La violencia machista está en su esplendor. Un esplendor que es producto de la decadencia del machismo. La violencia contra las mujeres, los femicidios, son la manera desesperada que el machismo elige para expresarse cuando ve que está perdiendo el poder.
Durante los últimos años, cada vez que aparecía la noticia del asesinato de una mujer, me pregunté lo mismo: ¿realmente hay más femicidios que antes? Que se entienda: es espantoso ver que se mata a una mujer cada 23 horas (ahora cada 23 horas, hace un par de años era cada 36) y de ninguna manera estaba tratando de minimizar el asunto. La pregunta no intentaba relativizar los hechos. Al contrario.
No estaba seguro si es que se daba la paradoja de que, mientras se avanzaba en medidas discursivas que apuntaban a la igualdad de género, más mujeres eran asesinadas. O si era que había tantos femicidios como antes, sólo que ahora se los definía precisamente como eso, como “femicidios”, y no como “crímenes pasionales” o “problemas de pareja”.
Cada nueva noticia sobre un asesinato de una mujer por el sólo hecho de ser mujer parecía decirme en la cara: “Mirá, pelotudo, hay más violencia machista que antes”. Pero después lo pensaba y volvía a dudar. ¿Cuántas situaciones que ahora nos parecen entre incómodas y aberrantes hasta no hace mucho nos parecían naturales o imposibles de visibilizar y muchos menos denunciar?
Pensemos en los piropos, en los comentarios callejeros, en la impunidad absoluta para opinar sobre el cuerpo de una mujer. Y ni hablar de escenas de violencia al aire libre. Todo eso que hoy nos parece horrible y objeto de denuncia, hace algunos años era algo horrible sobre lo que una mujer sólo podía hacer una cosa: callar y sufrir, frente a la indiferencia absoluta de un entorno que veía en eso algo natural.
Hoy eso cambió. La marcha Ni Una Menos fue el gran quiebre cultural en ese sentido. Pero el tema se venía debatiendo desde antes, con momentos institucionales importantes, como la aprobación de la ley de cupo. Hoy el debate institucional está puesto en elevar el cupo hasta el 50 y 50, en establecer el Día Femenino (que implica que las mujeres no tengan que trabajar cuando tienen la menstruación), en que las obras sociales cubran el costo de tampones y toallas femeninas, etc.
Como se ve, el debate social ha avanzado muchísimo. ¿Por qué, entonces, vemos que el número de femicidios crece? Y allí es donde me hago la pregunta del principio: ¿crece realmente el número de femicidios o crece la conciencia de que la violencia machista es un asunto para denunciar? Desde hace algunos años vivo con esa duda. Pero ahora entiendo las cosas de otro modo.
Es cierto que ahora vemos como un problema aquello que hace un tiempo veíamos como natural. Es cierto que el cambio de paradigma se lleva al discurso de un modo mucho más rápido que en el que se mueve en los hechos, y mucho más en cómo lo percibe la sociedad en su accionar cotidiano. Pero también es cierto que vemos comportamientos cotidianos que han cambiado en cuanto a la violencia.
Hoy la logística que debe poner en marcha una mujer para salir a la calle es mucho más compleja que hace algunos años. Hay que calcular con quién sale, por qué calles transita, qué transporte va a tomar. Es cierto, podrá alegarse que la inmensa mayoría de los casos de violencia machista se producen en un ámbito familiar o de gente conocida. ¿Pero sirve esto como atenuante?
Pasa algo parecido a la inseguridad. Somos muy progres a la hora de hacer discursos sobre cómo se originan los robos, de denunciar la complicidad de las fuerzas de seguridad en la mayoría de los delitos (por acción u omisión), de condenar los discursos de mano dura y de baja de imputabilidad. Pero cada vez que vamos a meter la llave en la puerta de nuestra casa, antes miramos para todos lados para confirmar que no haya nadie. O ponemos rejas y alarmas.
No es una chicana ni una acusación: es la contradicción entre cómo es y cómo nos gustaría que fuera el mundo en el que vivimos. Con la violencia machista pasa algo similar. El hecho de que la mayoría de los casos de violencia machista sean intrafamiliares, no quita que las mujeres estén en todo su derecho a creer que la mano en la calle viene pesada. Porque tienen razón: la mano en la calle viene pesada.
[blockquote author=»» pull=»normal»]Neruda habla del ser humano, pero yo podría utilizar el verso de manera literal: sucede que me canso de ser hombre. Me canso, me avergüenzo, me da asco. [/blockquote]
Hoy creo que sí hay más violencia machista. Tal vez los micromachismos estén en jaque. O al menos, cuestionados. Pero la violencia machista está en su esplendor. Un esplendor que es producto de la decadencia del machismo. La violencia contra las mujeres, los femicidios, son la manera desesperada que el machismo elige para expresarse cuando ve que está perdiendo el poder.
Descreo mucho del término “terrorismo” a secas, cuando no se trata del terrorismo de Estado. Porque suele utilizarse desde el poder para desacreditar a un grupo que (con métodos justos o no, eso es otra discusión) busca hacerse escuchar en un contexto de clara adversidad. Entonces se pone en una misma bolsa a delincuentes con grupos políticos que piden la liberación de una nación ocupada o simplemente el cumplimiento de las leyes.
Con todo el rechazo que siento hacia el término “terrorismo” por el uso nefasto que han hecho estados opresores, debo admitir que aquí no me queda opción: la violencia machista es terrorista. Un terrorismo reaccionario, pues surge como reacción frente a un mundo que (aunque de un modo mucho más discursivo que efectivo) se encamina hacia la igualdad.
“Sucede que me canso de ser hombre”. Con este verso endecasílabo comienza “Walking Around”, bellísimo poema de Pablo Neruda, incluido en el que tal vez sea su mejor libro, “Residencia en la Tierra”. Neruda utiliza el término “hombre” para referirse al ser humano. Y “Walking Around” es un poema nihilista escrito por un poeta comunista que se sentía defraudado por la humanidad.
Neruda habla del ser humano, pero yo podría utilizar el verso de manera literal: sucede que me canso de ser hombre. Me canso, me avergüenzo, me da asco. Me da asco por el machismo ancestral, sí. Pero también me da asco, mucho asco, por este terrorismo poronga que mata pibas en nombre de quién sabe qué poder jaqueado.
Por primera vez en mi vida me veo envuelto en una lucha antiterrorista. Este término infame, que siempre rechacé cuando lo usó la derecha conservadora y reaccionaria para definir a los grupos guerrilleros de todo tipo ahora es el único que me sirve para explicar lo que pasa.
El terror es la expresión más sanguinaria del machismo. Pero también la más patética, la más desesperada, la más terminal. Por eso me sumo a la lucha antiterrorista. Por eso exijo que el Estado se sume (de verdad) a la lucha antiterrorista. Porque sé que cuando se termine este terrorismo poronga, las cosas se van a poner mejor. Si es que las cosas algún día se pueden llegar a poner mejor.