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Mal e ideología: a propósito y más allá del caso Alberto Fernández

por | Ago 21, 2024 | Nacionales, Opinión

La denuncia pública contra Alberto Fernández desató una infinidad de controversias y debates públicos. Con ese trasfondo, Javier Franzé se propone discutir la relación que se estableció entre la presunta acción y la ideología del acusado para advertir sobre los riesgos de la moralización de la política. 

El expresidente Alberto Fernández enfrenta denuncias de violencia de género.

 

MUCHO MÁS QUE UN PROBLEMA IDEOLÓGICO

La presunta violencia que el expresidente Alberto Fernández habría ejercido durante su mandato sobre su entonces pareja ha generado conmoción no sólo en nuestro país, aunque lógicamente ha sido aquí donde se han dado las reacciones políticas más intensas.

Entre ellas han aparecido narrativas que vinculan esa denuncia contra Fernández con su ideología. Dos de esas versiones han sido de signo opuesto, pero ambas regidas por la misma lógica. Unos dijeron que todo se debía a su kirchnerismo y otros, a su traición al kirchnerismo; más concretamente, a Cristina Fernández de Kirchner.

Los primeros —el gobierno actual y los medios que lo apoyan— describieron la ideología de Alberto Fernández como una combinación de kirchnerismo, peronismo histórico y   “progresismo”. A esta mezcla de males, el peronismo histórico aportaba su —para esta mirada— inveterada tendencia al abuso de poder, mientras el kirchnerismo añadía la hipocresía propia del progresismo contemporáneo, que levanta banderas feministas, ecologistas, igualitarias o de derechos humanos sin creer en ellas ni, sobre todo, practicarlas. El resultado natural de esta amalgama no podía ser —siempre para esta narrativa— sino un presidente como Fernández, feminista en público y maltratador en privado.

En ambos casos, kirchneristas y anti-kirchneristas entendieron que la conducta moralmente reprobable en la que Fernández habría incurrido tenía como origen su adhesión a una ideología o posición para aquéllos rechazable.

La posición que atribuyó la conducta de Fernández a su traición al peronismo kirchnerista fue enarbolada por La Cámpora. Esta organización respaldó la acusación de violencia de género contra el exmandatario y aprovechó para resignificar las malas relaciones que Cristina, en su rol de vice, tuvo con él como una expresión de ese maltrato (ahora generalizado) de Fernández hacia las mujeres.

En ambos casos, kirchneristas y anti-kirchneristas entendieron que la conducta moralmente reprobable en la que Fernández habría incurrido tenía como origen su adhesión a una ideología o posición para aquéllos rechazable. Dos actores sintetizaron sendas posiciones: uno, kirchnerista, dijo que los “k” —en los que se incluyó— habían “fingido demencia al votar a Alberto”; el otro, anti-kirchnerista, sostuvo que “el peronismo produce este tipo de gente”.

Esta vinculación causal entre ideología y conducta reprobable es interesante para ver e ilustrar la diferencia entre dos maneras de abordar la relación entre política y ética: la mirada de la ética política, tal como la pensaron Maquiavelo o Weber, y la de la moralización de la política. Sin duda, un caso como el del expresidente argentino es político y, como tal, exige un examen ético. Pero el problema es que muchas veces, y especialmente con casos como éste que despiertan una entendible y profunda indignación moral, ese examen se cree realizado a través de la moralización de la política, que en realidad termina obturándolo. Veamos por qué.

ÉTICA POLÍTICA Y MORALIZACIÓN DE LA POLÍTICA: DOS COSAS DIFERENTES

 

Viñeta del humorista gráfico Forges.

 

La política es luchar por hacer valiosos unos valores para el conjunto de la comunidad. Se trata de generalizar algo particular, de persuadir al resto para que vea como vemos nosotros. Estos valores son considerados lógicamente buenos por aquellos que los impulsan (típicamente los partidos políticos, aunque no sólo). Así que toda acción política, en tanto parte de una lucha, favorece unos valores y perjudica otros. Toda acción política tiene implicaciones éticas, lo sepan o no quienes la impulsan. La ética política es así indisociable de la práctica política.

