La pandemia del coronavirus ha desatado muchos problemas y ha puesto en evidencia muchos preexistentes, uno de ellos: la desigualdad. En materia educativa, los problemas preexistentes han quedado evidenciados de la manera más cruenta. Pero también la experiencia crítica vinculada a esta crisis puede ser el caldo de cultivo para soluciones más innovadoras y perdurables.
En 1997, fines del menemismo en la Argentina, en el mundo académico y educativo había logrado cierta circulación el libro La nueva era de las desigualdades de Fitoussi y Ronsavallon. En su trabajo los autores franceses prestaban atención a dinámicas desiguales que, ante la magnitud de las transformaciones sociales ocurridas por esos años, se caracterizaban por ser más más móviles y flexibles. Según su mirada no se trataba ya sólo de pensar los cambios y continuidades en términos del par igualdad-desigualdad a partir de ejes clásicos –o persistentes– como el género, la clase o el poder sino más bien intentar comprender la complejidad que adquiere la desigualdad en las sociedades actuales. Esas nuevas desigualdades se distinguían, fundamentalmente, por ser intracategoriales, es decir, era preciso observar el trato desigual hacia dentro de una misma categoría de análisis (los docentes, los estudiantes, o el colectivo que se les ocurra). Si bien a Fitoussi se le perdió algo el rastro, los posteriores trabajos de Rosanvallon también tuvieron cierta circulación en algunos ámbitos, al punto que se convirtió en un asiduo visitante de nuestro país (cuando todavía eran posibles los viajes académicos para dictar conferencias y presentar libros).
Pero vamos a quedarnos con docentes y estudiantes, porque de ellos y ellas se tratan estas líneas pensadas a la par de la temporalidad pastosa de la cuarentena, un tiempo sin tiempo o, mejor dicho, de un «eterno domingo», pero sin que la mayoría de las obligaciones sociales se hayan acomodado al ritmo dominical.
No es novedad que la cuarentena implica una desorganización del tiempo, o del tiempo tal como lo conocíamos. Si de acuerdo a Norbert Elias la función de los calendarios y relojes, tanto como la organización de nuestras agendas (de trabajo, pero también podríamos agregar de organización del cuidado), contribuyen a la construcción de marcos organizativos, el tiempo del COVID-19 pareciera tener un ritmo particular.
El sistema educativo durante el COVID-19 trastoca aún más sus funciones, en tanto una de sus tareas centrales se relaciona con la regulación del tiempo, como faceta indispensable del control de las emociones y el respeto de ciertas rutinas que serán efectivas en la futura trayectoria laboral. El uso específico de un tiempo y espacio escolar es una de las piezas que, en palabras de Pablo Pineau, no sólo diferencia los espacios de trabajo y de juego sino que «define ciertos momentos, días y épocas como más aptos para la enseñanza, los dosifica en el tiempo y les señala ritmos y alternancias». Como contracara, pocas dudas caben de que la posibilidad de generar disrupciones en los calendarios es uno de los elementos principales de negociación con el cuentan los sindicatos docentes –particularmente en la disputa por el inicio de las clases, su alteración durante el año o la necesidad de recuperar o no los días considerados “perdidos”–. De un modo similar, el movimiento estudiantil suele incrementar su margen de discusión en la agenda pública cuando logra alterar el funcionamiento cotidiano de las instituciones.
Muchas de las desigualdades que devela este tiempo y parecen novedosas en realidad son preexistentes y se interrelacionan (históricas como el espacio y biblioteca en la casa, las necesidades de cuidado, el trabajo, la changa, las más nuevas dificultades de conectividad).
Sé que hay múltiples situaciones y problemáticas en el durante el coronavirus, pero una no menor, y a la cual no se le está prestando la suficiente atención, es qué ocurre en nuestra cotidianeidad cuando no tenemos el sonido del timbre como organizador de nuestra jornada (como la del pitido de la fábrica). El sonido de la campana o del timbre marca el inicio y finalización de la jornada lectiva, los tiempos de recreo, el cambio de turno, el momento de retirar a niños y niñas de la institución, el momento en el cual los estudiantes del secundario recuperan su condición plena de jóvenes. Se trata de secuencias que son parte de nuestra educación sentimental, otra de esas escenas como la del perro que retoza al sol en un patio de escuela, del sonido que acopla en un acto escolar –nunca lograremos que el sonido ande bien– o la pantalla que no enciende correctamente.
