, en todo caso, luego los sociólogos o filósofos explicitan. ¿Cómo podrían resumirse retrospectivamente esos grandes movimientos históricos que tienen por función develar un sentido de la modernidad más amplio y plural?
La historia intelectual de la modernidad es inseparable de la historia social y sobre todo de la geopolítica de los siglos XIX y XX. Sin menoscabo de la autonomía relativa de las ciencias sociales, en este ámbito, tal vez mucho más que en otros, la dependencia de las ideas con los entornos de poder es decisiva.
Esto explica la manera en que los problemas fueron planteados. Dada la superioridad económica y militar que alcanzaron ciertas sociedades occidentales modernas a lo largo del siglo XIX y que lograron mantener con diversas modalidades coloniales o neocoloniales durante buena parte del siglo XX se impuso como una evidencia, indisociablemente intelectual y política, la idea de una modernidad unívoca. Sólo los países occidentales eran modernos. Los otros países del mundo estuvieron condenados a diversas formas de dominación y dependencia.
La teoría social estuvo estrecha y férreamente enmarcada por esta situación geopolítica. Las grandes preguntas se desprendían casi directamente de este estado de los hechos. Esto explica la venerable pregunta de Max Weber en 1904: ¿por qué la modernidad se desarrolló en Occidente y solo en Occidente? Esto explica el proyecto común a la gran mayoría de las élites de los otros países del mundo de ponerse al día, de adoptar las instituciones de la modernidad (occidental), de realizar revoluciones “desde arriba”, más tarde “desde abajo” con el fin de reducir la brecha con los países modernos o desarrollados. En ello se expresaban los contenidos que se le daba a la emancipación, pero sobre todo a la soberanía nacional. Para las élites de los países no occidentales, la modernización (económica, cultural) era un imperativo nacional: en su ausencia, el destino solo podía ser la sujeción.
La realidad geopolítica del siglo XX y aún más la de inicios del siglo XXI, han alterado radicalmente las coordenadas de la problematización moderna, corriendo el velo como bien señala en su pregunta de la modernidad unívoca. O sea, la noción de modernidad múltiple, para retomar esta expresión, es indisociable de la historia social efectiva. La teoría social mainstream occidental pudo desconocer primero y neutralizar luego (como “anomalía”) el hecho que Japón se convirtió en un país moderno desde fines del siglo XIX.
Para neutralizar analíticamente esta “anomalía” se buscaron equivalentes funcionales: el papel que el protestantismo jugó en el advenimiento de la modernidad occidental lo habría desempeñado por ejemplo de manera análoga el confucianismo en la sociedad japonesa, etc. Pero este tipo de razonamientos ad hoc estallaron a medida que otros países, sobre todo en Asia (tras Japón, Corea del Sur, China a pesar de sus contradicciones, los “tigres” y los “dragones”) conocían formas aceleradas e intensivas de modernización.
Frente a la multiplicación de experiencias de este tipo, el carácter unívoco y altamente ideológico del relato hegemónico de la modernidad occidental implosionó.
«Muchos de los grandes conceptos de la teoría social moderna tienen por vocación explicar conjuntamente la superioridad y la especificidad de la modernidad occidental: piénsese en el diagnóstico del paso de la comunidad a la sociedad, o en la tesis del desencantamiento del mundo y la secularización. El objetivo siempre es el mismo: dar cuenta y apuntalar una superioridad civilizatoria».
Otra de las ideas que se desarrollan en tu trabajo, es la de situar a la modernidad occidental con relación a otros momentos de las grandes civilizaciones, en una estela en donde más allá de las obvias y enormes diferencias, se ponen en evidencia ciertas continuidades. En esta línea argumental llegas a preguntarte si el camino noreuropeo protestante fue la excepcionalidad necesaria para la formación del mundo moderno. Pueden pensarse desde otras coordenadas culturales las bases de un proceso de modernización alternativo, ¿cuáles serían esas coordenadas?
Antes que se imponga el relato hegemónico occidental moderno en el siglo XIX, la diferencia y a veces la oposición o conflicto entre civilizaciones fue el humus ordinario de la mayor parte de las grandes representaciones colectivas. Los estereotipos civilizatorios son una constante en la historia humana. Los unos y los otros se percibían desde sus diferencias y extrañezas culturales o religiosas como persas o romanos, judíos o griegos, chinos o indios, turcos o rusos. Y por supuesto como españoles o indígenas o africanos.
