Benoît Hamon representa la esperanza de la izquierda socialista francesa. Francois Miterrand representó lo mismo en su día. Habrá que tener cuidado.
Recordarán ustedes al señor que está ahí arriba. Su nombre era François Mitterrand y fue el primer presidente socialista de Francia después de la II Guerra. Fue el hombre que le puso fin a más de treinta años de gobiernos de la derecha. El hombre que volvió a colocar al Partido Socialista Francés en el centro de la escena. Sí… Mitterrand fue eso. Pero fue mucho más. Para entenderlo, alcanza con mirar la foto.
Observenla bien: el hombre mira por la ventana con cierto aire de esperanza. Su perfil nos ofrece la imagen de un señor serio, comprometido con el futuro de su país y sus ideas. La ventana, sin embargo, nos devuelve un reflejo: el de un hombre con media sonrisa, observando el mundo con algo de cinismo e ironía. ¿Era el del perfil izquierdo? ¿O era acaso el del derecho? Evidentemente, Mitterrand lo era todo junto.
François Mitterrand llegó al poder como representante de la esperanza. Antes de pisar el Eliseo, lo había prometido todo: la autogestión obrera y los impuestos a las grandes riquezas. La participación de los obreros en las empresas privadas y la estatización de buena parte de la banca. Era el campeón de la izquierda reformista. El hombre que pondría al día el socialismo de Jaurès y Blum.
[blockquote author=»» ]François Mitterrand llegó al poder como representante de la esperanza. Antes de pisar el Eliseo, lo había prometido todo.[/blockquote]
El día que asumió su cargo, Mitterrand hizo lo que mejor sabía: fingir y actuar. Tomó tres rosas rojas -símbolo del socialismo- e ingresó al Panteón de París mientras era vivado por una multitud harta del gobierno de su predecesor, el grandísimo liberal gaullista Giscard D´Estaing. Acompañado por una cámara filmadora (nada en Mitterrand estaba librado al azar y a la espontaneidad) dejó una flor en la tumba del líder de la resistencia Jean Moulin, otra en la del viejo fundador del socialismo galo, Jean Jaurès, y una en la del líder antiesclavista decimonónico Victor Schoelcher. Apenas salió, comenzó a firmar las últimas páginas del cuento que había inventado.
Los primeros años de su gobierno fueron inequivocamente progresistas. Aumentó en un 10% el salario mínimo, promovió algunos impuestos sobre las grandes fortunas y comenzó a esbozar una idea de renta básica. Además, durante sus mandatos, se aplicaron políticas de izquierda en materia de derechos civiles (la pena de muerte y la despenalización de la homosexualidad fueron dos logros que nadie podrá quitarle). Pero, después, ya no hubo nada. El socialista que hablaba con rosas en la mano y se deshacía en frases románticas que llamaban a los franceses a “cambiar la vida”, hizo lo de siempre: giró su gabinete hacia la derecha y emprendió la reprivitazión de algunas empresas estatizadas. Por supuesto, la alianza con los comunistas que lo habían llevado al Eliseo (la CGT, el principal sindicato, era de los de la hoz y el martillo) terminó. La autogestión obrera no llegó nunca. Pero sí llegaron el desempleo y el aumento del déficit estatal. Numerosas empresas mineras cerraron. Miles de obreros quedaron en la calle. Lo que se llama “un hombre de Estado”.
El socialismo francés conserva, sin embargo, cierto romanticismo. Seguimos imaginando que sus líderes son algo así como poetas –pienso en un Prévert o acaso en un Éluard– que fuman cigarrillos Gitanes a orillas del Sena y miran el mundo con pesimismo y melancolía. Ideamos mentalmente a unos hombres de principios que repasan en algún café del centro parisino un libro de Camus, mientras fruncen el ceño en señal inequívoca de reflexión. Los socialistas franceses son, en nuestra reververada imaginación, unos tipos tristes pero optimistas, de esos que saben que la de la izquierda es una idea trágica, de difícil aplicación y más compleja explicación.
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Al final, sin embargo, son como Mitterrand. O como Hollande (un mercachifles llamado a dar vuelta la tortilla de Sarkozy que se demuestra, a fin de cuentas, más incapaz que el primero). Son los que le dejan la cena servida a la fascista Marine Le Pen o al más moderado (solo en comparación con ella) Francois Fillon.
Ayer, increíblemente, el socialismo francés dio una muestra de esperanza. Frente a Manuel Valls, el ex Primer Ministro que propuso, con toda honestidad, cambiarle el nombre al partido, eligió como candidato a la presidencia a Benoît Hamon.
Benoît Hamon es un chico serio y de espíritu optimista. Y está, para nuestra ilusión, formado en las canteras de la izquierda. Ofrece ideas novedosas y un arsenal de proyectos para un socialdemocracia puesta al día. Ya lo saben: renta básica universal, reducción de la jornada de trabajo de 35 a 32 horas semanales, nuevas políticas de género, respeto a la identidad cultural, legalización del cannabis, e impuestos a los robots.
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Uno lo ha visto todo. Pero, aún así, Benoît Hamon nos entusiasma. Levanta rosas y proclama a viva voz la necesidad de un socialismo a la izquierda. No podemos, sin embargo, estar tranquilos. La historia se repite y mucho más de dos veces. Los socialdemócratas franceses le han dado un voto de confianza. Competirá –con pocas chances– por la presidencia de gobierno. Recordemos, sin embargo, a Mitterrand. Como Hamon, también lo prometió todo. La prudencia y la esperanza son dos características que no deberíamos perder. Con estos muchachos siempre conviene siempre andarse con cuidado.