Entre Piglia, la construcción de la memoria, y la historia personal. ¿Cómo miramos el pasado? ¿Es siempre nuestro?
A principios de año, casi por los mismos días en que Ricardo Piglia dejaba este mundo, leí la segunda entrega de sus diarios, ese artefacto extraño llamado Los diarios de Emilio Renzi (como el alter ego de muchos de sus relatos y novelas) y con el cual Piglia eligió ensayar su más bien particular versión de una vida tramada entre la memoria y la ficción. A ese segundo tomo, que cubre los años que van desde 1968 a 1975, Piglia le puso como subtítulo “Los años felices”. Se entiende fácil: son los años en que deja atrás las angustias de la primera juventud y comienza a vivir como escritor. También, claro, se entiende fácil el año con que cierra ese período: es justamente el anterior al golpe de marzo de 1976 y al comienzo de un giro existencial que arrastrará al autor de esos diarios junto al resto de sus compañeros, amigos, y completos desconocidos de cualquier lugar del país.
Leer un diario personal es una experiencia extraña. ¿Lo leemos porque nos interesa el autor que registra sus días o porque nos interesa la época y los personajes que aparecen mencionados? ¿Lo leemos como testimonio fiel o como una obra literaria emancipada, con su propia lógica, a la que no hay que exigirle otra cosa que buena literatura? En el caso de Piglia estas cuestiones se ven acentuadas. Todo su proyecto literario consiste, explicitamente, en el borramiento de las fronteras entre vida y ficción, o mejor, en la retroalimentación constante de vida y ficción. La memoria como creación. Porque ese circuito reproduce bien la forma en que funciona la memoria de cualquiera: nos contamos los sucesos de nuestras vidas y al contarlos inevitablemente, queramos o no, les damos una forma, los seleccionamos, los ordenamos, los convertimos en algo que ya no es el bloque macizo, informe, y caótico del flujo de las experiencias que vivimos. Sin embargo, siempre hay una historia.
En mi caso, la lectura de la vida de Piglia en esos “años felices” de principios de los 70 tuvo una torsión biográfica, familiar, que le daba una vuelta de tuerca a la lectura de los días del escritor: uno de los tantos personajes que aparecían en las entradas de los Diarios era el hermano de mi madre. Aparecía con una inicial, “R”, siempre en breves anotaciones sobre las reuniones políticas que Piglia (o Emilio Renzi) tenía con la gente del partido de izquierda revolucionaria con el que colaboraba, como intelectual, en aquellos años. El uso de las iniciales en los diarios personales es una convención respetada desde siempre, una marca del género, atribuible tanto a la preservación de la identidad de alguien que no debe ser mencionado como a la familiaridad que permite prescindir del nombre. “R” era Roberto Cristina, secretario general de un pequeño pero muy activo partido maoísta llamado Vanguardia Comunista.
[blockquote author=»» ]La lectura de la vida de Piglia en esos “años felices” de principios de los 70 tuvo, para mí, una torsión biográfica y familiar: uno de los tantos personajes que aparecían en las entradas de los Diarios era el hermano de mi madre.[/blockquote]
Desprendimiento de diversos gajos de la izquierda revolucionaria a lo largo de los años 60, s (y esos también son los huecos de la memoria histórica) y entonces tremendos combates de la izquierda argentina. Ese era un mundo -tan lejano- en el que el “campo socialista” debatía su alma entre poderosos proyectos globales, entre proyectos que implicaban no sólo un alineamiento internacional sino un tipo muy particular de existencia. Ahí estaba, obviamente, la Unión Soviética con su gerontocracia atómica lanzando satélites al espacio y predicando a través sus tentáculos en los partidos comunistas de todo el mundo la buena nueva de una sociedad igualitaria en la que ya nadie creía, de buena fe, a mediados de los años 60. Ahí estaba la experiencia cubana, tropical y rebelde, desordenada y excitante, como punta de lanza latinoamericana. Ahí estaban, también, los mucho más lejanos y exóticos movimientos de liberación africanos y asiáticos, con sus héroes (muchos de los cuales luego serían sus dictadores) negros y amarillos, educados en Francia o en Inglaterra, volviendo a sus tierras par levantar ejércitos irregulares de nativos que bajo las tesis de Frantz Fanon convertían los agravios coloniales en impulso para la liberación nacional.
Y estaba, por último, el gigante dormido que había despertado a la historia: China, la China de la Larga Marcha, la China de la violentísima guerra contra los japoneses y contra el Kuomintang, la China de las masacres incontables, la China de La condición humana de Malraux, la China de Mao Tse Tung y del desastroso Gran Salto Adelante y de la no menos desastrosa Revolución Cultural. Pero que en aquellos años despertaba la curiosidad y admiración de no pocos militantes e intelectuales marxistas que podían ver frente a sus ojos el fenómeno único, histórico, de la transformación de una sociedad que abandonaba la Edad Media para convertirse, sin escalas, al socialismo.
