Un balance de los últimos años en América Latina nos lleva a una pregunta acerca de la profundidad de las transformaciones. Aquí una mirada crítica de los alcances y limitaciones de ese proceso.
Más de una vez se ha dicho que en esta última década -década y media quizá-, el poder, en América Latina, estuvo “en manos del pueblo”. Más precisamente, la frase reza: “los gobiernos populares de la región llegaron para poner en manos del pueblo el poder que anteriormente no tenía”. La idea connota, por un lado: (1) el presupuesto de que en la etapa previa a la llegada de estos gobiernos, es decir, durante la época de hegemonía del neoliberalismo (1980-2000), el poder no se encontraba en manos del pueblo sino que residía en algún otro lugar (probablemente en el poder económico concentrado); y, por otro, (2) que los gobiernos progresistas provocaron un desplazamiento de poder, arrancándoselo a quien lo detentaba para depositarlo en manos del pueblo.
Pues bien, podríamos consideras que el postulado primero efectivamente es así. Pero el postulado segundo, por el contrario, merece cierta discusión.
Con todo el respeto que han merecido -y todavía merecen- los procesos progresistas del último tiempo en el continente, parece fundamental proceder con una mirada crítica al respecto. Por supuesto, todos ellos presentan sus matices, los cuales a veces se tornan diferencias irreconciliables. De Chávez a Bachelet, ambos considerados de izquierda, hay un importante trecho. En el medio queda un heterogéneo listado que incluye a figuras tan diversas como Lugo, Mujica, Evo, Correa, Ortega, Lula y Dilma, los Kirchner, y quizás alguno más.
Movimientos más radicalizados, otros menos, con variaciones en la retórica y aún más en la praxis, todos tienen, en principio, dos cosas en común: (a) se los identifica como expresiones de izquierda o centro izquierda, (b) y ninguno cambió significativamente la forma de ejercer el poder en la sociedad a la cual le tocó gobernar. Y es aquí donde quiero hacer énfasis, ya que incursionar en la discusión de cuáles son de izquierda y cuáles no, excedería el objeto de esta nota (que a su vez abre otra discusión interminable: ¿qué es la izquierda?). Por tanto, tomaremos como cierto que todas las personalidades anteriormente nombradas encabezaron, efectivamente, gobiernos ubicados del centro hacia la izquierda del espectro ideológico.
¿Qué implica para nosotros afirmar que estos gobiernos no cambiaron, en sentido estricto, la forma de ejercer el poder en nuestras sociedades? Principalmente, que no hubo cambios sustanciales en cuanto a cómo se tomaron las decisiones importantes de la vida pública. El procedimiento de toma de decisiones siguió intacto. El poder se siguió ejerciendo de arriba hacia abajo, apoyado en una estructura piramidal: una cúpula, constituida por la elite de representantes políticos, dilucida qué hacer con tal o cual asunto, cómo hacerlo y cuándo, sobre todas las cuestiones que atañen a la vida de la base representada.
[blockquote author=»» pull=»normal»]¿Qué implica para nosotros afirmar que estos gobiernos no cambiaron, en sentido estricto, la forma de ejercer el poder en nuestras sociedades? Principalmente, que no hubo cambios sustanciales en cuanto a cómo se tomaron las decisiones importantes de la vida pública.[/blockquote]
El destacado jurista Roberto Gargarella lo explicó de la siguiente manera: imaginemos dos salas, una en la que se encuentran los derechos civiles, económicos, sociales, etcétera; y otra en la cual se encuentran “las máquinas”, donde se fabrican las decisiones, donde efectivamente se da su proceso de formación. “Los gobiernos (progresistas) se encargaron de agregar más derechos a la sala de derechos, pero a la sala de máquinas no se la tocó, sigue igual”.
El asunto cobra mayor relevancia cuando se advierte que hay en la actualidad un visible retroceso de estos gobiernos de izquierda. Algunos ya definitivamente fuera del poder; otros debilitados; y algunos pocos todavía estables. Los porqué siguen siendo objeto de debate, pero podemos sintetizar algunos bastante evidentes: contexto internacional que dejó de ser favorable (caída del precio de las materias primas); el fracaso en la transición de una economía commodities-dependiente a otra más diversificada; la deslegitimación producto de los múltiples casos de corrupción (otro tema que daría para reflexionar largamente); algunas malas decisiones políticas y económicas; entre otros.
La crítica al hecho de no haber cambiado la forma de ejercer el poder es preciso proyectarla, por un momento, al período post-gobiernos progresistas, al después. El periodista Mariano Schuster ha argumentado recientemente, en un debate con Martín Schapiro, que Michel Temer tuvo la capacidad de derribar en un santiamén los logros de los gobiernos sucesivos del PT en materia de ampliación de derechos. Lo mismo podría decirse del caso de Sebastián Piñera en Chile. Los moderados pero valiosos cambios de Bachelet en materia de gratuidad de la educación, ampliación del acceso a la salud y de la cobertura previsional, seguramente sean (o al menos pueden ser) discontinuados por el candidato de centro-derecha que hoy tiene mayores probabilidades de triunfar en las próximas elecciones.