Además de esta pérdida de referencias propia de la reconfiguración del tiempo, en los pocos días que llevamos en esta nueva situación enfrentamos el posible surgimiento de nuevas desigualdades escolares, que se suman a las muchas preexistentes. En estas semanas enfrentamos una disparidad de situaciones: los que tienen un rato de clase por Zoom o un soporte similar, los que acceden a la plataforma de ciertas editoriales o grupos económicos, quienes reciben mails de la escuela con actividades y quienes dependen de la ocurrencia de alguna/algún docente. Estas son sólo algunas de las posibles respuestas.
Muchas de las desigualdades que devela este tiempo y parecen novedosas en realidad son preexistentes y se interrelacionan (históricas como el espacio y biblioteca en la casa, las necesidades de cuidado, el trabajo, la changa, las más nuevas dificultades de conectividad). En ese tiempo pre coronavirus teníamos claro que la desigualdad era una arista insoslayable de los temas de agenda que, por ejemplo para el caso de la escuela secundaria, la tendencia a su universalización trajo al centro del debate. La desigualdad educativa es un tema de reflexión en nuestros países, una preocupación de orden público, una cuestión sobre la cual se debate y nos preocupa. Adquiere particularidades diferentes de acuerdo al país (en Chile más vinculado a la demanda por la calidad, en el Uruguay por las tensiones entre derechos consagrados y tradiciones, en la Argentina por la inclusión; por mencionar solo los países del Cono Sur) pero está presente y tiene incidencias en la legitimidad que logran las políticas para amortiguar las brechas.
En los tiempos pre coronavirus también sabíamos (en realidad, sabemos, porque esto no ha cambiado ni mucho menos) los tipos de desigualdades más extendidos: la más obvia vinculada al acceso. Para continuar con el caso del nivel secundario, su masificación no implicó necesariamente una democratización del mismo –entendida como ampliación de la calidad de la ciudadanía–. No había, no hay, una asociación mecánicamente virtuosa entre inclusión-igualdad, un proceso no tiende necesariamente hacia cierto tipo de resultado garantizado. Hace tiempo que predomina la diversificación en las estrategias de una escuela que busca orientarse a los públicos que acceden, como parte de un proceso de fragmentación producto de la expansión a través de inclusiones desiguales, en palabras de Gonzalo Saraví. En momentos de tendencias contrapuestas en la desigualdad, de acuerdo a la admirable conceptualización de Gabriel Kessler, este acceso tiene, en el caso argentino, más inconvenientes entre las provincias y, en algunos casos, al interior de las mismas, tanto como diferencias de acuerdo al tipo de institución en la cual se estudia.
No había, no hay, una asociación mecánicamente virtuosa entre inclusión-igualdad, un proceso no tiende necesariamente hacia cierto tipo de resultado garantizado.
A esas desigualdades se adicionan las propias del comportamiento del sistema y las trayectorias de los distintos grupos sociales. Un problema clave son las diferencias entre las tasas de ingreso y egreso, sumado al tiempo que muchos demoran en finalizar los estudios, aspectos que repercuten más en sectores socio-económicos bajos y en algunas zonas del país. Pero también hay desigualdades en la experiencia escolar, de acuerdo al tipo de vínculo que se construye en las instituciones, a la situación de travestis, grupos LGBTIQ, de acuerdo a la posesión de ciertos atributos como el de “joven peligroso”, indígena, de zonas rurales, por nombrar algunas. Las experiencias dentro de una misma escuela pueden ser diferentes en función de las desigualdades producto del trato que reciban. Se trata de un tercer tipo desigualdad, en sintonía con el trabajo de Fitoussi y Rosanvallon, e implica contemplar tanto la construcción de fronteras simbólicas que diferencian trayectorias como la extendida percepción de la desigualdad en la calidad de los bienes educativos –tanto en recursos tangibles como infraestructura o materiales de estudio y en aquellos intangibles vinculados con las formas de circulación de los conocimientos, roles docentes o el tiempo escolar–, las interacciones que tienen lugar y las características de cada institución.
