La política española y argentina muchas veces se miran en el espejo. No han pasado ni diez años desde que un grupo de académicos españoles fundó Podemos, inspirándose, en parte, en las enseñanzas de Ernesto Laclau y la estética rebelde y juvenil del kirchnerismo. Hoy, tal como afirma Pablo Stefanoni, la rebeldía se volvió de derecha y ha cambiado de símbolos y de narrativas.
Aunque existen diferencias entre Vox y La Libertad Avanza, ambos comparten, junto a otras experiencias de extrema derecha, la defensa a los gritos de una libertad individual atomizada, desvinculada de todo compromiso con la sociedad y proyecto republicano en común.
A entender este fenómeno libertario está dedicado La libertad democrática (Galaxia Gutenberg, 2023), el último libro del filósofo español Daniel Innerarity (Bilbao, 1959).
Catedrático en la Universidad del País Vasco, director del Instituto de Gobernanza Democrática, profesor en el Instituto Europeo de Florencia y ha sido profesor invitado en diversas universidades europeas y americanas. Autor prolífico, ha aceptado esta entrevista para conversar sobre algunas de las ideas expuestas en su último libro y temas de la actualidad.
LA BANDERA DE LA LIBERTAD
En su último libro usted eligió la libertad como valor sobre el cual interpretar las diferencias entre derecha e izquierda en la actualidad ¿Por qué la libertad y no otros conceptos, como la igualdad, la tradición o la antinomia Estado-mercado?
Me llamó la atención que este concepto hubiera pasado a manos de la derecha en los últimos años. Hay que tener en cuenta que, al menos en España, las derechas vienen de una tradición más bien autoritaria o al menos conservadora, poco liberal, mientras que las izquierdas han enarbolado la bandera de la emancipación, aunque le hubieran dado a esto un carácter colectivo.
Esa apropiación es muy significativa de ciertos cambios que han tenido lugar en nuestro actual paisaje político. Y solo se podía dar porque la derecha está defendiendo una idea liberal de libertad, que me parece mucho menos interesante que la concepción republicana, que vincula el desarrollo individual con la protección de ciertos bienes comunes en la idea de libertad como no dominación, más que como mera no interferencia.
«A la sociedad, después de haberla escuchado sin arrogancia, el sistema político puede situarla frente a sus propias responsabilidades […] bastaría con que fuéramos capaces de hacer entender hasta qué punto el desarrollo de la libertad individual es indisociable de bienes colectivos como la paz, la estabilidad económica, la seguridad o el medio ambiente».
Como bien usted dice en La libertad democrática, la sociedad no suele estar dispuesta a hacer grandes cambios o sacrificios en su estilo de vida, a menos que se les presente alguna ganancia individual o colectiva. Todos nos movemos por incentivos ¿Cómo puede avanzar la izquierda española con la agenda reformista sin caer en la tentación elitista de la superioridad moral o sin ser acusada de ser “más mojigata y meapilas que las señoras del franquismo”?
A la sociedad, después de haberla escuchado sin arrogancia, el sistema político puede situarla frente a sus propias responsabilidades. Y se puede hacer sin arrogancia moral; bastaría con que fuéramos capaces de hacer entender hasta qué punto el desarrollo de la libertad individual es indisociable de bienes colectivos como la paz, la estabilidad económica, la seguridad o el medio ambiente.
La alternativa es el populismo que halaga al pueblo con lo que a este le gusta oír, como se halagó en otro tiempo a los soberanos absolutos.
Allá por 2015, usted escribió un libro en el que decía que la indignación, con toda su épica transformadora, no era una revolución, sino un estado de ánimo. Hoy los indignados se movilizan por personajes como Donald Trump o Jair Bolsonaro y Javier Milei, tal como hacía Pablo Iglesias en su momento, convirtió la lucha contra la “casta” en una de las principales batallas ¿Los sujetos de la indignación de 2011-2015 son los mismos de hoy? ¿Cómo explicar esta derechización de la indignación?
Efectivamente hay muchas diferencias entre unos y otros, pero me sigue pareciendo que el populismo es una mala solución, sea en su versión de izquierdas o de derechas.
Unos y otros simplifican el campo de juego de una manera que se ahorra todos los matices de la complejidad social, mientras se arrogan la representación del pueblo soberano, compacto e inocente, de un modo que lo convierte en un arma de destrucción masiva. Y no deja de llamarme la atención que la cruzada contra las élites sea dirigida por una parte de esas élites.
EL ODIO Y LA VIOLENCIA
Hace poco más de una década que uno lee en la prensa y en las redes sociales una enorme preocupación por los discursos de odio y la agresión verbal. Frente a tanto dramatismo, usted afirma que es posible que una sociedad esté llena de odio y a la vez sea pacífica ¿Esto se explica por la canalización de las instituciones democráticas o por el espíritu de conservación de sociedades con cierto grado de desarrollo?