[blockquote author=»» ]De lo que se trata es de entender el pasado como una dimensión del presente, más que como una era cristalizada en la lejanía de la historia. [/blockquote]
Vanguardia Comunista, el partido de “R”, de mi tío Roberto, desde el nombre mismo no dejaba de evocar ese linaje periférico: VC como Victor Charlie, VC como Viet Cong. A diferencia de los coqueteos maoístas que se podían ver en la misma época en las calles de París (de La Chinoise de Godard a Roland Barthes y compañía viajando a Pekín), Vanguardia Comunista y sus pares maoístas argentinos lograron, en pequeña escala, cierta inserción en sectores obreros, especialmente en las industrias del entonces (otra lejanía histórica) radicalizado cinturón fabril de Córdoba.
En un contexto argentino en el que las organizaciones revolucionarias se deslizaban imparablemente hacia la alternativa de la lucha armada, los maoístas apostaban por la lentitud paciente de la construcción de frentes de masas que poco a poco fueran volcando la situación hacia la insurrección popular. Eso no sólo implicaba que el militante tuviera que “nadar como un pez entre el pueblo”, para citar al Gran Timonel, también un trabajo intenso en el frente, tan distinto, de la cultura y los intelectuales para hacer de los análisis y propuestas del partido una voz que circulara por fuera de los militantes comprometidos.
En ese aspecto las entradas en las que aparece mi tío en los Diarios de Piglia son elocuentes y al leerlas tuve la sensación extraña de ver a alguien que uno conoce a través de la larga novela familiar, íntima, que nos llega a quienes no lo conocimos en persona (la memoria prestada, la memoria heredada) contado por un tercero, contado como un personaje lateral en la vida de otra persona. Unas entradas: “Ayer la súbita (como siempre) aparición de Roberto C., su aire cauteloso y manso, una especie de calma que me pone nervioso y desata en mí introspecciones moralistas”; “Pasó al cuarto de al lado y dejó ahí la pistola y la sobaquera de cuero que llevaba bajo el gabán. Durante toda la conversación, al no hablar del arma, las palabras parecían cargadas de un peso oscuro.”
La doble vida del revolucionario, la clandestinidad, la desconfianza del intelectual simpatizante frente al militante full time, el escepticismo natural del compañero de ruta ante el revolucionario que vive para la revolución, que arma su mundo en torno a esa idea total. Es el registro de una memoria personal, la escritura de una experiencia de esos años. Como la memoria familiar que ilumina a la persona desde otros lados: sus viajes a China, el frasco de ajíes picantes que le trajo a mi padre, sus apariciones repentinas para visitar a mi hermana recién nacida, sus libros en inglés y francés (tengo sus Hemingway en ediciones Penguin) escondidos bajo una cama de la casa de mi abuela, su visita al enclave europeo filochino de la delirante Albania de Enver Hoxa, los documentos falsos fabricados en departamentos de la familia; su negativa a abandonar el país; sus análisis, en la vísperas del golpe, sobre el carácter extremo, organizado y descomunal que adoptaría la represión de la dictadura por venir. Tony Judt, un historiador inglés del siglo XX dice: “En retrospectiva, desde luego, los entusiasmos y compromisos personales e intelectuales de la época parecen trágicamente desproporcionados respecto al gris y lamentable resultado. Pero no es así como las cosas parecían en su momento.”
La memoria es personal y la historia es colectiva, pero ambas sólo encuentran un sentido cuando se les restituye su contexto. Vivimos una época en la que el pasado histórico es cada vez más un bloque de tiempo congelado, desligado de un presente puro y continuo. Los recordatorios, los monumentos, las placas, los lugares consagrados al pasado trágico son necesarios, imprescindibles, pero siempre corren el riesgo de convertirse en objetos que, más que recordar un pasado compartido, se transformen en un museo de los horrores políticos al que se asiste sólo por la obligación civil de escarmentar lo que nunca se debe repetir. De lo que se trata, más bien, es de entender el pasado como una dimensión del presente, más que como una era cristalizada en la lejanía de la historia. El sentido del pasado restituye el sentido de la experiencia del presente. Sin ese trabajo sobre las complejidades de las vidas de nuestros antecesores los mandamientos del pasado corren el riesgo de oscurecerse.
En agosto de 1978, Roberto Cristina y la conducción de Vanguardia Comunista (Elías Semán, Rubén Kriscaustky) fueron secuestrados por el ejército argentino. Según los testimonios de los sobrevivientes del centro clandestino El Vesubio en el Juicio a las Juntas militares, Roberto Cristina enfrentaba los tormentos al grito de “¡viva la patria, viva la clase obrera!”.