Milei es el representante local de las nuevas derechas que han arreciado en el mundo y, a su modo, una novedad en nuestro escenario político. A pesar de sus discursos altisonantes y ademanes, Martínez Olguín considera que no se trata de un fascismo y, por tanto, no es una amenaza real a la democracia.
Ganó Milei. Y el mundo se vino abajo. El mundo, digo, porque el porteñismo algo insoportable de los medios tradicionales de comunicación ubica siempre a la Argentina en ese lugar que no tiene: en el centro, justamente, del mundo. Las tapas o notas de los diferentes diarios locales recuperaban, así, las notas o las tapas de los diarios internacionales sobre el fenómeno que sorprendió a propios y a extraños. Pero, sabemos, que Argentina no es, ni mucho menos, el centro del mundo. Aunque tampoco es su patio trasero, un país marginal, al menos en el universo democrático contemporáneo que compone este lado del planeta: Occidente. Su lugar es mucho más modesto, es cierto, pero no por ello inexistente. La democracia argentina forma parte, si se quiere, de la periferia de las democracias occidentales contemporáneas sin por eso dejar de tener su gravitación específica en América Latina y en parte de Europa y América del Norte. He aquí, entonces, el primer dato importante: como tal, en el contexto en el que ella se encuentra, Argentina no puede, de ningún modo, estar exenta de la influencia de los fenómenos políticos que afectan a las democracias contemporáneas en la actualidad.
Milei expresa, entonces y en primer lugar, eso: la emergencia de un fenómeno político, de nuevos estilos de liderazgos, hacia allá vamos, que no son ni exclusivos de nuestro país ni ajenos completamente: primero Trump en Estados Unidos, luego Bolsonaro en Brasil, en buena medida Kast en Chile (y la lista sigue: Le Pen en Francia, Gouland en Alemania, etc.) son buenos ejemplos de estos nuevos estilos de liderazgos. Son lo que, frecuentemente, los mismos medios de comunicación del mundo y buena parte del mundo intelectual suelen llamar “nuevas derechas” o “políticos antisistema”. Pero flaco favor le haríamos al análisis de nuestra época si solo estas fueran las etiquetas con las que intentamos describir, y sobre todo comprender, este novedoso fenómeno surgido en las primeras décadas del nuevo siglo. Observemos entonces el mapa completo, alejemos la mirada y miremos un poco más a distancia para ver lo que, detrás de la figura que aparece como nueva (lo visible), contrasta el fondo de lo viejo (lo invisible), como diría Merleau-Ponty. Milei, en primer término y por ende, no es eso que se esfuerza en parecer: una figura totalmente nueva. Nueva, pero aún así no totalmente nueva, será en todo caso para la democracia argentina, desacostumbrada, hasta ahora, a este estilo de liderazgos.
Milei expresa, entonces y en primer lugar, eso: la emergencia de un fenómeno político, de nuevos estilos de liderazgos, hacia allá vamos, que no son ni exclusivos de nuestro país ni ajenos completamente: primero Trump en Estados Unidos, luego Bolsonaro en Brasil, en buena medida Kast en Chile (y la lista sigue: Le Pen en Francia, Gouland en Alemania, etc.) son buenos ejemplos de estos nuevos estilos de liderazgos.
Ahora bien: si nada es completamente nuevo, nada es completamente viejo. Lo cierto es que un buen número de dimensiones dan cuenta de las aristas que asoman como novedosas en todos estos estilos, parcialmente nuevos, entonces, de liderazgos. En primer lugar, su matriz ideológica: todos ellos, a pesar de su remanido mote de nuevas derechas, no comparten ni tienen una misma cosmovisión del mundo: para empezar, Trump es una especie de líder proteccionista que defiende la industria y la producción manufacturera estadounidense, al mismo tiempo que sostiene la exención de impuestos para los sectores más favorecidos (grandes empresas y grandes fortunas) y hace gala de un nacionalismo claro y conciso (matizado por el típico etnicismo blanco de derecha que encarna el American Dream de principios de siglo pasado: el Make America Great Again, slogan de su primer campaña, expresa justamente también este punto); Bolsonaro, por su parte, es un liberal ortodoxo, nacionalista también (un nacionalismo, claro, del Brasil blanco y no afro-colonial), pero ha sabido también mostrarse como un pragmático cuando el contexto lo ameritaba (en los últimos meses de su gobierno no dudó en aplicar una política económica expansiva para pelearle el voto a Lula); Milei, por último (podríamos seguir con la lista pero con esta breve ilustración basta), no es ni un proteccionista ni un liberal ortodoxo, es una especie de, o se presenta como, un liberal radical (un libertario), sin miedo a hacer polvo nuestra moneda para reemplazarla por el dólar sin ningún prejuicio, por un parte, mientras que su nacionalismo se muestra todavía difuso en el universo expresivo que este comienza a desplegar y se reivindica, además, como una especie de intelectual económico (ferviente defensor de la Escuela Austríaca del pensamiento económico: una rareza que ni el FMI puede, en rigor, digerir).
