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El desvío

por | Dic 20, 2016 | Opinión

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Quería llenarlo de vitalidad y, en cambio, me llena de angustia.

Bernardo Bertolucci. Prima della rivoluzione.

Aquella mañana comenzó con un desvío. Era jueves y la agenda del momento decía que debía presentarme a dar una clase de Historia Argentina. La cita era en un instituto que preparaba a alumnos que aspiraban a superar el temible curso de ingreso que les permitiría ingresar al Nacional Buenos Aires. A la distancia –la memoria es reconstrucción caprichosa– lo de instituto parece un abuso del lenguaje. Se trataba de un departamento de dos ambientes, en riguroso contrafrente, en el que un ingeniero contrataba en negro a docentes que hacían sus primeras armas en la enseñanza. Pero el trabajo escaseaba, la economía informal lo impregnaba todo y el recinto se encontraba a metros del anexo de El banquete, una librería de usados de Belgrano en la que todavía podía encontrar las liquidaciones catalanas de Crítica a cinco pesos.

Llegar hasta aquel barrio no era fácil. Si uno vivía en Parque Chacabuco debía realizar una interminable excursión que suponía recorrer la línea E hasta Bolívar, para luego iniciar una larga caminata a través de un larguísimo pasillo que hubiera resultado anacrónico a los mismísimos Tony y Douglas, los héroes de El túnel del tiempo. La travesía era fatigosa, pero las obras de la línea H apenas se habían iniciado y los diez kilómetros anuales de tendido subterráneo todavía no estaban en los papeles de nadie, así que no quedaba otra.

Aunque aún era temprano en los vagones sobraba espacio, y hasta viajé sentado. Sin bancos ni clases, el flujo de personas que iba hacia el centro menguaba notablemente. La escena era triste incluso para los parámetros de la línea E, como si el espíritu mortecino de la estación San José se hubiera extendido desde Medalla Milagrosa hasta la terminal. Y sin embargo, parecía percibirse entre algunos de los pasajeros un módico sentimiento de satisfacción, como si en cada mirada cruzada se revelara la certeza de que el estado de sitio había sido efectivamente desafiado y la movilización por fin se había cargado al odiado Cavallo. Porque así de deliciosa puede resultar la biopolítica.

La soledad aumentó cuando la formación llegó a la estación Independencia, donde meses atrás se habían multiplicado los reclamos contra el intento de llevar el valor del cospel de cincuenta a setenta y cinco centavos a cambio de mejoras que, por supuesto, jamás llegarían. Porque a comienzos del nuevo siglo parecía que nada llegaría. Nunca.

[blockquote author=»» pull=»normal»]Parecía percibirse entre algunos de los pasajeros un módico sentimiento de satisfacción, como si en cada mirada cruzada se revelara la certeza de que el estado de sitio había sido efectivamente desafiado y la movilización por fin se había cargado al odiado Cavallo. [/blockquote]

Yo viajaba escindido, con un ojo en los pasajeros y otro en la última Trespuntos. Por entonces la dirigían Jorge Halperín, que luego se acercó al kirchnerismo, y Jorge Bolita Sigal, un conocido ex dirigente del PC designado por el gobierno actual como Secretario de Medios Públicos. Hoy quizás no compartirían un café, pero por entonces la contigüidad delarruísta con las políticas neoliberales del menemismo hacía todo más fácil para quienes se identificaban con el progresismo.

Cuando por fin descendí en Bolívar el vagón estaba vacío y me sentí Sergio Renán en el final de El poder de las tinieblas, aquella película de finales de los setentas. El andén era un desierto sombrío, pero la agenda laboral del momento decía que debía presentarme a dar una clase de Historia en un instituto. En Belgrano. Era jueves.

II

El final de la Historia es predecible. Superada la escalera mecánica jamás caminé por el túnel que todavía une a Bolívar con Catedral. Y, en cambio, pasé el molinete.

Porque estaba a metros de Casa de Gobierno.

Porque todavía era joven.

Porque todavía confiaba en que podía saber de qué se trataba.

Y aunque tenía la certeza de que el ingeniero que pagaba patacones en negro miraría nervioso su reloj comprado con el 1 a 1 y putearía en silencio al profesor ausente-sin-aviso, ya no me importaba.

Alrededor de las 11, por fin ingresé a la Plaza. Había gente, aunque no mucha. Merodeé entre las Madres que realizaban su ronda con puntualidad kantiana, los dirigentes de Autodeterminación y Libertad que se superponían para explicar las ideas de John Holloway a un movilero de Crónica, los militantes de Quebracho, la gente de los servicios, los ahorristas, los curiosos y los indignados avant la lettre. Si en Puán no me habían mentido, era testigo de un hecho epifánico: el advenimiento de la Multitud. Sin embargo, cuando el asunto se puso espeso, no dudé en retirarme y volví a Parque Chacabuco. Y lo miré por TV.

[blockquote author=»» pull=»normal»]Si en Puán no me habían mentido, era testigo de un hecho epifánico: el advenimiento de la Multitud. [/blockquote]

Un par de días después usé los pocos ahorros que me quedaban en el banco para comprar con débito muebles y electrodomésticos, y me fui a vivir con mi novia de entonces, con quien finalmente me casaría. El Robespierre de la estación Bolívar probó con el Comité de Salvación Pública de Parque Chacabuco, pero pronto se desencantó y esa sensación persistiría por siempre.

Ha pasado el tiempo, quince años. Hoy todo aquello se me hace lejano, promisorio, trágico, inocente, aberrante y, de algún modo, feliz. Los que se fueron son pocos, quizás muy pocos. La red de subterráneos ha sumado algunos kilómetros y me dijeron que, pirueta mediante, la línea H ya hace innecesario llegar a Bolívar para ir hasta Belgrano, pero los diez kilómetros por año quedaron en palabras. Del ingeniero no supe nada más. Tal vez todavía me espere, quién sabe. Sí sé que mi matrimonio naufragó, y que pueden encontrar Multitud de Hardt y Negri, a noventa pesos en las librerías de saldos de la calle Corrientes. Tal vez debería volver a leerlos, no sé. Lo cierto es que, convocado a pensar sobre aquella jornada de diciembre, solo pude escribir la crónica de un desvío. Intuyo que no está mal que sea así.

Eduardo Minutella

Eduardo Minutella

Profesor en Enseñanza Media y Superior en Historia en la Universidad de Buenos Aires (UBA). Se desempeña como investigador especializado en Historia intelectual y cultural contemporánea de la UNTREF. Es colaborador periodístico en Panamá Revista.