O sea, en la medida en que los imperios han sido –de lejos y durante milenios– la principal forma política en la cual se desenvolvió la historia humana, esto da cuenta de la fuerza de las fronteras entre civilizaciones. El gran pensador tunecino del siglo XIV, Ibn Jaldún, uno de los “primeros sociólogos” como a veces se afirma, comparó, por ejemplo, en varios momentos de su obra las evoluciones en tierras del islam con las que se daban en tierras cristianas.
Sin embargo, si las civilizaciones se percibían como diferentes, no siempre se percibieron como superiores. Por supuesto, siempre hubo estereotipos y prejuicios; varias veces se rechazó las costumbres o las religiones ajenas (aunque muchas otras veces, las diversidades culturales cohabitaron dentro de los mismos imperios). Pero todo esto, incluso cuando se desconfiaba o descreía de los dioses ajenos, no se percibió esencialmente en términos de superioridad.
Aquí se produjo la gran cesura civilizatoria propiamente moderna. Por primera vez, de esta manera y con esta virulencia, una civilización se pensó como radicalmente superior a todas las otras. Radicalmente, o sea desde su raíz. Los grandes ítems del relato hegemónico occidental moderno fueron construidos para apuntalar este sentimiento de superioridad. Es el caso de la idea de realidad objetiva: que solo la ciencia moderna conoce en claro contraste con las formas “mitológicas” del saber propias a otras épocas.
También el de la resemantización de la noción de civilización que terminó identificándose con la sola modernidad y sus costumbres. O, por ejemplo, el de la visión racista de la supremacía blanca y la invención de la raza como inferioridad biológica entre los seres humanos. Como lo indica en su pregunta, es en esta estela como debe comprenderse la tesis de Max Weber sobre la excepcionalidad de la modernidad occidental y del espíritu del capitalismo interpretados desde la ética protestante.
No son casos aislados. Muchos de los grandes conceptos de la teoría social moderna tienen por vocación explicar conjuntamente la superioridad y la especificidad de la modernidad occidental: piénsese en el diagnóstico del paso de la comunidad a la sociedad, o en la tesis del desencantamiento del mundo y la secularización. El objetivo siempre es el mismo: dar cuenta y apuntalar una superioridad civilizatoria.
Esta nueva representación jerarquizada de las civilizaciones fue sobre todo y por supuesto una consecuencia de la revolución industrial y de su prolongación geopolítica. No se puede entender la historia de los dos últimos siglos sin reconocer la centralidad de este proceso. La superioridad fáctica y de poder de la modernidad occidental no fue solamente un sentimiento: fue una consistente realidad histórica. Esto es, como lo señalé hace un momento, lo que las élites de los otros países del mundo no tardaron en comprender.
El nuevo escenario geopolítico actual del cual, a su manera, intenta dar cuenta la tesis de las modernidades múltiples (u otras teorizaciones afines), transforma, aquí también, el marco de las disputas y de las representaciones. Lo que fue durante casi dos siglos una evidencia –la superioridad de la modernidad occidental– es puesto en cuestión conjuntamente por los cambios históricos y por la consolidación de nuevas sensibilidades intelectuales.
Resultado: el cuestionamiento del presupuesto de la superioridad moderna occidental se traduce en una suerte de “retorno” a los debates del pasado. Las civilizaciones son distintas entre sí, no necesariamente superiores.
Este es el telón de fondo de los principales debates culturales del mundo contemporáneo. Cuando se deja de creer en la superioridad intrínseca, y en todos los ámbitos, de la civilización moderna occidental, la historia se abre irremediablemente a una diversidad de polémicas sin término posible, porque no existe más una identidad civilizatoria juzgada como superior capaz de zanjar las controversias. La modernidad sigue siendo una civilización de combate, pero de ahora en adelante lo es bajo un nuevo cuño: ya no lo es más desde la superioridad, sino en creciente situación de igualdad con otras civilizaciones.
Resultado: desde la Revolución iraní de 1979 se producen revoluciones antimodernas. O sea, lo que está en discusión ya no es solamente la mejor vía de modernización (como fue el caso de la revolución rusa o china, pero también en Cuba), sino los presupuestos mismos de la civilización moderna (secularización, individualismo, etc.). Hay que comprender bien la profundidad del cambio que vivimos: desde el tribunal de la Historia y del Progreso las insurgencias contra la modernidad estaban condenadas al fracaso (“murmullos” llega a escribir Weber). Cuando se pierde la fe en el carácter ineluctable de la modernidad, cuando su superioridad fáctica es puesta en entredicho, los debates civilizatorios y axiológicos se vuelven otramente aporéticos y conflictivos.