Schuster, siguiendo su exposición, se lo adjudicó al hecho de no haber generado un consenso social sólido en torno a ciertas políticas y a ciertos temas. En caso contrario, habría sido más difícil derribar los logros sociales a posteriori. Consenso social que sí logró en gran medida la socialdemocracia europea sobre el Estado de Bienestar, que permanece en pie, a pesar de los vaivenes, desde hace décadas. A pesar de ello, tanto Schuster como Schapiro reconocieron la importancia de las movilizaciones y luchas sociales como herramienta de resistencia ante la avanzada de los gobiernos de derecha que pretenden recortar derechos ya ganados.
Ambas ideas parecen razonables: tanto la necesidad de generar consenso social sobre ciertas políticas, como a la de fomentar la cultura de la movilización social en defensa de los derechos conquistados. Pero aquí está el punto clave: la subestimación del rol de lo institucional. Es decir, (casi) no se sugiere la idea de producir cambios institucionales profundos que modifiquen la manera en que se ejerce el poder, para verdaderamente “ponerlo en manos del pueblo”, y de esta manera tornar mucho más difícil un potencial retroceso en materia de derechos. La sala de máquinas, que menciona Gargarella, es tema tabú.
Más de dos siglos de democracia representativa occidental han hecho casi imposible pensar en otro tipo de democracia, en la cual el poder político se ejerza horizontalmente y no de forma vertical. Eso es, en realidad, lo que más acabadamente cumpliría la frase de Abraham Lincoln sobre la democracia: “el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”. El miedo a desnaturalizar lo naturalizado y a “desestablecer” lo establecido (y perdón por la redundancia), al menos por ahora, es más fuerte. O quizás sea que no hay, en verdad, todavía intención de entrar a la sala de máquinas y patear el tablero. No lo sé. Pero daría la impresión que el apoyo popular del que gozaron los gobiernos progresistas en América Latina tornaban ideal el escenario para impulsar con fuerza estos cambios, en vez de quedarse en tibios intentos aislados, o de realizarlos pero no dejarlos crecer.
Traeré otra atinada descripción de Gargarella: “tiende a pensarse que el poder económico sólo puede combatirse con un poder político fuerte (concentrado), y en realidad, el poder económico y el poder político se dan la mano”. ¿No son, el caso Odebrecht y otros casos de corrupción y lobby, fiel expresión de esto? En todo caso, si queremos combatir al poder económico concentrado y al establishment, para poner el poder en manos del pueblo, la solución no es formar un poder político concentrado, sino por el contrario: desconcentrarlo. Lejos de reducir el número de personas que se involucren en la toma de decisiones, aumentarlo. Democratizarlo, diversificar su posesión, distribuirlo. En fin: descentralizarlo.
[blockquote author=»» pull=»normal»]La crítica sugiere, para ponerlo en pocas palabras, avanzar hacia formas de democracia directa o semi-directa. Poner realmente el poder en manos del pueblo sería eso: involucrarlo directamente en el proceso de toma de decisiones.[/blockquote]
Es cierto también que algunas experiencias de estas formas de democracia directa no han tenido los resultados esperados (pienso en el “no” en el plebiscito por la paz con las FARC, en Colombia). Pero es que no se trata de impulsarlas aisladamente, o para simplemente legitimar decisiones cupulares. Es un proceso que debería ser gradual y acompañado del fomento de la asamblea popular; la promoción del debate social extendido previo sobre los temas acerca de los que hay que decidir; la incorporación de instancias de participación política más frecuente; concientización política. Además, una vez que la base sintiera que tiene el poder en sus manos: ¿estaría dispuesta a cederlo de nuevo?
Por supuesto que, aun siendo incompleta, hubo una ampliación de derechos nada despreciable en estos años, más allá de la mayor o menor simpatía que nos genere cada gobierno en particular. Dentro de ellos, es preciso reconocer el proceso de «autonomia indigena» en Bolivia como quizás el mayor y mas atrevido avance en cuanto al tópico en cuestión. De todos modos, es fundamental hacer un análisis crítico. Es comprensible, a mi entender, que la correlación de fuerzas explique en gran medida la limitación para ir más allá con algunas cuestiones, pero considero que, particularmente en este asunto, no un había un impedimento sustantivo para avanzar.
Lo que sucedió en nuestra región, desde nuestro punto de vista, no fue una transferencia de poder hacia el pueblo. Fue, en todo caso, el reemplazo de unas dirigencias políticas por otras. Otras que tendieron, en el mejor de los casos, a dar concesiones en materia de derechos para las mayorías (y minorías excluidas), pero que no cambiaron sustancialmente la forma en que estos se consagraron. Ese traslado de poder es una (importante) deuda pendiente. Consideramos que es clave señalarlo, porque, al tiempo que hubo logros muy importantes (repito, con sus matices), se perdió una enorme chance para establecer cambios institucionales paradigmáticos, que transformasen profundamente la estructura de poder que tenemos. Gargarella tiene razón en esto: lamentablemente, la sala de máquinas continúa cerrada.