El gueto de Varsovia, la sobre-vida de las víctimas, Polonia como herida y posibilidad. El judaísmo tensionado por los desafíos del siglo XX, entre héroes y derrotados.
I. Toda narración es producto de alguna experiencia que hemos atravesado y quedó amarrada a nuestra subjetividad. Desde allí se abre la imaginación y el realismo mágico de la escritura. Esta conmemoración del levantamiento del gueto de Varsovia comienza entonces por la experiencia de mi subjetividad: mi abuelo paterno era de Varsovia y escapó hacia la Argentina unos años antes que la maquinaria nazi comenzara a articular sus tecnologías de destrucción. El mismo abuelo, de los cuatro polacos, que por esas cosas de su vida no se nacionalizó y con ese pequeño gran detalle (como todo en la vida) terminó posibilitando mi pasaporte polaco. Recuerdo el día que me avisaron que vaya a firmar los papeles al Consulado de Polonia en Buenos Aires en esa zona lindera entre Recoleta y Barrio Parque, el coqueto barrio de las embajadas. Hasta un cierto momento de mi vida actuaba sin pensar, pero reconocerme parte de los eventos del pasado de mi tradición y mi familia lentamente me enseñaron eso que Maurice Blanchot llamó la “sobre-vida” de la humanidad aniquilada con los hornos de Auschwitz. Ya no vivimos una vida, sino que el hundimiento de la humanidad como consecuencia de nuestra propia humanidad moderna nos ha dejado una sobre-vida, un como si que testimonia aquello que ya no es posible recuperar. Nuestra existencia ya no es una vida, sino una casualidad.
II. Me tomé algunos días para ir a firmar los papeles y buscar el pasaporte polaco. Por primera vez era consciente de necesitar tiempo para decidir qué hacer. ¿Realmente quería el pasaporte que me volvía a vincular con quienes habían expulsado a mis abuelos? ¿Realmente quería ese pasaporte que marcaría una pertenencia nacional que no me identificaba, sino que era el hacedor de las historias de mis abuelos y de la inimaginable experiencia de dejar todo lo que eras y escapar? Sin embargo, esa historia también era mi historia, esa persecución y el temor de perder la vida era también la casualidad de mi existencia. Sin Polonia yo no existiría, sin Polonia mis abuelos no hubiesen llegado a la Argentina, sin Polonia no se hubiesen conocido. Polonia no me producía un sentido de pertenencia, pero sí era parte de mi subjetividad desde antes que me arrojaran al mundo. Pero todavía no era suficiente para ir al Consulado. Y lo que faltaba era lo que también le da sentido a nuestro tiempo, aquello que no pasa por los valores morales, la tradición y la cultura, aquello que lo pone en tensión y nos transforma: la necesidad material, el mercado, y lo que producimos como maquinaria útil. Faltaba el interés más allá de los valores. ¿Para qué me podía servir el pasaporte europeo? Polonia se había transformado ahora en la puerta de entrada, en un medio, en una herramienta. Polonia dejó de ser en ese instante la arqueología de mi subjetividad y se había convertido en Europa. El pasaporte me daba acceso irrestricto a una sobre-vida europea que me quitaba de encima el peso de ser extranjero, perseguido y exiliado.
Polonia me constituye y me recuerda la sobre-vida de sobreviviente; Polonia es sinónimo de Auschwitz; Polonia me abre Europa y me recuerda que a pesar de no ser estigmatizado en migraciones siempre será lo indeseado.
III. Pero nunca dejamos de ser extranjeros, y nunca seremos parte de quienes no olvidaron que somos judíos y un problema. Esa es la tensión moderna: saber que más allá de nuestras máscaras el otro siempre sabe quiénes somos y no dejaremos de ser. Soy judío más allá de un territorio, de un pasaporte o una bandera. Y habitamos en esa tensión. Polonia me constituye y me recuerda la sobre-vida de sobreviviente; Polonia es sinónimo de Auschwitz; Polonia me abre Europa y me recuerda que a pesar de no ser estigmatizado en migraciones siempre será lo indeseado.
III. Nosotros, los refugiados; nosotros, los judíos; nosotros, los otros. Así nos enseñó Hannah Arendt para darle un sentido a la falsa esperanza de esta sobre-vida: “Los refugiados empujados de país en país representan la vanguardia de sus pueblos si conservan su identidad”. Y la tensión moderna se re-configuró en mí: creímos ser vanguardia, vivimos haciendo del espíritu del sobreviviente un valor positivo y una sobre-condición humana, pero seremos siempre lo otro, lo que no debe existir. Y con esta aporía marcada en nuestras frentes, erramos por el tiempo.
