El nuevo libro de Thomas Piketty propone repensar las encrucijadas del capitalismo global. En un contexto de flexibilización, propone redistribuir la riqueza y apela a la democracia.
La respuesta de Thomas Piketty a las encrucijadas del capitalismo está en el título de esta compilación de artículos publicados durante los últimos cinco años en los diarios Libération y Le Monde: será mediante un llamado persistente a las urnas ‒con la esperanza aún más persistente en que ese llamado convoque a la ciudadanía‒ como van a alcanzarse las condiciones democráticas para “organizar la redistribución necesaria”. A partir de ahí, se afianzan al menos otras dos cuestiones. La primera es el rol de Piketty como representante estelar de esos economistas dispuestos a explicar que el problema alrededor de la riqueza ‒y no es una postura insignificante en un contexto en el que la flexibilización laboral se impone en la agenda de países tan distintos como Francia y Argentina‒ no es su creación sino su redistribución.
Acerca de esa diferencia se ocupan, en buena medida, las 664 páginas de El capital en el siglo XXI, el best-seller con el que Piketty se ubicó desde 2013 no solo como uno de los críticos más lúcidos del capitalismo contemporáneo sino como alguien consecuente con la idea (ilustrada au style français) de que “la democratización del saber económico e histórico contribuye a cambiar las relaciones de fuerza”. Menos evidente y más delicada, sin embargo, es la segunda cuestión derivada inmediatamente de la primera: al menos como funciona ahora en Occidente, el sistema de representación democrática es incapaz de impedir el triunfo irreductible de la inequidad, la miseria y la injusticia material entre los hombres.
A partir de ahí, el problema es que el razonamiento pikettyano gira una y otra vez sobre una misma paradoja ideológica: si las derivas de la democracia son directamente responsables de las derivas del capitalismo ‒un vínculo que Piketty describe en Francia señalando, apenas, que los representantes de la derecha liberal (Fillon) y del centro (Macron) son quienes respectivamente votaron primero y aplicaron después el tratado presupuestario europeo de 2012 “que hoy acorrala a la zona euro en una trampa mortal”‒, ¿tiene sentido esperar que más democracia provoque menos capitalismo? Más allá de la indignación inútil de las almas bellas, esta es una pregunta tan importante como incómoda porque traslada al centro de la escena el verdadero problema del ideario liberal en los albores del siglo XXI y porque fundamenta, también, el tipo de crítica que, desde una izquierda más radicalizada y pesimista frente a la vida democrática del presente, ha formulado ya ante el propio Piketty el filósofo Alain Badiou.
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Priorizando la cautela y el estilo pedagógico, la ironía es que más allá de su paciencia para presentar análisis políticos y económicos a favor del proyecto abstracto y voluntarista de “una refundación democrática y social de la zona euro”, es el propio Piketty quien mejor exhibe, al final, la agonía casi terminal de las herramientas de representación provistas por el status quo. Tal vez por eso no sea casualidad que luego de analizar el florecimiento de los populismos de derecha en los Estados Unidos y en Europa, que describe sin rebusques teóricos como “una respuesta confusa (pero legítima) a la sensación de abandono de las clases populares de los países desarrollados ante la globalización y el auge de las desigualdades”, y de demostrar que “más allá de cierto umbral no tiene ningún sentido pagar deudas durante décadas”, como sintetiza el lascivo disciplinamiento que Alemania y Francia aplican sobre Grecia, obligada desde 2012 a pagar un 4% de su PBI hasta cumplimentar los pagos de su deuda (ignorando todos los otros métodos de “reestructuración de deuda” que sí se aplicaron sobre Alemania y Francia después de 1945 y que les permitieron “invertir en obras públicas, educación y desarrollo”), Piketty dirija su atención hacia China y su “plutocomunismo”.
Hasta dónde la descripción de la representación política en Hong Kong constituye uno de los momentos más altos del charme trágico de su prosa es, por supuesto, una de esas inquietudes estéticas que, por lo general, no admite cualquier otro economista devenido ensayista. En tal caso, respecto al “capital en Hong Kong” Piketty escribe: “En lo formal se autorizan elecciones libres, pero solo entre dos o tres candidatos, que deben tener la aprobación previa de la mayoría de los miembros de un comité de nombramiento establecido por Pekín y monopolizado por los centros de negocios de Hong Kong y otros oligarcas prochinos”. Desde ya, Piketty no admite ni siquiera en tono jocoso la permutación de ninguno de estos términos simbólicos entre Occidente y Oriente ‒¿Pekín por Washington o Berlín? ¿Hong Kong por Wall Street o Bruselas?‒, aunque sí podría ser útil ampliar el radio de las referencias para recordar que es Slavoj Žižek ‒cuya simpatía está mejor alineada con otro economista enfrentado al Eurogrupo, Yanis Varoufakis‒ quien ha señalado hasta qué punto algunos países de Asia son el ejemplo más transparente del reciente divorcio entre los valores de la democracia y las prioridades del capitalismo (lo cual nos conduce a la postal cada vez más familiar de un capitalismo despojado de antagonismos y en mayor plenitud, aunque no tan indiscutido como el que funciona, de hecho, en los países árabes más ricos).
Como síntoma de la “derechización dominante” del pensamiento económico, mientras tanto, en la Unión Europea se acumulan asuntos que trasladan el drama de la desigualdad en la distribución de los recursos hacia la inmigración y el terrorismo (con los inevitables “repliegues identitarios” de los europeos en favor de un retorno a los viejos Estado-nación) y hacia el carácter nocivo de las recursivas políticas de “austeridad” incompatibles “con un desarrollo social equitativo”. En ese punto, el repaso melancólico que Piketty hace de la experiencia (y la frustración) de Syriza en Grecia lo devuelve a la paradoja inicial de esa “revolución democrática” gracias a la cual, en algún impreciso instante futuro y sublime de la conciencia ciudadana, podría “cambiarse el rumbo de las cosas”.
El inconveniente ideológico irresuelto es que ha sido precisamente la más reciente historia europea la que, tal como demuestra el caso Syriza, dejó claro que “proponer nuevas reglas” no significa que las nuevas reglas puedan hacerse cumplir, aún si, como reclama Piketty, “los partidos de centroizquierda adoptan una actitud constructiva”. ¿Qué falta entonces en el oscuro pentagrama de la desigualdad y el desencanto para que el cambio “de las cosas” resulte efectivo? Piketty no se atreve nunca a decirlo, pero al menos se ocupa de demostrar con números, palabras y paciencia que, en el camino hacia esa revelación, la luz al final del túnel podría ser un tren que avanza de frente.