Las controversias sobre la universalidad de los Derechos humanos, cuestionados desde el islamismo radical, el neoconfucianismo o el asiatismo, son la principal ilustración, pero no la única. Desde la alteridad civilizatoria a la modernidad se reivindican otros modos de vida (piénsese en los movimientos del Buen Vivir en América Latina).
Desde los estudios ontológicos se valorizan o rescatan ontologías diversas a la que impuso la modernidad (se establecen otras fronteras entre la cultura, la naturaleza, la sociedad; se reconocen nuevos seres vivientes como las montañas o los ríos). Desde la epistemología se defiende la legitimidad de otras formas de saber irreductibles al solo conocimiento científico moderno (saberes de experiencia, otras medicinas, etc.).
Al perder la evidencia de su superioridad, la civilización moderna se vuelve el teatro de nuevas y muy grandes pugnas. El reconocimiento de la responsabilidad del dogmatismo positivista moderno y del cientismo en los desafíos ecológicos actuales desestabiliza la antigua arrogancia de los guardianes de una cierta ortodoxia moderna.
El abanico de las posibilidades históricas vuelve a abrirse. La civilización moderna al perder la evidencia de su superioridad se vuelve una civilización entre otras. La misma civilización moderna al desprenderse de su fe en antiguos postulados y dogmatismos se convierte en un campo de batalla y de controversias (culturales, ecológicas, ontológicas, epistemológicas) como nunca antes.
En el marco de tu crítica a las ideas convencionales que circunscriben a la idea de modernidad a la formación social dominante, surge una crítica más o menos inmediata a los responsables de haberla teorizado y estudiado bajo los cánones del método científico, es decir, de las ciencias sociales en general. ¿Qué implicaría, desde tu punto de vista, una reinicialización (según tu propia expresión) de las ciencias sociales asumiendo la premisa de las modernidades múltiples?
La pregunta tiene por lo menos dos grandes declinaciones y supone ir más allá de la tesis de las modernidades múltiples propiamente dicha. Es la univocidad del relato histórico hegemónico –y sus efectos heurísticos– lo que debe variar. Por un lado, representar y enseñar distintamente el “antes” del advenimiento de la hegemonía occidental moderna. Por el otro lado, repensar las transformaciones del mundo contemporáneo a la luz de la crítica a la a crítica a la cual las nociones de modernidad-modernización han sido sometidas.
“Antes” del advenimiento de la modernidad occidental propiamente dicho el mundo conoció diversas modalidades imperiales, lo que obliga a cuestionar la idea de la existencia de una primacía occidental perenne en la historia. No solo hubo zonas del mundo con modalidades imperiales simultáneas desconectadas entre sí (el imperio romano y la dinastía Han en China), sino que la misma experiencia imperial romana se estructuró en torno al Mediterráneo (África del Norte, Irán –Persia en la época–, Turquía –Constantinopla–, Europa del Sur –de la península ibérica provienen todos los mejores emperadores del siglo II de nuestra era).
O sea, el imperio romano no fue “occidental”: los países europeos que se anexaron esta denominación en el siglo XIX (Francia, Inglaterra, Alemania) fueron en la época zonas conquistadas por los romanos o pobladas por “bárbaros”. En ambos casos, su papel en la conducción de la historia mundial fue periférica. Y luego, hubo otras sendas experiencias imperiales con amplias proyecciones geopolíticas que tampoco fueron occidentales: el Imperio persa reconstituido entre los siglos II y VI de nuestra era; la expansión del islam desde el siglo VII; el breve, pero muy extendido imperio mongol; más tarde el imperio otomano hasta fines del siglo XIX o las diversas configuraciones imperiales en Rusia desde Iván el Terrible. Todo esto excede (y no solo precede) a la hegemonía occidental moderna. Aún más, aunque sea objeto de controversia entre especialistas, existen buenas razones para pensar que el verdadero “centro” imperial del mundo desde el siglo XIII-XIV hasta fines del siglo XVIII estuvo en China.