IV. El 19 de abril de 1943 comenzó el levantamiento judío del gueto de Varsovia contra la autoridad nazi. Un evento que constituyó el símbolo de una identidad que unos años después se volvería nacional, mundana, moderna y secular. Los judíos del gueto –como otras veces en nuestra historia– sacaron a la luz la tensión de los mundos judíos, entre temor a Dios y redención política, y decidieron actuar contra el opresor, liberarse del asesino y dejar de lado la tradición espiritual de la derrota. El levantamiento del gueto de Varsovia no es parte de “la tradición de los oprimidos” de Walter Benjamin que suele leerse tan intencional y segmentadamente como un marxismo sin raíces judías, depurado de judaísmo y producto de un malestar político contra la lógica materialista del mundo moderno ocultando la potencia mesiánica del malestar espiritual contra esta misma lógica desigual. La lectura marxista de Marx reproduce la misma incomodidad moderna, nacional y capitalista que convirtió al judío en la cuestión judía. El levantamiento del gueto de Varsovia fue el brazo armado de la historia moderna del judaísmo emancipado que resistió a la realidad y violencia del mundo, transformando otra vez más una parte de la diversidad de los mundos judíos más allá de lo que Emmanuel Levinas llamó “el sufrimiento del justo por una justicia sin triunfo”, que “es vivido como judaísmo”, y que nos obliga a volvernos responsables frente a un Dios ausente e in-encarnado. Desde mediados del siglo XIX este mundo judío comprendió que ya no era suficiente creer y actuar mirando en nuestras acciones el diálogo con lo divino sino que ser parte del mundo moderno sólo podía convertirse en realidad incorporando sus lógicas, sus tecnologías y sus formas de construcción de las identidades. Sin este mundo judío el sionismo no hubiese existido, como tampoco la construcción del Estado nacional moderno llamado Israel.
V. Sobre las voces del gueto de Varsovia:
Jan Mawult: “¿Un «heroísmo sin igual»? Así es. La historia conserva el recuerdo del heroísmo demostrado en pasadas gestas […] Así ocurrió en Jasna, Góra, en Zaragoza y, por último, en Varsovia en septiembre de 1939. Pero estos ejemplos no son comparables, ya que en este caso se trataba de una resistencia muy diferente. Pensadlo bien: un puñado de personas decide defenderse. Carecen de armamento, de fortificaciones, no pueden reunir armas, están obligados a comprarlas de contrabando –con gran esfuerzo–. ¿Habían decidido morir uno tras otro? Bien. Pero ¿qué podían hacer con los ancianos, con sus madres y padres? ¿Qué hacer con los niños? […] Que no os extrañe que se hable aquí de «heroísmo incomparable», que se citen grandes ejemplos de la historia. La decisión que se tomó en aquellas condiciones, la determinación de luchar, no fue fácil”.
Samuel Zylbersztjn: “Al final los alemanes decidieron que Varsovia tenía que quedar Judenrein [“libre de judíos”]; todos los judíos tenían, por consiguiente, que abandonar la ciudad. […] mis compañeros y yo decidimos que por nada en el mundo dejaríamos que nos trasladen al este. Antes preferíamos morir en el gueto armados con un par de pistolas que convertirnos en víctimas del sadismo alemán de Poniatowa. […] Eché un último vistazo al número 76 de la calle de Leszno, donde yacían en charcos de sangre mis compañeros muertos. Vi que un mar de fuego inundaba la ciudad. El gueto judío estaba en llamas y en él resistían los héroes de mi pueblo. Sentí que la sangre ardía en mi cuerpo, como si yo también estuviese en medio del incendio. ¡Oh, siglo XX! ¡Ésta es tu vergüenza!”.
Stefan Ernest: “Me escondo en unas galerías subterráneas, sin aire, sin comida suficiente, sin lugar donde hacer mis necesidades, sin ninguna perspectiva de cambio, sintiendo que cada hora de vida es más valiosa que el oro. Siento claramente que pierdo fuerzas, que me sofoco… La lucha por salvarme se hace desesperante. Aquí, en esta parte del muro… Pero eso no importa. Lo que cuenta es que puedo acabar mi relato y confío en que verá la luz del día en el momento oportuno… Y que la gente conocerá los hechos… Y preguntarán si esto que cuento es verdad. Ya mismo puedo decirles que no, que ésta no es la verdad, sino sólo una parte pequeña, una fracción minúscula de la verdad. La pluma más ágil sería incapaz de captar la verdad esencial de lo que sucedió en el gueto”.
