El país que creó Internet y promovió su comercialización global ya no está dispuesto a sostener una red “universal”. Trump avanza sobre Internet ¿Quién avanzará sobre Trump?
Para buena parte del ecosistema digital, la decisión de terminar con la “neutralidad de la red” en Estados Unidos, adoptada por la FCC hace dos semanas, se presentaba como un pequeño fin de la historia. ¿Los temores eran fundados? Mucho (y mejor) hay escrito sobre el tema. Recomendamos los excelentes artículos de Gustavo Fontanals, Valentín Muro y Ariel Torres -el último, con el exquisito agregado de que fue escrito hace un par de años, cuando Barack Obama levantaba lo que Donald Trump hoy voltea.
La mayoría de lo escrito sobre net neutrality, a favor y en contra, la aborda por lo que es: un principio técnico que, en tanto prohíbe a los dueños de las redes la discriminación de paquetes (priorizar un servicio por otro), funciona como una garantía legal contra la cartelización entre fierros y contenidos, lo que (en teoría) reduce a casi cero las barreras de entrada para nuevos jugadores. Eso está muy bien, pero queremos abordarla por lo que también es: una “narrativa” central en la historia de Internet, pilar de la llamada “ciberdiplomacia”, la cual procura construir consensos para prescribir ciertas normas y conductas globales y locales en materia de política digital.
Así definido, el fin de la neutralidad de la red en su país natal exhibe y prolonga la crisis de la «ciberdiplomacia» norteamericana (y occidental), sostén de un liberal para el orden digital. Pero ¿qué le hace una mancha más al tigre? Por empezar, la hace menos atractiva en comparación al dragón (chino). En segundo lugar, señala que el “giro hacia la infraestructura” en la gobernanza de Internet, como lo llaman Laura De Nardis y Francesca Musiani, ha llegado para quedarse.
[blockquote author=»» ]El fin de la neutralidad de la red en su país natal exhibe y prolonga la crisis de la «ciberdiplomacia» norteamericana (y occidental), sostén de un liberal para el orden digital. [/blockquote]
¿Qué “ciberdiplomacia” depara este nuevo escenario mundial? ¿Cómo se relacionan las narrativas que ponen el acento en la infraestructura con aquellas generadas por la llamada “revolución de las plataformas”? ¿Cómo podría impactar este escenario de ‘revisionismo digital a la carta’ en países como Argentina, es decir, países con regímenes democráticos y economías en desarrollo?
EL ESTADO DESPUÉS DE LA NEUTRALIDAD DE RED
Un aspecto no tan atendido de este principio es que siempre reconoció un rol tan clave como limitado para los estados: velar por la no discriminación de los paquetes fronteras adentro, y mantener separadas a las dos grandes deidades que conforman ese ecosistema, redes y contenidos. De modo que, además de un estándar técnico sobre las redes y los paquetes que circulan a través ellas, la neutralidad de red es una narrativa que prescribe una suerte de estándar internacional para la acción estatal en una era digital. Un estado con un rol discreto, pero una misión fundamental.
Al día siguiente de que la FCC trumpista emitiera su voto, el editorial del Wall Street Journal tituló “Internet es libre de nuevo”. ¿Libre de qué? De la ineficiente interferencia estatal y de la discrecionalidad partisana de los gobiernos. Pero por más digno que sea este intento de elaborar una nueva narrativa liberal para su exportación, lo cierto es que el país que creó Internet y promovió su comercialización global ya no está dispuesto a sostener una red “universal” y prefiere sumarse a la ola de revisionismo que hoy conmueve a la red. Cuando una potencia como Estados Unidos altera así su combo de derechos, acceso y seguridad en Internet -hiriendo de muerte a la «ciberdiplomacia» dedicada en la difusión y el enforcement de aquel sencillo pero potente estándar internacional-, el resto del mundo reacciona como puede o cree más conveniente.
[blockquote author=»» ]El país que creó Internet y promovió su comercialización global ya no está dispuesto a sostener una red “universal”.[/blockquote]
Un escenario supone que la desarticulación del corpus jurídico en los demás países donde rige el principio podría resultar un proceso gradual, con diversas etapas, tal como advierte Gustavo Arballo. Otro escenario más optimista proyecta que allí se mantendrá la regulación, como sugiere Sérgio Amadeu, del Comité Gestor de Internet (CGI). Sin embargo, antes de entusiasmarse hay que reconocer que, en muchos casos, la letra es más bien una meta, cuya realización efectiva depende de cuestiones como el poder de mercado de los prestadores de Internet, la capacidad y voluntad de control de las agencias públicas, el grado de protección de los derechos de los usuarios, y la densidad de su accionar colectivo.