Traigo a colación lo anterior porque una de las consecuencias del relato hegemónico occidental moderno fue que hizo “olvidar” esta historia. O mejor dicho la neutralizó en muchos casos y produjo tergiversaciones analíticas en otros. La modernidad propició una escritura de la historia mundial ampliamente sesgada, bajo una durable, pero en los hechos inexistente primacía occidental. Es la primera respuesta a su pregunta: retrospectivamente la realidad contemporánea de las modernidades múltiples, pero también el cuestionamiento geopolítico de la modernidad occidental invita a una relectura crítica y renovada del pasado mundial.
Reconocer estas realidades implica una auténtica reinicialización de las ciencias sociales. ¿Por qué recurrir a un término tan pomposo? Porque creo que esto es lo que en último análisis está en debate. Hemos terminado por darlo como una evidencia, pero en la gran mayoría de las Facultades de ciencias sociales la historia que se imparte “comienza” en el siglo XVIII (con las dos revoluciones, francesa e industrial) y se circunscribe (o en todo caso irradia) desde un número muy reducido de experiencias nacionales.
Cuestionar el relato hegemónico occidental moderno exige repensar el pasado y abrir las ciencias sociales a otras temporalidades históricas. En este punto, ha habido incluso una auténtica regresión. Los sociólogos clásicos occidentales tenían una visión histórica amplia; desde la segunda mitad del siglo XX, la sociología no cesó de restringir su horizonte histórico.
Voy ahora al segundo proceso: las revisiones críticas acerca de la modernidad en las últimas décadas nos obligan a variar, en el presente, nuestras grandes representaciones sociales. Me limito a señalar dentro de una muy larga lista, algunas ilustraciones entre otras. En primer lugar, el relato mismo de la modernidad ha sido sometido a examen: se ha impuesto la idea de rupturas dentro de la misma modernidad.
O sea, la historia ya no se concibe más desde una sola y única cesura (entre la “comunidad” y la “sociedad), sino que se representa atravesada por una multiplicidad de cesuras (sociedades postindustriales, postmodernidad, hiper-modernidad, sociedad informacional, segunda modernidad, etc.). Aunque ciertas voces críticas a veces lo descuidan, la modernidad ha dejado de ser un bloque.
En segundo lugar, esta vez desde lo que algunos denominan el Sur Global, se han producido nuevas teorizaciones acerca de la modernidad. En algunas de ellas, como en los estudios postcoloniales indios o los trabajos decoloniales en América Latina, la crítica de la modernidad privilegia lo cultural sobre lo económico, y la geografía por sobre el tiempo.
En analogía con estos desarrollos, también se pueden evocar los trabajos sobre las entangled modernities. Lo nuevo: la modernidad no se piensa más de manera endógena, como un proceso restringido a ciertos países occidentales y que desde ahí “irradió” hacia el resto del mundo. Desde su formación (en el siglo XVI según los decoloniales, en el siglo XVIII según los postcoloniales) la modernidad es pensada desde la pluralidad de interrelaciones entre las diversas regiones del mundo.
La visión de la historia varía profundamente con respecto a los trabajos pioneros de los sistemas-mundo de décadas anteriores. Al punto que, por ejemplo, se propaga entre ciertos estudiosos chinos una contra visión de la historia moderna: lo que los occidentales llaman la “modernidad” no habría sido sino una turbulencia (de finales del siglo XVIII hasta las primeras décadas del siglo XXI) periodo en la cual, dada la dificultad o el retraso de China con respecto a la primera y segunda revolución industrial, este país perdió centralidad planetaria. Una brecha que, si seguimos este relato, estaría en curso de reabsorberse haciendo, otra vez, de China el “Imperio del centro”.
En tercer lugar, es indispensable asumir, esta vez en una dimensión sincrónica a nivel planetario, las variantes regionales de la modernidad. Dicho de otra manera, asumir la necesidad de pensar la diversidad de los itinerarios de la geomodernidad. Para lograrlo, es necesario disponer, incluso a distancia de la complejidad de los procesos históricos, de relatos simplificados, de representaciones que incluso a riesgo de cierto esquematismo permitan mapear diversas configuraciones a nivel mundial. Muy rápidamente, es a lo que se aboca el capítulo 6 al cual hizo referencia en su primera pregunta.
La misma modernidad occidental deja de ser única (el “Occidente”), y se imponen representaciones que señalan la gran diversidad existente dentro de las modernidades occidentales múltiples (diferenciando la especificidad de la trayectoria de Estados Unidos, distinciones entre los diversos países europeos, reivindicando “modernidades tempranas” iberoamericanas, etc.).