Lo nuevo, entonces, es ante todo y en principio esta ensalada ideológica que estos liderazgos encarnan a pasar de la insistente vocación de hacerlos parecer como si fueran exactamente lo mismo. No son, por ende, exactamente lo mismo pero sí, nobleza obliga, comparten lo que desde mi punto de vista los une como el implacable fil rouge que comparte la literatura novelada: un universo expresivo que los vuelve casi lo mismo, un fenómeno parecido. Ese universo expresivo no es ni más ni menos que su estilo: una mezcla fina y delicada, la sazón ideal entre el antagonismo jacobino que supo alimentar otros fenómenos políticos en la historia de la Argentina y del mundo, por un lado, y su fascismo aspiracional, para recuperar esa hermosa expresión del teórico político William Connolly, cuya razón de ser no es de ningún modo transparente a sí misma, lo que en efecto nos hace confundir a menudo a aquellos con líderes fascistas (una hipótesis tan desafinada como equivocada).
Vayamos rápido, por ende, al primero de los puntos: el jacobinismo que caracteriza estos liderazgos. Este último consiste, ni más ni menos, que en la puesta en práctica de un estilo de antagonismo que, para recuperar la expresión del querido amigo y colega Gerardo Aboy Carlés, toma la parte por el todo y realiza así una reducción violenta del populus o el pueblo a una parte de este último. Nada nuevo, en este sentido, bajo el sol: estilos jacobinos del conflicto político existieron, y existen, a lo largo de la historia. Sin repetir y sin soplar, desde el movimiento que les dio su nombre en los albores de la Revolución Francesa, el movimiento de los jacobinos, hasta el peronismo revolucionario de los ’60 y ’70 en Argentina, por ejemplo. En el caso de Trump, para seguir con el argumento, esta reducción se realiza en nombre de la “América blanca y trabajadora” que encarna el verdadero pueblo norteamericano (eso es lo que expresa, a su vez e insisto, el famoso Make America Great Again, de la primera campaña electoral del republicano) contra aquellos que la amenazan (inmigrantes ilegales, negros, etc.). Bolsonaro, para citar otro ejemplo, encarna la parte de la ciudadanía brasileña que sostuvo el Brasil próspero e industrial de mediados del siglo pasado (de las décadas, más precisamente, del ’50 ’60 ‘70). Milei, está claro, encarna a la parte del pueblo que se enfrenta a la casta (esa entelequia paradójica que al mismo tiempo que lo incluye lo expulsa: la clase política o el Estado).
Ahora bien: no solo este jacobinismo que parte a la sociedad en polos y reduce el todo a una parte es lo que hace a la carne, que le da su carnadura, a estos estilos de liderazgos. Si nada es totalmente nuevo en el mundo social, dijimos, nada es totalmente viejo. Parte del universo expresivo que ellos comparten es, también, algo relativamente inédito en el mundo democrático contemporáneo: su fascismo aspiracional. Su vocación, dicho de otro modo, de surfear los límites de la democracia, de tensar sus mecanismos más básicos, de darle otro tono a los derechos que, en el último medio siglo, en buena medida el mundo democrático hizo posible. De allí, decía, la confusión tan grosera pero entendible que comprende a estos líderes como fascistas. Una confusión, sin dudas, muy mala para comprender la verdadera dimensión del fenómeno. Porque por más fascistas que parezcan y quieran hacerse parecer, por más aspiración fascista que tengan, ninguno de ello es, en rigor, un fascista, sino, antes bien, todo lo contrario: son fenómenos, estilos de liderazgos, democráticos, que la propia plasticidad de la democracia permite.
Ninguno de ellos, dicho de otro modo, ha hecho del principio fundamental de la democracia, el de la separación entre el derecho y el poder, entre el poder y el derecho y el cuerpo del soberano, un nuevo anudamiento autoritario. Por más tensa y difícil que sea su relación con las democracias, insisto, el fascismo aspiracional que hoy sobrevuela a estas no ha hecho, dicho de otro modo, del cuerpo del líder la fuente del derecho y del poder. Todos aceptan, a regañadientes, con gestos grandilocuentes, con cánticos de fraude que solo quedan en eso, en cantos de sirena, que el único modo de dirimir la legitimidad del poder son las elecciones y que el derecho es, siempre, objeto de disputa (un simple y llano ejemplo: Milei acaba de proponer, para abolir la Ley del Aborto, un plebiscito: jamás se le ocurriría derogarla por decreto, porque la inconstitucionalidad de esta acción es tan evidente como peligrosa para su propia acumulación de poder y popularidad: la Ley fue aprobada por amplia mayoría en ambas Cámaras).