Si el recurso a la violencia obedece muchas veces a que se desespera de que las instituciones hagan lo que tienen que hacer, el hecho de sustituirla por el hostigamiento verbal indica que damos por seguro que las instituciones hacen lo que tienen que hacer; puede considerarse, con independencia de la degradación personal que implica para quien la ejerce, un avance de la civilización y de la democracia.
«Probablemente nos permitimos odiar tanto porque sabemos que —por la solidez de nuestras instituciones, el estado de derecho o la amenaza del castigo de la ley— es muy improbable que ese desprecio mutuo desemboque en violencia».
Que el odio no pase de la declaración se debe a que hay demasiado que perder, económica y políticamente. Este odio pacífico es, de hecho, profundamente hipócrita; se ejerce en un marco que fingen querer subvertir.
Podríamos identificar una curiosa ley en virtud de la cual aumenta el odio y se pacifica la protesta. Es posible que las sociedades estén llenas de odio y a la vez sean pacíficas. Son pacíficas en el sentido de que, salvo momentos puntuales, no recurren a la violencia. Así pues, vivimos una época en la que hay mucho odio y poca violencia.
Conviene no confundir ambas cosas. Este grado de hostilidad intensa que padecemos hoy en nuestras democracias no tiene nada que ver con la violencia armada organizada. El odio no es la antesala de la violencia sino que puede estar sustituyéndola. Probablemente nos permitimos odiar tanto porque sabemos que —por la solidez de nuestras instituciones, el estado de derecho o la amenaza del castigo de la ley— es muy improbable que ese desprecio mutuo desemboque en violencia.
Con esto no quiero subestimar lo que tiene de inaceptable y el riesgo que supone para la convivencia democrática, sino tratar de situar este fenómeno en su verdadera dimensión.
Muchas veces vemos como los políticos se retiran del recinto o desaparecen de la escena pública si no pueden imponer sus principios o sus intereses en el juego democrático ¿Por qué diría usted que prefieren la impotencia antes que ejercer el rol para el que fueron elegidos?
Desconozco cuál puede ser el encanto de eso que llaman la erótica del poder, pero me resulta todavía más difícil de comprender el atractivo de la impotencia. Me refiero a lo que puede sentir quien se sitúa en una posición en la cual el poder se simboliza pero no se ejerce, se ocupa, no se transforma nada.
Supongo que tendrá que ver con el gozo de sentirse cerca de los principios, distribuyendo certificados a diestra y siniestra, sin la incomodidad de las responsabilidades, sin hacerse merecedor de la más mínima sospecha de traición.
Administrar la impotencia exige menos que gestionar el poder, o sea, ese poder limitado y pactado, que es el único realmente disponible en una sociedad democrática. Es más fácil comunicar a los propios seguidores la impotencia que el poder, es decir, que los adversarios no nos dejan hacer nada (aunque, en realidad, lo que ocurre es que no nos dejan hacer todo) que hacerles saber que hemos conseguido poco y, por tanto, que hemos renunciado a mucho.
El éxito de las negociaciones con el adversario (en la medida en que implican alguna cesión o renuncia) es más difícil de comunicar que su fracaso. Sobrellevamos mejor los límites externos que otros puedan imponernos para impedir que consigamos todo aquello a lo que aspiramos que los límites que deberíamos ponernos a nosotros mismos para conseguir parte de lo que deseamos.
La campaña de Javier Milei ha puesto el foco en la crítica contra el gasto educativo y científico en disciplinas “inútiles”, como las ciencias sociales y las humanidades. Más allá de la mala fe o el cálculo electoralista, creo que la crítica abre un debate completamente legítimo. Después de todo, tratándose de dinero público, la ciudadanía tiene todo el derecho a preguntar o cuestionar cómo se gasta ¿Cuál es el rol de la formación humanística o de la investigación en ciencias sociales en contextos de escasez o en contextos donde se mira a la ciencia en clave utilitarista?
La justificación del gasto público es un principio democrático y por eso Milei activa ese argumento con un cierto éxito. Lo que habría que justificar es, en primer lugar, quién se va a hacer cargo de decidir cuáles son las materias científicas inútiles y, en segundo lugar, puede demostrarse empíricamente, con datos, que las ciencias sociales y las humanidades contribuyen al desarrollo de la sociedad, también en clave económica.
En cualquier caso, yo le respondería como lo hago con quienes me preguntan para qué sirve la filosofía: para preguntarse qué significa que algo es útil.
INTERNET Y DEMOCRACIA
En La sociedad del desconocimiento, usted dice que uno de los factores de la gran revolución de la modernidad fue la imprenta. Con el libro impreso aparece el lector individual que interpreta el conocimiento y las normas por sí mismo, que pasa a cuestionar el orden social y político heredado ¿Es posible trazar una analogía con la aparición de Internet y del smartphone en nuestro mundo del siglo XXI? ¿De qué revolución se trata?