En el pasaje veloz a las clases virtuales es preciso recordar que hace varios años distintos trabajos, y las y los docentes lo saben mejor que nadie, constataron las dificultades de conectividad, los distintos usos del Programa Conectar Igualdad o hicieron hincapié en la constelación de tiempos y dispositivos que tienen lugar en las escuelas (muy recomendables los de Alejandro Artopulos, Sebastián Benítez Larghi, Inés Dussel o Nicolás Welschinger). Este último mostró para el caso de las computadora de Conectar Igualdad que, más allá de la accesibilidad al bien, este adquiere distintos sentidos para jóvenes y adultos, plasmándose tensiones acerca de las expectativas sobre tal (derecho, incentivo, regalo como mérito personal). Su trabajo permite desentrañar un aspecto central de las políticas de distribución de bienes, como los criterios de legitimidad que se construyen, y muestra que la posesión del bien también reconstruye fronteras categoriales (quién la merece, quién la cuida, quién no la necesita, no sabe usarla o le otorga un uso considerado poco legítimo). Es decir que hace tiempo teníamos problemas de conectividad. También de usos de las tecnologías. Pre coronavirus estudiábamos la regulación en los usos de celulares y computadoras; también sabíamos de sus múltiples dimensiones como plataformas para reuniones, circulación de información, militancia política, aulas de ESI, entre muchas otras cuestiones.
En el durante el coronavirus precisamos conocer las nuevas desigualdades y pensar políticas que intenten anticiparse a nuevos escenarios. Hay problemas menores que habrá que ir resolviendo. Sobre varios de ellos hay notas muy interesantes como el tiempo dedicado, la cantidad de materiales que menciona un muy lindo texto de Pablo Groisman o los recursos con que cuentan las distintas instituciones para virtualizar clases en poco tiempo, tal como reflexiona Patricia Ferrante en una nota en Perfil.
Otros refieren a las desigualdades dinámicas que me interesa plantear en este texto. El sábado 28 de marzo lo discutimos en Twitter, ese lugar que nos permite creer que mantenemos algo de sociabilidad, con varias personas, muchas a las que no conozco personalmente, y así @MatiDodel enfatizó en “los que tienen PC o Laptop y no solo celular, los que tienen canilla libre de Internet de fibra óptica y no una mala conexión y de 1 o 2 gigas de data cap”. En esa conversación, @budano_ignacio se refirió al trabajo solitario de gran parte de la docencia, narrada en su relato: “armé un grupo de wp con las fichas con las familias porque nadie estaba leyendo las propuestas del blog. Mando propuestas tipo analizar un video de Seguimos educando que no requiere datos. Las mando por un padlet archivo p cuerpo de wp. Así y todo no responden.”. También es clara la necesidad de mantener contacto con quienes están en los bordes del sistema. Lo planteaba @malamadre: “trabajo en escuela de adultos en villa. Estamos moviéndonos exclusivamente por wp. Trabajando a destajo contemplando a wp como el único recurso y con tecnología limitada. Sabemos de flias que sostienen 1 sólo telefono con datos para las tareas de padres e hijos.”.
Muchas de estas políticas no tendrán un efecto inmediato durante la cuarentena, ya que, aún cuando los estudiantes reciban sus actividades, las desigualdades preexistentes tienen una ponderación mayor. Pero sí pueden plantearse como una hoja de ruta para repensar las desigualdades educativas en el mediano y largo plazo.
Del mismo modo que la clásica tarea escolar también produce desigualdades –la diferencia entre quienes cuentan con un espacio propio, la presencia de una figura adulta con ciertos conocimientos, biblioteca, diarios para recortar, la eximición de tareas de cuidado o laborales– en esta coyuntura se avecinan las mismas preguntas. Sobre estas desigualdades preexistentes ahora debemos pensar la constatación de nuevas desigualdades que llegan con la virtualidad. Además de las mencionadas, un aspecto crucial es el soporte donde miran (laptop, computadora de escritorio, tipo de celular) y la presencia intermitente de la escuela en su cotidianeidad (vía virtualidad).