Al lado de este conjunto, se puede distinguir otro grupo de países que, hasta hace poco dependientes o periféricos, han logrado una puesta al día industrial exitosa (varios de países del sudeste asiático, Japón, Corea del Sur, etc.), todas ellas experiencias que entrañan un cataclismo para la concepción exclusivamente occidental-céntrica de la modernidad. Paralelamente se vislumbra otro bloque, un conjunto altamente heterogéneo de países (Rusia, India, las sociedades arabo-musulmanas, Turquía) cuya historia pasada y presente puede aprehenderse, muy esquemáticamente, a través de un combate permanente entre “modernizadores” y “tradicionalistas”, sociedades atravesadas por diversas y profundas actitudes de ambivalencia (a veces auténticos desgarramientos identitarios) con respecto a la modernidad.
Finalmente, es posible pensar, siempre a muy grandes rasgos, que la situación de África subsahariana y de América Latina presenta problematizaciones similares: inserción dependiente, subalterna y periférica en el sistema-mundo de la modernidad, ensayos infructuosos de modernización.
En cuarto y último lugar, pero los conflictos de interpretación no cesan de multiplicarse, la historia de las oposiciones y resistencias a la modernidad se ha modificado profundamente. La idea de una modernidad única enfrentada a un conjunto de resistencias todas ellas condenadas al fracaso es remplazada, aquí también, por visiones más complejas. Se diferencian entre distintas actitudes contra-modernas y anti-modernas; neo-modernas en ruptura con las tesis ortodoxas de la modernidad positivista; se rescatan versiones alternas de la Ilustración (sobre todo los trabajos sobre la Ilustración radical); se proponen versiones iliberales de la democracia; críticas propiamente modernas hacia el productivismo, etc.
No alargo los ejemplos. Esto es lo que creo hay que entender por reinicialización de las ciencias sociales. Romper con la univocidad del relato hegemónico occidental moderno con el fin de reconocer la pluralidad de las trayectorias y la necesidad de nuevos análisis. Este es el telón de fondo de varios de los grandes conflictos de interpretación propios de nuestra época. Todo lo anterior da testimonio, por lo demás, del interés por no decir la centralidad analítica contemporánea de la noción de modernidad. Ninguna otra categoría permite entablar y organizar mejor este conjunto de discusiones a nivel mundial.
«Esto es lo que creo hay que entender por reinicialización de las ciencias sociales. Romper con la univocidad del relato hegemónico occidental moderno con el fin de reconocer la pluralidad de las trayectorias y la necesidad de nuevos análisis. Este es el telón de fondo de varios de los grandes conflictos de interpretación propios de nuestra época».
Finalmente, me gustaría hacer un ejercicio prospectivo en tres momentos: En primer lugar, identificando el rol que le tocó a América Latina en el proceso histórico de develamiento de las formas más limitadas de concebir la sociedad moderna. En segundo lugar, cuáles son los rasgos que podrían definir a la modernidad que América Latina proyecta. Y, en tercer lugar, en qué condiciones se encuentra América Latina para realizar con relativo éxito este proyecto en el mundo actual.
En lo que respecta al develamiento crítico del relato hegemónico occidental moderno, un papel señero le correspondió sin duda a la escuela de la dependencia en las décadas 1960-1970 y luego a los estudios decoloniales desde inicios del siglo XXI. Pero permítame responder a su pregunta desde un registro histórico más amplio. Me apoyaré sobre un artículo complementario al libro, publicado en el 2021 en la revista Desarrollo económico (“Problematizaciones de la modernidad y de la modernización en América Latina”).
América Latina ha tenido una trayectoria altamente específica en lo que concierne a sus procesos de modernidad y modernización. Hubo, aunque no siempre se lo reconozca, una modernidad y modernización predominantemente política desde inicios del siglo XIX. La historiografía marxista condenó las independencias decimonónicas como meramente formales, o sea, sin modificación efectiva de las relaciones de producción y de las formas de dominio presentes en las haciendas, plantaciones o estancias.
El análisis es justo, pero es solo una parte de la historia. La instauración de la modernidad a través de la matriz jurídica igualitaria individualista, al romper con la matriz corporativa de la era colonial, produjo toda una serie de transformaciones políticas (como la extendida práctica del sufragio) o sociales (demandas de horizontalización interactiva en ciertos círculos culturales o asociativos). Ciertamente, los cambios se revelaron in fine limitados y en el decimonono latinoamericano todo permaneció muy sólido (muy lejos de la afirmación de Marx y Engels para quienes en el capitalismo “todo lo sólido se desvanece en el aire”). Fue la primera tragedia de la modernidad en la región.