TELCO-CÉNTRICOS Y ESTADO-CÉNTRICOS DEL MUNDO, UNÍOS
El “giro a la infraestructura” en Internet, la tendencia a valorar los fierros de la red porque ofrecen múltiples puntos de control de los flujos de información, combina dos movimientos diferentes que conviene distinguir: un giro “estado-céntrico” y otro “telco-céntrico”. La fusión navideña Telecom-Cablevisión sería un ejemplo del giro “telco-céntrico”, mientras que el fallo de la Corte Europea de Justicia, que declaró que Uber es un servicio de transporte y no una “plataforma digital”, sería un ejemplo del giro “estado-céntrico” (aunque uno menos drástico que el promovido en las potencias emergentes).
No es la primera vez que Estados Unidos se intenta subir a esta ola de revisionismos amenazando con romper la preciosa criatura global que supo crear. El lema “no rompan Internet” nació en 2011 contra los proyectos de ley SOPA/PIPA, que le habrían dado un fuerte poder de control a los ISP (los prestadores de Internet), a cambio de su ayuda en el enforcement del derecho de propiedad intelectual.
[blockquote author=»» ]No es la primera vez que Estados Unidos se intenta subir a esta ola de revisionismos, amenazando con romper la preciosa criatura global que supo crear.[/blockquote]
Sin embargo, gracias al mentoreo de empresas tecnológicas con sus propias ideas sobre el orden mundial, como Google, Obama pudo mejorar la puntería de su «ciberdiplomacia», hacer propio el programa de Silicon Valley para delinear una globalización 4.0, incorporar un conjunto de principios para la economía digital en el TPP, y reciclar el lema “salvemos a Internet” para hacer frente a las tendencias “fragmentadoras” promovidas desde países no democráticos. Al mismo tiempo, claro, Hillary desplegó otro discurso con un fin más espartano, el de las cuatro libertades en Internet, que dio sostén al capítulo digital de la Primavera Árabe. Así, durante los años demócratas -que terminarían, no hay que olvidarlo, con los correos oficiales de la candidata filtrados al mundo-, la «ciberdiplomacia» norteamericana intentó madurar de forma acelerada, en esa tensión entre construir normas globales y construir coaliciones políticas (o militares). Hasta aquí, nada nuevo: como enseñó Henry Kissinger, Estados Unidos siempre tuvo algo de sacerdote y algo de profeta.
El triunfo de Trump sobre Clinton abortó este proceso de aprendizaje, a la vez que inició una serie de ajustes en el bloque de poder detrás el complejo informacional-industrial norteamericano (incluso, el estatus del propio Google).
Una vez despierto, el estado, cualquier estado, reclama su parte, aunque frente a las plataformas como Facebook o Uber le cueste tanto hablar el mismo idioma (el fiscal). Los servicios over the top (OTT) -los que se ofrecen por empresas que no controlan las redes mediante las que son distribuidos, como Whatsapp y Netflix- agitaron las aguas hasta que quebrar la frágil pax digital que regía hasta ahora. Tanto inclinaron la balanza para el lado de las plataformas (o mejor dicho, de ciertas plataformas), que algunos (en Norteamérica y en Europa) se atrevieron a preguntar por los costos ocultos de la “revolución gloriosa” del costo marginal cero. Sobre esa base, el argumento de las telcos ha sido uno solo: si las OTT se suben a nuestras redes para brindar sus servicios, lo justo es que compartan una porción de sus ingresos, lo que nos permitirá reinvertir en más infraestructura. La palabra mágica.
Los gobiernos que hoy formulan o revisan sus preferencias sobre política digital ya aprendieron que los datos son el nuevo petróleo (incluso el de Trump), y descubren que el sector dominante del ecosistema digital puede ser el de las plataformas digitales o el de las infraestructuras de telecomunicaciones. Si las primeras son cada vez más globales, las segundas son, a lo sumo, multinacionales. ¿Cuál de las dos tiene una mayor interdependencia con el estado con el territorio? ¿A cuál se le pueden exigir y cobrar más impuestos? ¿A cuál se la puede controlar mejor en el cumplimiento de las normas locales? ¿A cuál se le puede pedir mayor cooperación en el enforcement de normas en general y en el control de contenidos en particular? ¿Cuál puede proyectar más la inserción del país en las cadenas globales de valor? ¿Cuál puede asumir un comportamiento de “campeón nacional” ante un escenario de guerra de datos? ¿Acaso los republicanos vieron algo de la era digital que ni los demócratas supieron leer? El tweet de Donald podría haber sido este: “Los gobiernos las prefieren OTT, pero se casan con las telcos”.