La habilidad de estar presentes en línea en la que insiste @alepolus no refiere “a la creatividad sino a haber practicado formas asincrónicas de docencia en línea. Si no las conocieron antes de la pandemia están fritos… La falta de conectividad de las familias no debería ser un límite.” ¿Cómo se logra? ¿Es factible? ¿De qué manera garantizamos que lleguen contenidos, que no se amplíen las brechas entre lo que se enseña y da en una escuela, una localidad, una provincia y otra?
En principio no parecería tan complicado si se consideran los contenidos mínimos de los Núcleos de Aprendizajes Prioritarios acordados para el nivel secundario, se planifican capacitaciones virtuales para docentes vía Nuestra Escuela o se realiza un seguimiento de las planificaciones vía libros de textos obligatorios en el nivel primario. Si las supervisoras trabajan codo a codo con los equipos directivos, si estos tienen la capacidad de promover que sus docentes graben videos cortos para enviar por Whatsapp a sus estudiantes. Si existe apoyo técnico (en conectividad, plataformas e ideas de equipos de formación) y comprensión desde los ministerios provinciales de las dificultades que pueden estar pasando también las y los docentes. En la vida precoronavirus el Whatsapp era casi como el DNI en el sistema educativo, está en todas las fichas que completamos quienes tenemos hijos/as en edad escolar. No parece tan difícil, aunque no aparecen voces educativas planteando medidas ni políticas concretas.
La pandemia nos encuentra con un Ministerio nacional que, al igual que parte del gobierno antes de esta coyuntura y en múltiples áreas, no termina de definir su rol y líneas prioritarias. Aunque podía agenciarse el inicio de clases a tiempo (acordado con sectores sindicales afines al gobierno que iniciaba, lo cual no es un tema menor a considerar) poco se sabía acerca de las líneas de acción. Hoy, aparte de la rápida reacción de programar contenidos educativos en la TV Pública, lo cual está buenísimo pero son un complemento de lo que ocurre en el sistema, es preciso pensar desde la urgencia, pero con mirada de mediano y largo plazo. Planteado sin demasiada reflexión y con la aclaración que sería necesario pensar las ideas en detalle, cabe enfatizar algunas alternativas: formación en línea, buscar la centralización de los contenidos a través del diseño de plataformas unificadas y sencillas de utilizar, insistir en la presencia/contacto virtual de los y las docentes, equipos pedagógicos que planteen y pongan a disposición del sistema recursos (planificación de clases, videos, actividades de las más variopintas), recuperar un rol del Ministerio –vía Consejo Federal– de supervisión, acompañamiento y generación de contenidos para asegurar que la coyuntura no genere más desigualdades e intentar homogeneizar las actividades. Que los y las docentes se sientan acompañados y acompañadas ante la emergencia, tanto como deben sentirse familias y estudiantes. Eso implica combinar retribuciones económicas y simbólicas. Un apunte para ahora mismo: no sería mala idea que en vez de correr por lo virtual, los diversos ministerios probaran el desarrollo de videos cortos, sencillos, con ideas para familias y para estudiantes. Hoy la tarea central puede pasar más por lo lúdico que por recuperar contenidos.
Muchas de estas políticas no tendrán un efecto inmediato durante la cuarentena, ya que, aún cuando los estudiantes reciban sus actividades, las desigualdades preexistentes tienen una ponderación mayor. Pero sí pueden plantearse como una hoja de ruta para repensar las desigualdades educativas en el mediano y largo plazo, en tanto pensemos que gran parte del esfuerzo presupuestario, técnico y de recursos debería orientarse a quienes salieron más desfavorecidos de esta coyuntura. Asimismo, la formación podría implicar, para mediano y largo plazo, una vez que los tiempos escolares retomen sus ritmos más tradicionales, la conformación específica de la figura de tutores/as virtuales, con presencia en línea, a los cuales estudiantes y familias puedan recurrir para resolver tareas y actividades durante el coronavirus y en el escenario post coronavirus. Podría implicar también la puesta en marcha de estrategias que, sin perder la búsqueda de construcción de un universal, sostenga el trabajo cotidiano de docentes en zonas más críticas y desfavorecidas, conformando equipos de respuesta territorial con formación pedagógica tanto como en culturas juveniles y diversos aspectos como embarazo adolescente, aborto, adicciones, orientación laboral, entre otras cuestiones.