Las élites criollas y mestizas adoptaron una vía de modernización esencialmente política que se reveló incapaz de penetrar y transformar el tejido social. La tesis de las ideas trasplantadas señala muy bien lo anterior, pero lo hace descuidando una dimensión central: Alberdi, Sarmiento, Mora en México, Bello en Chile y tantos otros sabían perfectamente que las ideas (la matriz jurídica igualitaria individualista) que intentaban imponer se desdecían con la realidad latinoamericana. Esta distancia define justamente lo propio de su visión específica de la modernización política (adoptar y adaptar las instituciones europeas modernas) y su fracaso a la hora de transformar desde estos principios las relaciones sociales.
La situación cambió desde inicios del siglo XX. Fue el gran pero corto siglo de la modernidad bajo una impronta prevalentemente económica. La historia y los protagonistas son bien conocidos: paso del crecimiento hacia afuera al desarrollo hacia adentro; sustitución de importaciones; regímenes nacional-populares; el desarrollismo; teorías de la modernización propiamente dichas; el modelo centro-periferia de la Cepal; la escuela de la dependencia; la tesis del Estado burocrático-autoritario. El colofón de todo ello es también bien conocido: la industrialización trunca de América Latina.
O sea, la modernización predominantemente económica fue –todo bien medido, todo bien comparado– un fracaso en la región. Desde muy otras coordenadas se repitió el diagnóstico del siglo anterior: de manera análoga, ni la modernización política decimonónica, ni la modernización económica del siglo XX lograron transformar a las sociedades latinoamericanas en sociedades propiamente “modernas”.
Subrepticiamente, aunque no siempre se lo reconozca del todo, desde fines del siglo pasado y en las primeras décadas del siglo XXI la ecuación volvió a cambiar: la modernización se piensa cada vez más desde una clave predominantemente cultural. Más allá de sus diferencias, es un aspecto en el cual coinciden los decoloniales, los partidarios de la emergencia indígena, los feminismos y los diversos movimientos LGBTQI+, pero también los estudios culturales latinoamericanos.
Una nueva constelación analítica que toma en cuenta los cambios producidos por la expansión de los sistemas educativos, las industrias culturales (de las telenovelas al pop), las tecnologías de la información y la comunicación, las migraciones, por supuesto la centralidad de las experiencias urbanas en la región. La conclusión es sorprendente y disruptiva con respecto a muchas visiones del pasado: se asienta la idea que los individuos en América Latina son modernos. No es un mero juicio de valor. En muchos ámbitos, las comparaciones internacionales dan testimonio claro de lo anterior.
Este es el contexto desde el cual me parece posible esbozar una respuesta a su última pregunta. Por curioso que pueda parecer con respecto a otros análisis, el gran reto contemporáneo de América Latina es lograr que la modernización cultural penetre los otros ámbitos sociales. Esto es el gran telón de fondo de tantos cambios en curso a nivel del sistema político: la ciudadanía demanda que la cultura de los Derechos humanos, los reclamos identitarios, el reconocimiento, nuevos derechos (aborto, eutanasia) penetren efectivamente el tejido social. Pero esto define también uno de los principales impases de la región hoy en día: América Latina es un “gigante” cultural moderno y un “enano” económico moderno.
El interrogante cae de suyo y hace eco a su pregunta por las posibilidades de éxito del proyecto moderno hoy por hoy en la región: ¿cómo se transita de la modernización cultural a la modernización económica? ¿Cómo comprender y enfrentar el desfase entre la creciente modernidad cultural y los muy modestos resultados a nivel de la modernización económica? Una tensión que en ningún país de la región es tan acuciante como en Argentina. Un desfase que es actualmente a la vez uno de los principales puntos ciegos de la teoría social en la región y un formidable horizonte de trabajo para las nuevas generaciones de cientistas sociales.
QUIÉN ES
Danilo Martuccelli es profesor de sociología en la Universidad de París e investigador en la Universidad Diego Portales de Chile. Sus principales temas de investigación son la teoría social, la sociología política y la sociología de la individuación. Autor de una treintena de libros, entre sus publicaciones, disponibles en una decena de lenguas, se destacan Sociologías de la modernidad (1999), Gramáticas del individuo (2002), Forgé par l’épreuve (2006), ¿Existen individuos en el Sur? (2010), Les sociétés et l’impossible (2014) y La condition sociale moderne (2017).