Parte del universo expresivo que ellos comparten es, también, algo relativamente inédito en el mundo democrático contemporáneo: su fascismo aspiracional. Su vocación, dicho de otro modo, de surfear los límites de la democracia, de tensar sus mecanismos más básicos, de darle otro tono a los derechos que, en el último medio siglo, en buena medida el mundo democrático hizo posible. De allí, decía, la confusión tan grosera pero entendible que comprende a estos líderes como fascistas.
Este último punto es, en efecto, lo que convierte a Milei en un momento más, en un pliegue singular, epocal, de nuestra democracia contemporánea. Dicho de otro modo: nada indica, al menos hasta ahora, que su fascismo aspiracional venga a amenazar, a 40 años del retorno de la democracia argentina, a nuestra propia democracia nacida en 1983, un verdadero régimen político (en su sentido amplio) inédito cuyas bases, desde mi punto de vista, permanecen intactas. Por supuesto que las tradiciones políticas que en buena medida vieron nacer ese régimen y lo alimentaron, la justicia social y el igualitarismo del peronismo, como desarrolla Martín Plot en diversos trabajos, devenido, retomando sus palabras, kirchnerismo transversal al inicio de los 2000 y kirchnerismo tardío o residual, jacobino, en mis palabras, en su última etapa, y el liberalismo político del radicalismo, reencarnado en el republicanismo del Pro y Cambiemos en este último tiempo (junto con el movimiento de derechos humanos, desde luego) sí se ven, para decirlo de algún modo, “amenazadas” por un liderazgo cuyo universo expresivo está al servicio de una democracia ultra-hiper-liberal (en el sentido económico del término). Como, con otros matices y salvando las distancias, pudo haber sido la expresión menemista de nuestra democracia.
Creer que la emergencia de Milei pone en crisis los 40 años de democracia, porque amenaza los fundamentos más básicos del régimen que se inicia en el ’83, es un tiro errado: la democracia no es un modelito armado, un paquetito cerrado, un esqueleto con forma predeterminada, es un régimen político plástico, maleable y capaz de anidar, en su seno, a este tipo de movimientos antidemocráticos o poco pluralistas, como el fascismo aspiracional de Milei, Trump, o Bolsonaro. El régimen nacido hace 40 años en Argentina, en el ’83, insisto, no deja de ser, para recuperar esa hermosa expresión del colega y amigo Cristián Acosta Olaya sobre el gaitanismo de Colombia, nuestro dique en aguas turbulentas. Aunque, quizás sí, en este sentido, Milei encarne los atisbos de nueva tradición política ultra-liberal que quizás, hasta ahora, no hayamos visto del todo desplegada en la Argentina. Pero el fondo que ilumina la democracia que nació hace 40 años en nuestro país no está, desde mi perspectiva, en peligro: lo que peligra es la forma que queremos darle a esta última: con más o menos democracia social, con más o menos justicia social, más o menos igualitaria, más o menos libertaria y mercadocentrista.
En cualquier caso, un punto queda claro: el mundo democrático contemporáneo se enfrenta a nuevos estilos de liderazgos que traen consigo nuevos estilos de democracias. El fascismo aspiracional de estos nuevos estilos de liderazgos nos propone, por ende, nuevos paisajes. Y el paisaje que, en particular, parece proponernos este fascismo aspiracional parece ser, para retomar el título del texto, un desierto. Un desierto, como bien sabemos, es un lugar despoblado o deshabitado, donde lo que abunda y sobra, para la vida humana, son condiciones para hacerla imposible: calor extremo, escasez de agua, tierra imposible de ser cultivada. El paisaje que nos ofrece el fascismo aspiracional es, en este sentido, el de una democracia desértica: con cada uno librado a su suerte, con recursos escasos y una vida bastante cercana a la del desierto del Sahara. Pero un desierto puede funcionar, también, como una promesa: cuando el resultado de un premio queda desierto, queda vacío, nadie está en condiciones de adjudicárselo, y habrá que esperar una nueva oportunidad para que alguien lo gane. Mientras el régimen al que dimos nacimiento en el ’83 siga de pie, el premio al que aspira el fascismo aspiracional de Milei, los 4 años constitucionales que le competen como presidente de nuestra democracia, puede quedar desértico y entonces el sentido del desierto que nos ofrece puede tomar otro significado. Todavía estamos a tiempo.