El primer efecto democrático de internet es la desjerarquización. Cuando una tecnología desdibuja la frontera entre la conversación privada y la información pública lo que hace es atenuar las distancias sobre las que se ha construido la verticalidad del espacio público en el que hemos vivido: entre periodistas y lectores, entre creador y usuario, entre profesionales y aficionados, entre actores y audiencias.
«Internet supone una ampliación del espacio público, que ya no puede ser entendido como un diálogo gestionado por los periodistas y los profesionales de la política».
El espacio público tradicional relegaba a la sociedad a la función de audiencia, filtraba y domesticaba sus opiniones, privatizaba su intimidad, infantilizaba a los ciudadanos y profesionalizaba el saber. Internet supone, frente a ello, una ampliación del espacio público, que ya no puede ser entendido como un diálogo gestionado por los periodistas y los profesionales de la política.
Pasadas las expectativas exageradas, estamos en condiciones de desenredar esa ilusión y preguntarnos si realmente internet ha aumentado la esfera pública, hasta qué punto ha hecho posible nuevas formas de participación, ampliando el poder de la gente frente al de las élites.
Sin dejar de reconocer las capacidades de la red, podemos examinar críticamente las promesas del ciberutopismo, esa ingenua creencia en la naturaleza inexorablemente emancipatoria de la comunicación on line que desconoce sus límites o incluso su lado oscuro.
La irrupción de internet va a modificar profundamente la política, que ya no puede ser practicada como hasta ahora. Al mismo tiempo, no deberíamos caer en esa beatería digital que parece desconocer sus ambivalencias.
FILOSOFÍA Y POLÍTICA
Hace algunos años usted tuvo una experiencia como candidato al Parlamento europeo por el partido navarro Geroa Bai ¿Con qué dificultades se encuentra el filósofo cuando quiere ser un hombre de acción?
En España hay muchos filósofos que han contribuido a la vida democrática, también en puestos de relativa responsabilidad: Gregorio Peces Barba, Manuel Cruz, Maria Eugenia Rodríguez Palop, Fernando Savater, Clara Serra entre otros. Con algunos tengo más sintonía y con otros he participado en debates intensos. Pero la implicación de eso que podemos llamar intelectuales en la vida pública es fructífera en ambas direcciones siempre y cuando no vaya uno a dar lecciones sino más bien a aprender.
Mi compromiso se dio bajo la condición de que no iba a salir elegido, pues no entra dentro de mis planes dejar la filosofía. De todas maneras he aprendido mucho de la cercanía a la vida política y concretamente a comprender las dificultades de la tarea.
En Pasado imperfecto, Tony Judt afirma que el tiempo del “intelectual-héroe” típico de la era de Sartre y Malraux ya caducó. Efectivamente, daría la impresión de que, en la actualidad, los intelectuales ya no tienen la gravitación y la influencia que podían tener en la posguerra ¿A qué se debe? ¿Cree que es algo necesariamente malo?
Hoy hay muchos más centros de conocimiento y voces autorizadas que en aquellas épocas, lo cual, más que considerarlo una pérdida lo veo como una ganancia: que nos veneren menos nos da la libertad de no llevar encima una excesiva responsabilidad y, sobre todo, hemos recuperado la comodidad de ser una voz más en un entorno igualitario.
Para terminar, en La libertad democrática usted cita una frase de Carlo Ginzburg que me pareció fascinante y que creo que apela mucho a argentinos y españoles: “El país del que uno se avergüenza es el país que uno ama” ¿Qué quiere decir?
Todas las naciones se han edificado sobre alguna injusticia, como muestra la experiencia colonial, la exclusión ejercida en la formación de los estados modernos, los exterminios y las imposiciones de unos grupos sobre otros o las diversas formas de violencia ejercida por los movimientos de liberación nacional.
«La memoria justa de las naciones es la inclusión del sufrimiento del otro. Aunque las naciones se hayan construido sobre la culpa arrojada sobre los otros, la memoria de las naciones que yo defiendo es la disposición a reconocer la propia culpa».
Con este rastro histórico, las naciones ya no pueden seguir manteniendo acríticamente sus imágenes acerca de sí mismas y sus construcciones de la memoria, pero sobre todo no pueden permitirse olvidar a las víctimas de su propia historia. Esto no significa que todas las naciones o todos los “nacionales” tengan culpa o la tengan en la misma medida, sino que, reconociendo que las naciones han servido en muchas ocasiones para victimizar, nos propongamos configurarlas en delante de un modo inclusivo.
La memoria justa de las naciones es la inclusión del sufrimiento del otro. Aunque las naciones se hayan construido sobre la culpa arrojada sobre los otros, la memoria de las naciones que yo defiendo es la disposición a reconocer la propia culpa.