La pandemia ha puesto a los médicos en la primera línea de combate y ha jerarquizado su saber y su prestigio social. El «gobierno de científicos» se ha vuelto casi literal, pero las alarmas han comenzado a sonar por su posible deriva autoritaria.
En la apertura de sesiones del Congreso el 1° de marzo pasado, Alberto Fernández sentenció: “Este es un gobierno de científicos, no de CEOS”. Desconozco si pretendió convertir su expresión en una frase para la posteridad, pero lo cierto es que pocas semanas después se convertiría en algo literal, quizás demasiado literal para ser real.
Platón había imaginado una República gobernada por los filósofos, aquellos que dominaban los saberes. Pero la idea de un gobierno de científicos fue claramente formulada en el siglo XIX por la filosofía, quizá injustamente despreciada, de Saint-Simon y de su discípulo Augusto Comte. Saint-Simon proponía una alianza entre lo que él llamaba industriales (un amplio abanico que abarcaba todas las clases “productivas”) y la ciencia. Comte confiaba la administración de las cosas a la ciencia, apoyada en el proletariado, educado en la filosofía positiva, sin que este gobierne. En el caso de que el proletario no estuviere educado, se justificaba, según Comte, una “dictadura honrada”, para así educar al pueblo. Una variante muy exitosa del positivismo comtiano fue el higienismo, liderado básicamente por médicos que se propusieron organizar la traza urbana de manera de evitar el hacinamiento y, por ende, las epidemias. El positivismo fue el sustento ideológico de los regímenes oligárquicos latinoamericanos, desde Porfirio Díaz en México a Julio A. Roca en Argentina. Al mismo tiempo, fue el “inventor” de las ciencias sociales y de las políticas públicas y tuvo mayor eficacia para el arte de gobernar que muchas filosofías políticas más refinadas.
Alberto Fernández sentenció: “Este es un gobierno de científicos, no de CEOS”. Desconozco si pretendió convertir su expresión en una frase para la posteridad, pero lo cierto es que pocas semanas después se convertiría en algo literal, quizás demasiado literal para ser real.
En el siglo XX, más precisamente en las décadas del ’20 y ’30, se cuestionó la democracia liberal desde distintas perspectivas, una de ellas fue el tecnocratismo, un movimiento de escasa influencia social pero que proponía la dirección del gobierno y de las empresas a los ingenieros. Otra variante tecnocrática fue el liberalismo de la escuela austríaca de economía, cuya cabeza filosófica, Karl Popper, proponía “ingenieros sociales” para la administración del gobierno, que en definitiva eran economistas. En mayor o menor medida, todas las propuestas filosófico políticas que apostaban a una alianza fuerte entre ciencia y gobierno, buscaban suplantar la política, entendida como sinónimo de conflicto y de caos, enunciando un cuestionamiento muy severo a la democracia, por favorecer el peso del número por sobre la calidad de las políticas.
¿UNA SOCIEDAD BAJO EL PODER DE LA CLÍNICA?
Pero volvamos a Alberto Fernández, ningún opositor serio diría a priori que su propuesta fuera antidemocrática: su apuesta a los científicos la planteó para diferenciarse de esa especie engañosamente nueva que son los CEOS y que fueron los líderes del gobierno anterior. Probablemente el flamante presidente no sabía que al hacerlo estaba enunciando una profecía, ya que gracias a la pandemia, el gobierno actual se convirtió en lo más parecido al ideal platónico-comtiano, al menos en las apariencias. Un comité de expertos en distintas ramas de la medicina, con predominio de infectólogos y epidemiólogos, se convirtió en el espacio asesor más importante del presidente y quizás de todo el poder político. Sus consejos son seguidos a rajatabla e inmediatamente se convierten en decretos que disciplinan nuestra vida cotidiana y cuadriculan nuestros movimientos, de una manera tan abierta, con tal precisión, que probablemente a Foucault le hubiera resultado demasiado obvio para ejemplificar sus análisis.
