Nicolás Mavrakis reseña el libro de Hernan Iglesias Illa, analizando gestos, campañas y modos.
Si Facebook funciona como plataforma de propagación de la política, ¿no lo hace a condición de que la política funcione como plataforma de propagación de Facebook? Con sus “3,5 millones de personas orgánicas por día (es decir, sin pauta publicitaria)”, la campaña del presidente Mauricio Macri en una plataforma a la que solo desde Argentina se conectan más de 27 millones de personas deja en escena preguntas que no se agotan en lo que la política simplemente esté dispuesta a invertir en términos materiales en Facebook, sino que crecen alrededor de las posibilidades de una simbiosis más profunda y dinámica entre política y tecnología. Esa es la perspectiva con la que pueden leerse las afinidades entre, por un lado, una identidad política que es fóbica a la “discusión ideológica” (porque antes “hay un montón de cosas que se pueden hacer para hacer avanzar el país y mejorarle la vida a la gente”), se sostiene sobre un mensaje monocorde “positivo y de futuro” que evita cualquier negatividad y se perfecciona con encuestas y focus groups ‒“no hay otro partido que haga tanta investigación como el PRO”, dice Jaime Durán Barba‒ y apunta a “un nuevo elector que ya no vota por pertenencia a un grupo ni por lealtades estables” sino “dejándose llevar por una mezcla de interés personal y conexión emocional con los candidatos”, y, por otro, una red social que siendo la más popular y lucrativa del planeta es también normativamente fóbica al conflicto ‒entendido como fuerza que motiva un acontecimiento de conciencia cualquiera‒ y que mientras estudia y rentabiliza la dinámica social de las emociones de sus usuarios les ofrece como herramienta fundamental de intercambio público ese hábito social mudo y positivo que consiste en apretar el botón “Me gusta”.
Desde esa perspectiva, también, Cambiamos es un excelente mapa de los mecanismos que nutren la lógica de comunicación del gobierno. En tal caso, cuando, por ejemplo, el futuro Jefe de Gabinete Marcos Peña es citado diciendo que Cambiemos es lo “contracultural” del sistema político argentino ‒“entiendo perfecto lo que quiere decir y entiendo perfecto que esto no es una cuestión comunicacional”, se intercala a sí mismo Iglesias‒, y Peña sigue hablando entonces sobre “reducir al mínimo las fotos con políticos” y que no haya “ni actos con tribuna, militantes, ni discurso del candidato”, ¿no se trata, antes que de una oposición “contracultural” al sistema político local, más bien de asumir la cultura política hegemónica de la época global, esa que el politólogo David Runciman describe como una que presenta a la tecnología no como medio para mejorar la política sino para evadirla por completo? “Cuanto más político el post en Facebook, peor le va”, sintetiza otro publicista del PRO. En ese cruce de coordenadas políticas, simbólico-identitarias y tecnológicas se resuelve también la escasa pertinencia de una “intelectualidad PRO”, asunto que si el kirchnerismo y el cristinismo anularon con el disciplinamiento militante y los cargos públicos, el actual gobierno ‒que no puede aún presentar ninguna figura intelectual significativa como afín‒ parece atrofiar con la impenetrabilidad misma de aquella máxima heideggeriana que señala que la ciencia no puede pensar, algo que Beatriz Sarlo sintetizó señalando que los intelectuales no tienen motivos para conocer CEOs (y viceversa, por supuesto).