FRONTERALESSNESS
Se buscan líderes liberales que recojan el guante que dejó Obama, o nuevas narrativas que llenen el vacío. Lo primero parece más difícil, por más que Canadá, que en 2018 presidirá el G7, haya anunciado que pujará por incluir a la neutralidad de red en el NAFTA 2.0. Mejor no ilusionarse, aunque el premier canadiense tenga algo de Superman. El otro que se aventuró en esta línea fue el CEO de Facebook, Mark Zuckerberg, que lanzó su campaña de «ciberdiplomacia» con un manifiesto orientado a construir una “comunidad global”. Sin embargo, el rol de la red social en campañas de información hostil (como la que llevó a Trump a la presidencia) ha puesto ese imaginario cosmopolita en remojo. Descartada la primera opción, queda explorar la segunda.
[blockquote author=»» ]Se buscan líderes liberales que recojan el guante que dejó Obama, o nuevas narrativas que llenen el vacío. [/blockquote]
Lo primero que se dijo que haría Internet es terminar con las odiosas fronteras físicas y políticas. Basta ver la curva de la frecuencia con la que palabra “borderless” (sin fronteras) aparece en la literatura inglesa desde los años 80. A esta altura del siglo XXI, sin embargo, como afirma Carlos Pérez Llana, “la idea angelical de contribuir a un mundo más libre y comunicado parece no estar plasmándose en los hechos”. Y mientras que las democracias del mundo se resienten ante fenómenos disruptivos como la “uberización” de su economía o las campañas de desinformación, “Beijing se defiende”, sostiene el politólogo argentino.
Para ilustrar el creciente interés de los estados por Internet, suele citarse el caso de Dinamarca, que este año, con el objeto de representar sus intereses en Silicon Valley, creó la primera tecno-embajada del mundo. Pero si el caso danés sorprende, el ejemplo de Beijing debiera causar asombro: no creó una embajada tecnológica, sino una cancillería. Y el Canciller, por lo menos desde junio de 2006 (cuando se anunció la salida de Lu Wei), no es otro que el propio Xi Xinping.
Como dijimos en otro artículo, el paradigma, nacido en Rusia y perfeccionado por China, combina la securitización de la esfera pública (y de la infraestructura crítica) con el reconocimiento de cierta autonomía estatal para la política digital, por lo que resulta atractivo tanto para países poco democráticos como para países en desarrollo. Ciberespacio (redes en tanto dominio) y ecosistema digital (redes en tanto servicios) son dos cosas diferentes, pero también caras de la misma moneda. Nadie mejor que Estados Unidos para dar fe de esto. Dos meses antes de patear el tablero de la última cumbre de la OMC (la del papelón mundial por la exclusión de ONGs), le reclamó al foro multilateral que discutiera la nueva ley de ciberseguridad china. El argumento era que, en su afán de proteger la infraestructura crítica, la norma habilita a imponer una nueva generación de barreras al comercio.
En síntesis, en un escenario de agonía del multilateralismo, caída de la neutralidad de la red norteamericana, concentración en los mercados informacionales, crecimiento exponencial de las criptomonedas, y gran exposición a las campañas de desinformación, sobran los incentivos para la difusión de paradigmas alternativos de gobernanza digital. Más allá de lo interesante que resulte el fallo de la Corte Europea en relación a Uber, hoy Europa está muy lejos de ofrecer una narrativa consistente sobre el orden digital. China, en cambio, delinea una visión integral que, más allá del realineamiento de Internet con las jurisdicciones estatales, funde la securitización del herramental autonomista con la “tutela” de la esfera pública. ¿Acaso eso sería tan malo? Visto cierto potencial para políticas orientadas al desarrollo endógeno, algunos audaces podrían pensar que los riesgos para la democracia son tolerables.
Entonces, ¿habrá que acostumbrarse a la discriminación de paquetes, o hay alternativas? Mencionemos dos. La primera, más conservadora, es aplicar, discutir y mejorar las normas que establecen y definen la neutralidad de red, allí donde ya las hay. La segunda, más disruptiva, es apostar a la descentralización local de las redes para no depender de la infraestructura propietaria. “Protege tu infraestructura legal” y “Construye tu propio ISP”, serían nuestras propias narrativas. Pájaro en mano y otros cien volando, como nos enseñó Internet.