Los médicos están hoy en el centro de la escena política y mediática, como nunca antes lo habíamos visto. Así, tenemos que escucharlos en sus someros informes sobre las distintas hipótesis de una enfermedad que ellos mismo confiesan aún desconocer, los vemos dando consejos de cómo lavarse las manos y hacer barbijos caseros, tranquilizándonos a veces y asustándonos otras. Desfilan en una maratón expositiva, los asesores del presidente y algún médico ansioso de fama que se convierte en cruzado sanitarista. Otros, se transformaron en columnistas permanentes que explican las novedades del virus, ese protagonista excluyente de estos tiempos.
Un comité de expertos en distintas ramas de la medicina, con predominio de infectólogos y epidemiólogos, se convirtió en el espacio asesor más importante del presidente y quizás de todo el poder político.
El presidente parece por momentos mimetizado con esos expertos, en cada declaración dice seguir sus consejos, nos cita a una hora para realizar sus exposiciones quincenales y empieza una hora después, como sucede en los consultorios, y nosotros nos quedamos esperando con ansiedad el último diagnóstico. Lo que está ocurriendo en el mundo da la pauta de que a Alberto Fernández no le quedan muchas alternativas frente al ataque de este virus, sobre el que los propios expertos tienen pocas certezas.
Junto con cierto consenso inicial aparecieron profecías sobre el día después. Los primeros fueron algunos pensadores como Giorgio Agamben y Slavoj Zizek, que utópica o distópicamente se dedicaron a confirmar sus hipótesis sobre el mundo. En definitiva, actuaron como expertos cuya experticia es la elaboración de hipótesis específicas que elaboraron pacientemente durante décadas. También algunos economistas y periodistas del campo progresista aventuraron una nueva era keynesiana, comparando explícita o implícitamente este momento con la crisis del ’29. Alberto Fernández se sumó a esta idea diciendo, más cuidadosamente, que el rol del Estado no podía ser el mismo después de esto, aludiendo más o menos claramente al Estado mínimo neoliberal.
ECONOMISTAS VERSUS MÉDICOS
A partir de ese momento comenzaron a aparecer algunas disidencias precisamente desde el campo de la economía. Claramente un país donde las personas están en aislamiento físico, detiene en gran medida su movimiento económico, lo que implica necesariamente consecuencias sociales inmediatas y mediatas. Pero el presidente repitió claramente y hasta el cansancio que una economía caída se podía recuperar, pero que las vidas humanas no. Se hace difícil refutar esa opción ante un dilema de esta naturaleza sin quedar como alguien moralmente reprobable.
Pero no podían defraudarnos los fundamentalistas del libre mercado, como Javier Millei, José Luis Espert , Roberto Cachanosky, Carlos Melconián y otros más jóvenes. Millei propuso empezar a salir de la cuarentena, evitar la emisión monetaria y reducir el gasto público, porque nuestro futuro, en caso contrario, va hacia la hiperinflación, comparando este momento con el 2001. Espert, por su parte, admitió la necesidad extraordinaria de emisión ante la emergencia, pero también clamó por una salida “ordenada” de la cuarentena antes de que las empresas colapsen. Ambos compararon nuestra situación con la de unos indefinidos “otros lugares del mundo”, dejando tácita la “anormalidad” argentina. El único que logró desmarcarse de esta idea fue Carlos Melconián, quien instó a olvidarse de dogmatismos frente a la nueva situación, sosteniendo que le parecía correcto lo que había hecho el presidente hasta el momento. Martín Lousteau, en su doble rol de político y economista, supo coincidir con Melconián, sugiriendo la necesidad de crear otro comité, esta vez formado por economistas.
En uno de los tantos reportajes que se le hicieron a Alberto Fernández, el periodista le planteó si tenía en agenda esa posibilidad, a lo que contestó que no lo descartaba, pero, a diferencia de los médicos, afirmó que de economía él sí podía discutir. Claramente expresaba lo indiscutible del saber médico, logrado a partir de una paciente y más que centenaria pelea de posiciones. Como lo han investigado los historiadores argentinos Diego Armus y Ricardo González, la lucha de los científicos fue en principio por lograr imponerse legalmente frente al curanderismo en el siglo XIX, y de ese modo fueron conquistando posiciones en el mismo Estado. Dos de los más reconocidos ejemplos son Eduardo Wilde y José María Ramos Mejía, quienes se desempeñaron a la vez como médicos, escritores, historiadores, sociólogos y hombres de Estado. Fueron ellos, junto a Emilio Coni y otros tantos, los que construyeron los cimientos de nuestro sistema de salud pública que hoy conocemos.