La última discusión es sobre la necesidad del cumplimiento de los “famosos” 180 días de clase. En nuestra irrefrenable pasión por plantear leyes de difícil cumplimiento en el año 2003 se sancionó la Ley 25.864/2003 que fija un ciclo lectivo anual mínimo de CIENTO OCHENTA (180) días efectivos de clase y establece la necesidad de compensar los días de clase. Esta ley requiere hoy de nuevas reflexiones. Pre coronavirus sabíamos que el tiempo en la escuela no garantiza per se aprendizajes significativos y que la “pérdida de clases” afecta desigualmente a las personas de acuerdo al establecimiento donde estudien. Algo similar podemos pensar de las propuestas, tan en boga, de jornada extendida: ¿más horas de qué?: Es muy distinto si se trata de más horas libres, de clases sin planificación o de parejas pedagógicas, tutores/as, diferentes actividades didácticas, entre otras. La ley puede funcionar como un corset para familias, educadores/as, niñas, niños, jóvenes, funcionarios, técnicos, personas de toda edad y condición que a fines de diciembre no van a querer estar en una escuela. Es la oportunidad para enfatizar en la recuperación de contenidos que en días de clase (aunque se podría adelantar el inicio del próximo año lo importante es lograr tiempo en aprendizajes significativos).
Pre coronavirus sabíamos que el tiempo en la escuela no garantiza per se aprendizajes significativos y que la “pérdida de clases” afecta desigualmente a las personas de acuerdo al establecimiento donde estudien. Algo similar podemos pensar de las propuestas, tan en boga, de jornada extendida: ¿más horas de qué?
Esto no implica que dejemos de lado la reflexión sobre el tiempo. En un libro hermoso llamado En defensa de la escuela, Masschelein y Simons enfatizan que estar en la escuela es precisamente tener tiempo libre, en tanto pone en suspenso el peso del orden social, las tareas y roles que se deben realizar en otros espacios como el trabajo y la familia. Dicen: “la escuela es el tiempo y el espacio en el que los estudiantes pueden abandonar todo tipo de reglas y expectativas relacionadas con lo sociológico, lo económico, lo familiar y lo cultural. En otras palabras, dar forma a la escuela (hacer la escuela) tiene que ver con una especie de suspensión del peso de todas las reglas. Una suspensión, por ejemplo, de las reglas que dictan o explican por qué alguien –y su grupo o su familia– cae en cierto peldaño de la escala social. O de la regla que afirma que los niños de viviendas protegidas no tienen interés en matemática, o que los estudiantes de la formación profesional les distrae la pintura, o que los hijos de los industriales prefieren no estudiar cocina”.
El durante el coronavirus puede darnos claves para pensar el post coronavirus y la necesidad de resignificar un tiempo de escuela –que puede darse también de manera virtual– que no esté vinculado con la productividad, sino que mantenga como premisa la expectativa de poner en suspenso las reglas del orden social.
Esta coyuntura deja una pregunta inquietante acerca del comportamiento de nuestro federalismo, la distribución de recursos, los incentivos presupuestarios (varios hilos en Twitter de Alejandro Morduchowicz nos ilustraron sobre estas definiciones). En el hoy es preciso centralizar actividades, vía Consejo Federal, apoyar a las provincias con menos equipos técnicos para trabajar en la coyuntura. Tal vez sea el punto de inicio para replantearse el esquema de las políticas educativas en el país así como una sociedad que deje de pensar en términos de héroes y heroínas y genere la posibilidad de construir un andamiaje institucional que no pierde de horizonte la expectativa de acortar las brechas de desigualdad.