Pero, a la vez, la práctica de la política no puede ser absolutamente impoluta e inmaculada. El bien que —a los ojos de sus impulsores— toda acción política busca siempre viene mezclado con algún grado de mal, inscrito en la lógica de la práctica política. El ejemplo más elocuente sería que la búsqueda de la paz tiene como reaseguro y garantía el monopolio de la violencia estatal. Paz y violencia (legítima) van entonces juntos. Otro caso obvio, sobre todo en democracia, es que las preferencias de unos son —incluso en el mejor de los casos, cuando son mayoritarias— rechazadas por otros, con lo cual siempre hay alguien obligado a hacer lo que de otro modo no haría.

La ética política sirve para pensar estos problemas. Se dirige a analizar la fisonomía de toda acción política para llamar la atención sobre esa combinación irreductible de bien y mal que lleva en sí. No cree que pueda haber una acción buena que en virtud de los valores que enarbole “se libre de todo mal”. Quien cree que eso es posible es “un niño desde el punto de vista político”, dice Weber, aludiendo a esa falta de experiencia que cree poder situarse por encima de la lógica de lo político en nombre de virtudes personales o ideológicas.

Ahora veamos cómo aborda la relación entre política y ética la moralización de la política. Ésta se queda en el juicio de valor que le merece la acción o el actor (dirigentes, países, organizaciones) en cuestión. Dice “me gusta” o “no me gusta”. El problema no es ése, porque pronunciarse es clave en política. El problema está en que cree que con eso resuelve todo. Que basta con elegir los valores buenos —habitualmente encarnados en organizaciones y dirigentes— y con hacer saber a los demás la propia posición y defenderla a rajatabla. El punto está en el supuesto que ordena esa actitud: que los valores que defendemos, por ser buenos, serán eficientes. Y, por lógica consecuencia, los valores que los adversarios (o enemigos) defienden, por ser malos, no pueden tener éxito ni traer nada bueno. Es desde ahí que se puede atribuir causalmente una conducta moralmente reprobable a unos valores malos (sea el peronismo k, sea la traición al mismo).

La moralización de la política se dedica a detectar y separar los valores malos y los buenos. Una vez hecho eso, no quiere saber más. Ahí se planta, ahí termina su misión. La moralización de la política no quiere relacionarse con el mal ni siquiera para analizarlo, lo cual serviría para prevenirlo en el futuro, ni para saber cómo es su propia práctica política buena, a fin de ver si también tiene algo de mal.

Aquí aparecen los dos supuestos más profundos del moralismo: que el Bien y el Mal son objetivos y universales, trascendentes a nuestro parecer, y que el Bien trae siempre y sólo el Bien, así como el Mal sólo trae siempre el Mal. Si esto, en efecto, fuera así, bastaría con moralizar la política (y la vida). Pero la experiencia de cualquiera que haya tomado alguna vez cualquier decisión –ni hablar de una decisión política, obligatoria para toda la sociedad bajo la amenaza del uso de la violencia legítima estatal— ha experimentado las contradicciones entre lo que se quería hacer y lo que resultó de ello, así como entre medios y fines. Porque, en efecto, para hacer valiosos los valores que nosotros consideramos buenos no basta con elegirlos, defenderlos y persuadir a los demás de esa bondad, sino que para que se hagan efectivos deben inscribirse en lógicas que no controlamos en tanto son sociales, impersonales, sobredeterminadas, como la lógica de lo político.

Querer cancelar un conjunto de valores —el que sea— porque uno de sus representantes ha cometido faltas éticas y/o delitos es un salto deductivo inconsistente que niega el debate político. Ninguna causa histórica quedaría en pie, no habría lucha de valores. Revela un modo indirecto de querer acabar con la política.