El siglo XX nos ha dejado en evidencia nuevamente esa imposibilidad: la razón humana es asesina de las diferencias y el bien común es solamente para los comunes al poder soberano.
VI. La historia de los judaísmos ha sido narrada más allá de la figura personal o el heroísmo de un personaje. El propio Freud en nuestro tiempo puse en evidencia este sentido que constituye una parte fundamental de las paradojas de la tradición judía al cuestionar la figura de Moisés y convertirlo en “el egipcio”. Y sin embargo, no ha pasado nada, no ha cambiado ni un ápice el valor simbólico del primer Profeta y gran maestro al que Dios le reveló su Ley. De origen judío o no judío, no importa, sino lo que importa es lo que está más allá de su figura imperfecta, a nuestro Moisés que contradijo a Dios y que nunca pudo llegar a la Tierra Prometida junto al resto de los hijos de Israel. Moisés era humano, demasiado humano, y su humanidad imperfecta le permitió trascender como lo que era, Moisés. Ni ídolo, ni héroe, ni carismático ni estampita. Moisés es el ejemplo de la tradición judía, aquella que trasciende las individualidades y se halla por sobre cualquier uno: es la historia del nosotros. Esto no quiere decir, compréndase, que durante esta historia no hayan aparecido personajes que intentaron apropiarse de lo judío, sino todo lo contrario. Pero desde Reyes y Comandantes hasta falsos Mesías, el nosotros ha perdurado como subjetividad de los judaísmos, y como parte de sus contradicciones.
VII. Y sin embargo, algo ocurrió con la entrada de los judaísmos en la Modernidad. El nuevo mundo levantado sobre los ideales de la igualdad y la autonomía, sobre la supuesta secularización del paradigma soberano cristiano a la soberanía de la Ley y el Estado también hizo cambiar al judaísmo. Cansado de la persecución y el exilio, una parte del mundo judío entendió que era el momento de ser parte de este mundo, y que quizá podrían ser, finalmente, judíos y mundanos. La figura del ciudadano nacional endulzó los oídos de las otredades con el disfraz de un nosotros nacional, y otra vez más los “anormales” cayeron en la trampa de la racionalidad y el bien común. El siglo XX nos ha dejado en evidencia nuevamente esa imposibilidad: la razón humana es asesina de las diferencias y el bien común es solamente para los comunes al poder soberano. Pero en este nuevo mundo la transformación de una parte de los mundos judíos no tuvo vuelta atrás, ni lo quiso. Accedió a sus nuevas lógicas, se hizo moderno y los “héroes nacionales” afloraron como aquella falta que debía ser transformada si queríamos ser como todos. Moses Mendelssohn se convirtió en el símbolo de la modernidad y la filosofía judía; Theodor Herzl se convirtió en el símbolo del sionismo; Mordechai Anielewicz se convirtió en el símbolo de la resistencia judía de lss cientos de guetos durante la Segunda Guerra Mundial, ahora reducidos a Varsovia, y hasta Ana Frank se convirtió en símbolo de todas las víctimas judías de la Shoá; David Ben-Gurión y Golda Meir se convirtieron en los símbolos del Estado de Israel. Y con cada uno de estos nuevos héroes judíos modernos la complejidad y diversidad de los mundos judíos fue arrastrada a la sombra de la historia, una vez más.
VIII. “Toda moral fracasa tan pronto como comenzamos a actuar. Por esta miseria se inventan las reglas y los patrones «éticos». Se quiere limitar la acción. Ahora bien, puesto que estas reglas, puesto que en principio vienen de afuera, nunca pueden hacer otra cosa que limitar, nunca pueden prescribir, y siempre la acción romperá una y otra vez, las rebasará y «contravendrá»”. Esto escribió Hannah Arendt en un fragmento de su diario filosófico, entre 1955 y 1956. A pesar de las reglas, las construcciones éticas y la institucionalidad heroica del mundo moderno, hay algo en la acción inclasificable, en la espiritualidad inencajable, que seguirá haciendo del progreso una tensión que no pueda mirar hacia delante, sino tan sólo hacia las ruinas que va dejando a su paso. Ni héroes ni derrotados, o héroes y derrotados, somos producto de las experiencias que atravesamos, de las que nunca nos permitirán volver a ser lo que fuimos. Resistir es también rechazar todo aquello que quiere convertirnos en un nosotros ajeno y opresor. Lo que resta, será sólo lo que querremos ser.