Contrapunto interesante: economistas que pierden protagonismo como asesores vitales del poder político se enfrentan (cuidadosamente, hay que decirlo) a los médicos. Estos se convirtieron gracias a la pandemia en interlocutores privilegiados, reaccionando corporativamente frente a la más mínima intromisión y cuestionamiento de los ajenos a su tribu.
Este sistema se consolidó y se extendió durante el primer peronismo cuando Ramón Carrillo fue designado como primer secretario y luego ministro de Salud Pública. La historiadora Karina Ramacciotti analiza que esta política continuó con ciertas pautas eugenésicas e higienistas preocupada especialmente por la salud de los trabajadores varones. En el camino, la palabra y la firma del médico se fue constituyendo en un documento esencial de la vida cotidiana, para justificar inasistencias laborales, para la venta de fármacos, la admisión o no en los trabajos, eximirse del servicio militar obligatorio o para realizar pericias anatómicas y psiquiátricas en los estrados judiciales. Desde ya que esto no fue obra exclusiva del trabajo corporativo, sino que encuentra su fundamento en los avances técnicos y científicos de la medicina orientados al diagnóstico, prevención y cura de las enfermedades.
A pesar de esta seguridad, los médicos suelen estar atentos a cualquier cuestionamiento de su saber. En el estudio del canal América, José Luis Espert planteaba las catastróficas consecuencias económicas de la cuarentena, sin cuestionar abiertamente, ante la atenta mirada del Dr. Alfredo Cahn que seguía esa exposición desde una comunicación vía Skype. Vale la pena transcribir la divertida crónica de Sebastián Robles en su Twitter de aquel programa del 7 de abril pasado:
Contrapunto interesante: economistas que pierden protagonismo como asesores vitales del poder político se enfrentan (cuidadosamente, hay que decirlo) a los médicos. Estos se convirtieron gracias a la pandemia en interlocutores privilegiados, reaccionando corporativamente frente a la más mínima intromisión y cuestionamiento de los ajenos a su tribu. Pero la respuesta del presidente a los economistas (yo de economía puedo discutir, decía Alberto Fernández), y sus pasos concretos en el proceso de renegociación de la deuda y en la aplicación de políticas de emergencia, habrían de mostrar a un primer mandatario dispuesto a decidir políticamente el problema económico, sin asesores de los cuáles ya conocía sus propuestas.
Nuestras autoridades gubernamentales están actuando con mucha, probablemente excesiva, responsabilidad, en el sentido que le cabe a la política según Hans Jonas. En esto se diferencian claramente de los que Federico Finchelstein llama “la política fascista de la enfermedad”, cuyo ejemplo más patético es el presidente brasileño Jair Bolsonaro. De este modo Argentina rompe el estigma de ser el país ineficiente, que hace lo que nadie hace, que queda “fuera del mundo”. Comparada con los EEUU de Trump, “la Argentina parece un ejemplo de cordura y planificación sanitaria” señala Finchelstein. Así, la respuesta de la sociedad argentina a la pandemia estuvo lejos de ser “anómica”, mostrando un disciplinamiento notable a las directivas emanadas del gobierno.
EL MIEDO A LA TIRANÍA
Una medida específica del gobierno de la CABA que apuntaba a controlar el movimiento de los adultos mayores, provocó lo que Infobae y Clarín no dudaron en calificar como “rebelión”, cuando en verdad solo se trató de una serie de declaraciones altisonantes de algunos intelectuales de más de 70 años. Primero fue José Emilio Burucúa, quien olvidó su habitual mesura al colocarse una estrella de David en el pecho apelando a los años del Holocausto, y por esto fue reporteado por Infobae. Luego, el mismo diario, hizo una encuesta entre intelectuales mayores de 70 años en la cual la mayoría se pronunció contra la medida en nombre de las libertades públicas.