El mal no es sólo ni exclusivamente ideológico, sino que está inscrito en la acción política, que por definición incluye obligar, coaccionar, tener que usar medios dudosos para fines considerados buenos y/o resignar parte de nuestros valores en pos de otros. No se elige su presencia, sí su grado. Por eso decía Maquiavelo, maestro del bien político, que el gobernante “no [debe] alejarse del bien, si es posible, pero [debe saber] entrar en el mal si es necesario”. Por eso también un pensador como Carl Schmitt, que definía lo político como la distinción amigo-enemigo, nos advertía sin embargo contra toda moralización de la misma al escribir que “el enemigo político no necesita ser moralmente malo, ni estéticamente feo (…). Simplemente es el otro” con el cual no podemos ni queremos convivir. Moralizar esa elección sería justificarla en nombre de que nosotros estamos en el Bien y el otro, en el Error. Es la superioridad moral, tan común hoy en día, cuando la moralización de la política ha alcanzado una intensidad quizá inédita.

En definitiva, y volviendo al caso que nos ocupa: desde la perspectiva de la ética política no hace falta siquiera decir que, de confirmarse judicialmente los hechos, la violencia de género ejercida por Alberto Fernández sería repudiable e injustificable desde todo punto de vista. Constituye un mal que, a diferencia de otros que van indisolublemente unidos a la práctica política, es enteramente gratuito, que no cabría bajo ninguna circunstancia ser presentado como un último recurso malo para evitar un mal mayor, como podría ser en determinados contextos una guerra defensiva. Es un mal absoluto, homogéneamente dañino e inútil. Raramente en política el mal es sólo y puramente malo como en este caso. No podría ser nunca de otro modo con el machismo.

Pero el problema es que justamente el carácter absoluto, gratuito y enteramente injustificable de un mal como el que habría producido el expresidente invita a creer que todo mal sólo puede provenir de otro mal. Ése es el paso que se da al atribuirlo exclusivamente a una ideología que no nos gusta, lo cual crea la ilusión de que el mal depende de nuestros valores y que, por lo tanto, podríamos expulsarlo enteramente de la vida política. Es lo que han hecho las interpretaciones kirchneristas y anti-kirchneristas que venimos nombrando al dibujar un mundo binario de buenos y malos.

Además, ceñirnos a condenar el mal, incluso el que sí deriva de valores que rechazamos (como el patriarcado, en este caso), limita nuestra lucha contra él. Basta pensar en qué habría ocurrido si no hubiéramos estudiado el colonialismo, el totalitarismo o el racismo, y sólo nos hubiésemos limitado a condenarlo. Analizarlo y conocerlo es parte orgánica de esa condena.

El hecho de que toda acción política conlleve algo de mal no significa que todos los males sean equiparables, ni que todo valga lo mismo porque incluye algo de mal. Pero tampoco que sólo algunas acciones orientadas por unos valores particulares traigan el mal.

Querer cancelar un conjunto de valores —el que sea— porque uno de sus representantes ha cometido faltas éticas y/o delitos es un salto deductivo inconsistente que niega el debate político. Ninguna causa histórica quedaría en pie, no habría lucha de valores. Revela un modo indirecto de querer acabar con la política.

Que haya acciones políticas que en virtud de sus valores (el machismo) agreguen más mal al mal inscrito en toda acción política, no significa que el mal presente en la política derive exclusivamente de una ideología. Que en política pueda existir el mal absoluto no significa que pueda existir el bien absoluto. Esto es lo que nos enseña la ética política y lo que la moralización de la política no puede detectar ni conocer.

 

 

Javier Franzé

Javier Franzé

Doctor en Ciencia Política. Docente e investigador en la Universidad Complutense de Madrid. Ha publicado "El concepto de política en Juan B. Justo" (CEAL, 1993) y otros libros sobre teoría política e historia conceptual.