Soy un montón de cosas santas
mezcladas con cosas humanas
Piero
Para Alberto la nuestra es una democracia con “cuentas pendientes”, in progress, incompleta. Pero en esa incompletud yace precisamente su fortaleza, porque la política democrática se funda más en preguntas que en respuestas–
El anuncio de Cristina Kirchner del 18 de mayo abrió, como por arte de magia, un proceso de transmutación del carisma: del aura de Cristina al cuerpo de Alberto, progresivamente investido de legitimidad, capacidad y virtud. En el Frente de Todos el desafío fue hacer visible un liderazgo donde no había ninguno, y esa visibilidad, puesta en escena en más de un dispositivo comunicacional durante la campaña y la transición, posibilitó su ascenso como candidato y futuro presidente. Hay muchas estaciones en la pasión de Alberto, que hoy culminó en su asunción presidencial.
Después de la elección de octubre se desplegaron dispositivos de concordia y de discordia: la designación de un equipo de transición, el encuentro entre el presidente saliente y el electo en la Casa Rosada, una misa compartida, una conferencia de prensa con el anuncio del gabinete de ministros, los intercambios entre funcionarios entrantes y salientes, la presencia pública del Alberto-estadista en eventos internacionales, la aparición del Alberto-twittero respondiendo mensajes. Así se fue configurando el cuerpo y la voz presidencial en los últimos meses.
La democracia no es solo un régimen de procedimientos, también es un régimen de liturgias y conmemoraciones. El 10 de diciembre, día histórico para la democracia argentina, se produjo la unción definitiva, la asunción presidencial, ese ritual milimétricamente reglado, y sujeto a múltiples arreglos institucionales y conmemorativos. Todo es signo en un acto de este tipo.
Están los compromisos institucionales: el trayecto desde el domicilio particular hasta el Congreso, el juramento, el traspaso de los atributos presidenciales, el discurso del nuevo presidente, el traslado a la Casa Rosada (Alberto llegó sin chofer, conduciendo su propio auto desde su casa hasta el Congreso), la jura de los ministros, el saludo a las delegaciones extranjeras. El pasaje de la condición de civil a la de primer magistrado. Y luego están los rituales populares: la plaza, la multitud, los carteles, el festival, la música, el sudor, la marcha peronista, la alegría, las pasiones. No hay asunción sin pasión, porque el poder, cuando es representativo, está ungido por ese engrudo místico que es la identificación afectiva.
“¿Vas a ver la asunción de Cristina el martes 10?”, escuché decir por ahí en referencia al acto de asunción del 10 de diciembre. Porque hoy también asumió Cristina. Invocadas explícitamente durante el proceso de selección de ministros, la palabra y la autoridad de Cristina funcionan, aún en silencio y en ausencia, como una garantía, como el soporte en el que descansa la legitimidad de Alberto. Sentada a su lado, como presidenta de la Cámara de Senadores, como compañera y como líder político-espiritual, en la ceremonia de asunción miraba su discurso de reojo, ahora también aprendiendo de Alberto. El cuerpo de Alberto y el aura de Cristina, encarnación de una nueva comunidad política.
En su discurso de asunción Alberto habló de recomponer ese cuerpo político con más y mejor democracia: pero ¿a qué fundamento apelar para llevar adelante este proyecto democrático? En ultima instancia, algo tan material como una comunidad política, integrada por cuerpos (sufrientes, necesitados, emocionados), se funda en valores, en gestos intangibles: la “solidaridad en la emergencia”, la “ética de la urgencia”, las “verdades relativas”. La recomposición comunitaria de la Argentina requerirá solidaridad y de humildad, exigirá renunciar a (parte de) los privilegios, ceder (parte de) las verdades absolutas para confluir en un pacto social que es irrealizable sin cierta disposición ética de los actores. Esa es la paradoja de la democracia: para construir la unidad es precisa la división, la escisión entre los intereses particulares y los colectivos, la confrontación de verdades parciales en pos de una verdad superadora y contingente.
Esa sociedad democrática en construcción desde aquel 10 de diciembre de 1983 es una que todavía “nos debemos”. Para Alberto la nuestra es una democracia con “cuentas pendientes”, in progress, incompleta. Pero en esa incompletud yace precisamente su fortaleza, porque la política democrática se funda más en preguntas que en respuestas. Las preguntas abren un campo de posibilidades, hacen estallar las certezas uniformes y permiten imaginar un futuro. La liturgia de la asunción de Alberto cerró con una pregunta, la pregunta del millón: ¿seremos capaces, como Argentina unida, de atrevernos a construir esta posible y serena utopía a la cual nos llama hoy la historia?