Pero antes de volver a esa cuestión, es inevitable demorarse en el segundo personaje más importante en Cambiamos después Facebook: Jaime Durán Barba. A diferencia de una relación con la política tejida con habilidades sociales ‒Iglesias cuenta que conoció a Marcos Peña en un asado de bloggers, su vínculo con el ahora vicepresidente del BCRA Lucas Llach nace “desde el jardín de infantes” y al gerente de Eurasia Group Daniel Kernel lo conoció porque “nuestras mujeres se habían hecho amigas”‒, la de Durán Barba es la voz de la experiencia. Artesano de la imagen pública tal como esas palabras se entienden hoy, creador “de ilusiones que Mauricio pueda defender honestamente” y asesor espiritual ante la caída de Fernando Niembro por denuncias de corrupción ‒“no estaba acostumbrado a esto, por eso se angustió y reaccionó así al principio”, dice Durán Barba sobre Niembro, a quien Iglesias describe primero como “un evangelista de la cercanía” y después como alguien que se negó “a ser educado sobre la manera de hablar de los candidatos del PRO”‒, los razonamientos publicitarios de Durán Barba son la otra cara de los razonamientos territoriales de la UCR y del PRO‒y de los enormes desastres estratégicos del cristinismo y del sciolismo‒, y edifican todo aquello que ya no se percibe como si estuviera marcado ideológicamente sino como si fuera dado por sentido común y de manera neutral (y de ahí también la asepsia compartida con Facebook). Esa, por otro lado, es la estrategia que funciona en la medida en que la ideología pasa a designar a lo único que queda fuera de ese contexto aceptado con aparente espontaneidad: el celo religioso y ‒como repetían el kirchnerismo y el cristinismo‒ una orientación política (en ese punto podría señalarse que esa coincidencia de los opuestos dialéctica es precisamente la ideología en su grado más puro, aquel en el que aparece como su opuesto, como no-ideología, aunque la interpretación que ofrece Iglesias es más simple: gracias a que Marcos Peña “presume de saber detectar a la ’buena gente’”, entonces “hoy ganamos los ingenuos, hoy ganamos los boludos”).
Hasta qué punto, por otro lado, Mauricio Macri fue (o es) permeable a esa intensa interrelación entre política, identidad simbólica y tecnología es una cuestión que ni Cambiamos ni las circunstancias pueden todavía responder. En todo caso, la formación de Macri como princeps empezó tiempo antes de la última campaña y sus preocupaciones son más barrocas que la contabilidad de “Me Gusta”. Antes de uno de los debates presidenciales, por ejemplo, Macri dice que necesita “una nueva manera de hablar en entrevistas”, sobre todo cuando “las preguntas de los periodistas” le piden “definiciones urgentes”. Y entonces diagnostica el punto ciego de su propio discurso: “un problema nuestro es que nunca aprendimos a ser psicópatas, no sabemos psicopatear al sistema”. Es una pena que el libro evite analizar qué significa “psicopatear al sistema” ‒la frase más espectacular y žižekeana atribuida a Macri en Cambiamos‒ y que Iglesias cauterice la cuestión con una rápida traducción propia según la cual “tenemos que ser un poco más dementes, menos cuidadosos, más implacables”. En ese mismo sentido, uno de los puntos más sintomáticos del problema de la comunicación PRO emerge cuando alguien dice que “el kirchnerismo usó todo el lenguaje de la política” (a lo que se podría agregar ahora: y así le fue). Pero ante un lenguaje vaciado de palabras políticas, ¿qué tipo de palabras ofrecen por su lado las apariciones mediáticas de, por ejemplo, el simpático Balcarce ‒cuya vida en Facebook cuenta Cambiamos‒, o los billetes ilustrados con animales?
En las visitas en campaña a distintas universidades privadas, mientras tanto, la pregunta tal como la plantea Iglesias sobre “la incapacidad para dialogar con intelectuales” reaparece obturada con disquisiciones sobre “el pragmatismo más absoluto y la ideologización más paralizante”, y con la repetición algo insípida de que “la manera de resolver problemas del PRO es establecer conversaciones”. Pero cuando el equipo de campaña recibe la invitación “a un debate en Ciudad Universitaria con Daniel Filmus”, hipotético funcionario del hipotético Daniel Scioli, se ven obligado a “declinar la invitación” en parte porque “el escenario parecía demasiado hostil como para que alguien pudiera explayarse con calma” y en parte “porque no tenemos a quién mandar sin dar señales confusas” (“pragmatismo absoluto” o “ideologización paralizante”, lo más curioso es imaginar un Filmus “demasiado hostil”). Pero, en tal caso, ¿qué tipo de “conversaciones” surgen cuando la alternativa es entre las rugosidades forzosas de las palabras y la lisura calculable del “Me Gusta”? A la espera inevitable de respuestas, Cambiamos permite explorar uno de los modos en que el PRO se piensa (des)ideológicamente a sí mismo y al mundo sobre el que hoy ejerce uno de los poderes más grandes desde la restitución de la democracia.