La región sufre un proceso creciente de deterioro de la institucionalidad democrática. Aflora autoritarismo con sustento militar y algunas medidas efectistas de sustentabilidad dudosa. La resistencia civil parece la última barricada.
Recientemente en los medios de prensa han tomado auge las noticias sobre un fenómeno que transcurre en Centroamérica: el llamado “modelo Bukele”, que hace referencia a la política de seguridad que el presidente salvadoreño Nayib Bukele ha promovido desde hace algunos años y que ha disminuido el índice de homicidios y la violencia de las pandillas, o maras en el país. Los éxitos conseguidos han servido para apuntalar su imagen entre la población salvadoreña y promover su reelección presidencial a pesar de que la Constitución no se lo permite.
Bukele se encuentra en la cresta de la ola porque sus medidas para frenar la violencia e inseguridad que azotaban a todo El Salvador son recibidas con beneplácito de una buena parte de la sociedad, cansada de vivir con temor y sufrir las consecuencias de esa situación. Pero su éxito descansa en un estilo de gobierno y un proyecto neoautoritario que utiliza la tecnopolítica con destreza, de tal manera que él mismo de autoidentifica como “el presidente más cool”.
Actualmente, la tendencia hacia nuevas formas de autoritarismo se ha extendido en toda la región centroamericana y no se limita a El Salvador. Guatemala y Honduras también muestran un preocupante giro en esa dirección, mientras el caso crítico es Nicaragua que desde 2018 ha seguido una deriva acelerada de radicalización autoritaria. Hasta la tradicional y estable Costa Rica muestra indicios que han alertado a diversos sectores de la sociedad costarricense. ¿Cómo llegó el istmo hasta este punto?
HISTORIA DE CONFLICTOS
En las últimas tres décadas, Centroamérica transitó de los conflictos bélicos internos hacia procesos de democratización después de una larga historia de gobiernos autoritarios, militares y dictaduras; además fue uno de los escenarios de la Guerra Fría entre Estados Unidos y la extinta Unión Soviética en el siglo pasado. Cuando los conflictos internos finalizaron en la década de los 90 en el siglo XX, a través de un proceso electoral en Nicaragua (1990) y la firma de acuerdos de paz en El Salvador (1992) y Guatemala (1996), generaron muchas expectativas entre las sociedades centroamericanas que ansiaban una Centroamérica en paz, con democracia y desarrollo.
El nuevo siglo inició con esas altas expectativas; sin embargo, pocos años después el escenario centroamericano aparecía cubierto con nubarrones: altos niveles de pobreza y desigualdad; inseguridad y violencia; débil institucionalidad democrática; sistemas políticos excluyentes; altos niveles de corrupción y opacidad; y un intenso flujo migratorio principalmente hacia Estados Unidos por las pocas oportunidades y certidumbres que los países ofrecían a sus poblaciones.
En el presente el escenario no ha cambiado mucho y más bien algunas de estas tendencias se han profundizado, especialmente aquellas relacionadas con el establecimiento de proyectos políticos autoritarios y el desmejoramiento de las condiciones socioeconómicas para mayorías de población. El giro neoautoritario se ha reforzado en los cinco años más recientes y presenta patrones compartidos al menos en cuatro países.
PRESIDENCIALISMO AUTORITARIO
Uno de esos patrones se refiere al fortalecimiento de los presidencialismos y la concentración de poder en las figuras presidenciales. Aunque los regímenes políticos centroamericanos han tenido rasgos presidencialistas desde siempre, el ascenso al poder de figuras como Daniel Ortega en Nicaragua, y Nayib Bukele en El Salvador ha reforzado esas características; ambos presidentes han centralizado las decisiones, mientras Guatemala y Honduras no escapan a esa tendencia. La llamada tecnopolítica aparece como un factor de influencia importante por el uso del marketing político, las nuevas tecnologías de la comunicación y las redes sociales para apuntalar la imagen de figuras autoritarias y egocéntricas, tal como ha quedado en evidencia en el caso del presidente salvadoreño. Las ideologías parecen no hacer ninguna diferencia considerando que algunos presidentes se autoidentifican como izquierda y derecha en sus discursos.
Otro patrón se puede apreciar en la captura de los demás poderes estatales y la ruptura del balance e independencia que es empujado desde los ejecutivos. Esto se expresa en el control y subordinación de las Cortes Supremas de Justicia y el poder judicial, tal como se puede observar en Nicaragua y El Salvador, mientras que en Guatemala y Honduras el control avanza a pasos acelerados. Por ejemplo, en Guatemala se ha puesto en evidencia a través del control presidencial sobre la Fiscalía y el órgano electoral. Los parlamentos también son blanco de este control y al menos en el caso de El Salvador y Nicaragua se encuentran subordinados a los designios presidenciales; en Guatemala, los recientes resultados electorales y las impugnaciones presentadas por varios partidos políticos ante la Corte Constitucional, así como la decisión del órgano electoral de no confirmar esos resultados, muestra el control del oficialismo sobre ambas instituciones.