Muchos de los declarantes eran simpatizantes del gobierno de Rodríguez Larreta que se sintieron atacados como colectivo etario. Quizás, quien más sintéticamente definió esta situación, fue Beatriz Sarlo: “Es un estado de sitio selectivo. Impide la movilidad de sus habitantes por el territorio. Que yo sepa, sin aprobación de la Legislatura. La Constitución debe estar volatilizada o le agarró el coronavirus, pero es un estado de sitio selectivo. (…) Para su imaginación, las personas mayores de 75 somos rentistas o jubilados. No hay trabajadores”, agregó luego refiriéndose al Jefe de Gobierno de CABA.
La reacción es entendible y legítima. Más allá de las exageraciones, los “rebeldes” pertenecen en su mayoría a una generación que sufrió en su juventud dictaduras y represión, y a la que le tocó llegar a la madurez en momentos en los que la vida cambió radicalmente para la gente de su edad. Son mucho más activos que las generaciones anteriores (digamos, en comparación con aquellos que hoy serían centenarios) y, en este caso, su profesión y lugar social les permite seguir vigentes.
Por otro lado, detrás de esta reacción, también aparece el temor a la posibilidad de que este estado de excepción transitorio se transforme en permanente y tengamos un Estado más autoritario. Así lo expresó, en una nota José Carlos Chiaramonte, que admite que convivimos con un estado de excepción, pero con mucho menos alarmismo «quiérase o no estamos consintiendo un estado de excepción, cuando las cámaras no se reúnen y se gobierna por medio de DNU». No la justifica pero sí admite que la política sanitaria del gobierno es correcta y habría que apoyarla: «En síntesis, la política en curso frente a la pandemia requiere también saber si es posible, y cómo, tratar de conciliar salud y economía, además de obligarnos a analizar sin escrúpulos lo implicado por el estado de excepción. Mientras, insisto, más allá de ocasionales defectos, continuemos cumpliendo las razonables pautas de la política sanitaria actual».
Conciliar salud, economía y libertades civiles suena razonable, como son razonables los reclamos de muchos sectores económicos afectados por la inmovilidad, tal el caso de los pequeños empresarios y cuentapropistas.
Conciliar salud, economía y libertades civiles suena razonable, como son razonables los reclamos de muchos sectores económicos afectados por la inmovilidad, tal el caso de los pequeños empresarios y cuentapropistas, quienes en su gran mayoría no cuestionan en la necesidad de la cuarentena, pero reclaman la habilitación laboral, con protocolos, o de manera parcial, para poder volver a la actividad. Directamente absurdos son los reclamos de liberar absolutamente toda la actividad económica en nombre de la libertad, en una defensa frente a una supuesta amenaza comunista.
Lo cierto es que la situación es novedosa, tenemos que encerrarnos para prevenirnos de una invasión que no ocurrirá si nos quedamos encerrados, con la idea de que, si esa invasión no llega, habremos ganado, a pesar de las consecuencias económicas, educativas, psicológicas y sociales que ella dejaría. La demostración de que la cuarentena fue efectiva es que esa invasión letal no ocurra, algo que resulta difícil de aceptar si lo comparamos con una guerra. La guerra existe, se trata de ganarla o de perderla, y allí radica el éxito o el fracaso frente a ella. En este caso, podríamos decir que el éxito estaría en evitar la guerra, algo empíricamente indemostrable por contrafáctico.
La nuestra es una situación catastrófica, como podía serlo una grave crisis económica, un terremoto o una guerra, pero con esa peculiaridad que la hace original. Y como cualquier situación de este tipo, genera, lógicamente, temores, dudas, ansiedades, expectativas y esperanzas, algunas más infundadas que otras, que generalmente no se cumplen como se imaginaron, pero que en este caso tienen un plus de incertidumbre. Por eso es aventurado afirmar distopías tecnológicas que profundicen la individuación neoliberal, avizorar un nuevo Estado autoritario, imaginar una vuelta al keynesianismo o temer o desear un cambio de sociedad. Parecería que hay cierto consenso en que todo va a cambiar, pero el plus de incertidumbre incluye la posibilidad de que no haya cambios significativos. No sería la primera vez que un acontecimiento inédito no cumple ninguna de las profecías que se anunciaron.