Mientras los nuevos autoritarismos tratan de instalarse en la región, el contrapeso más importante se encuentra en los propios centroamericanos y el gran capital social de organización, participación y movilización que se ha construido a lo largo de varias décadas.
Por su lado, los intentos de controlar el Congreso y el Supremo Tribunal en Honduras han dado lugar a crisis institucionales y disputas entre grupos de poder. Los gobiernos locales también se encuentran en la mira del control de los ejecutivos, de tal manera que esta centralización se ha operado no solamente en dirección horizontal sino también vertical, lesionando seriamente la independencia y autonomía de diferentes poderes estatales.
DEMOCRACIAS MILITARIZADAS
El militarismo y la militarización también se han instalado como patrones reconocibles en el escenario centroamericano a partir de los discursos oficialistas. La pandemia por el Covid-19 facilitó el regreso de los militares a papeles protagónicos, aunque no evidentemente públicos, una tendencia que ya perfilándose en la región desde antes, tal como ocurrió en febrero de 2020 cuando el presidente salvadoreño Nayib Bukele irrumpió en el congreso acompañado de un destacamento militar, y en Nicaragua, desde el 2018 Daniel Ortega militarizó prácticamente a todo el país desplegando dispositivos policiales para contener las multitudinarias protestas ciudadanas. Durante la pandemia, las medidas de confinamiento y control sirvieron como la excusa perfecta para desplegar fuerzas policiales y militares, mientras que los presidentes aparecían flanqueados por los jefes de los cuerpos castrenses y de policía. Por otra parte, se han promovido los populismos punitivos, los estados de excepción, policías militarizadas, el endurecimiento de las políticas de seguridad y de las penas bajo el pretexto de responder a las demandas de mayor seguridad de los ciudadanos en una región asolada por la violencia y la inseguridad a causa de las maras y el crimen organizado.
La corrupción, la opacidad y la discrecionalidad en la gestión pública es también una característica que se encuentra en todos los países de la región y al más alto nivel. En Guatemala, los niveles y profundidad de la corrupción están imbricados en la estructura de poder a tal punto que se le ha dado en llamar “Pacto de corruptos”; en Honduras, los vínculos entre el narcotráfico y las élites de poder político y económico llegaron al más alto nivel, tal como quedó demostrado con la extradición del expresidente Juan Orlando Hernández y otros funcionarios públicos.
RESISTENCIA DEMOCRÁTICA
En Nicaragua, el grupo económico conformado alrededor de la pareja presidencial conformada por Daniel Ortega y Rosario Murillo controla los principales sectores de la economía y dispone de la institucionalidad estatal con discrecionalidad absoluta; mientras en El Salvador, el gobierno de Nayib Bukele recientemente construyó e inauguró una mega prisión sin rendir cuentas claras sobre los fondos, además que ha sostenido oscuras negociaciones con líderes de maras. La democrática y estable Costa Rica no se escapa a esta tendencia, de tal manera que durante los últimos años han salido a luz varios casos de tráfico de influencias y corrupción que involucran incluso expresidentes y un buen grupo de alcaldes.
Otras similitudes de estos nuevos autoritarismos se refieren a las restricciones que se están operando en el ejercicio de derechos ciudadanos fundamentales como la libertad de expresión y la libertad de prensa, dando lugar a la persecución de medios de comunicación y periodistas críticos en Nicaragua, El Salvador, Honduras y Guatemala. También hay serias amenazas al derecho de asociación por la persecución y cierre de numerosas organizaciones sociales, siendo el caso más crítico el de Nicaragua con la cancelación de más de 3 mil asociaciones. Los riesgos para defensores de derechos humanos también se han incrementado por los ataques, amenazas e incluso asesinatos cometidos en su contra en todos los países.
Mientras los nuevos autoritarismos tratan de instalarse en la región, el contrapeso más importante se encuentra en los propios centroamericanos y el gran capital social de organización, participación y movilización que se ha construido a lo largo de varias décadas. Por eso no es extraño que la persecución y vigilancia estén dirigidas a estos grupos. En todos los países se han efectuado grandes movilizaciones sociales en los últimos años, movilizaciones que hablan de la apropiación de derechos además del extendido descontento ciudadano. El escenario no es halagüeño y revela una contradicción fundamental entre los autoritarismos remanentes del siglo pasado, ahora revestidos por el marketing político y el uso de las redes sociales, y las fuerzas emergentes que mantienen la expectativa de una Centroamérica en paz, democracia y desarrollo; una Centroamérica con futuro para las nuevas generaciones.