Estas últimas semanas han sido difíciles para muchas familias argentinas. El hecho elemental, y trascendental, de que sus hijos e hijas tuvieran clases adquirió un carácter aleatorio. El país estuvo -y aún está- inmerso en un conflicto docente. En muchos distritos las clases se iniciaron unos días después de lo estipulado. En algunas escuelas la mitad de los cursos tenían actividad. Algunos docentes adhirieron a ciertos paros y no a otros. La consecuencia fue lógica: muchas familias debieron lidiar con la incertidumbre. ¿Cuándo hay clases y cuándo no? ¿Cuánto aprende mi hijo o mi hija? ¿Debería entonces cambiarlo o cambiarla de escuela?
Esta situación coyuntural no es tan novedosa. El año pasado, y durante varias semanas, mis hijos tampoco lograron completar todos los días de clase, aunque por diferentes razones: porque no había agua en la escuela, por algún feriado, por las recurrentes desinfecciones, o por alguna jornada institucional. Así el sistema educativo va erosionando una de sus funciones principales, además de transmisión generacional de la cultura, como es colaborar en la co-construcción de los marcos temporales de las personas, en la organización de su vida cotidiana.
En este contexto, el debate educativo parece subsumido en una lógica binaria gobierno-sindicatos, escuelas privadas versus escuelas públicas. Resulta evidente que los segundos (sindicatos y escuelas públicas) siempre ingresan en la categoría de los “malos”. La academia ha cedido parte de su presencia en la discusión, quedando relegada o muchas veces superada por empresas y ciertas ONG´s que proponen soluciones “llave en mano” con cursos a disposición. Quienes hacemos investigación en educación no queremos involucrarnos en “tirar postas” y, en ocasiones, no sabemos qué responder. Nuestro trabajo debería, al menos, ayudar a pensar o a problematizar algunas cuestiones vinculadas a la situación y a la dinámica de la educación en el país.
[blockquote author=»» ] El debate educativo parece subsumido en una lógica binaria gobierno-sindicatos, escuelas privadas versus escuelas públicas.[/blockquote]
Me gusta postular algo que le escuche o le leí alguna vez a Inés Dussel, quien afirmaba que ante el interrogante sobre qué hacer deberíamos poder responder “pensemos juntos”. Sobre todo, agrego, para no dejar las decisiones de política educativa a los políticos, ni a los pedagógos y las pedagógas, ni a las familias, por separado.
En paralelo, en un caso que parece despojado de todo tipo de casualidad, el gobierno nacional difundió los resultados –parciales en exceso- del Operativo Aprender, una evaluación realizada en 2016. Antes de continuar hay que aclarar que la idea de instalar las evaluaciones y rankings educativos posiblemente sea la única orientación clara de la política educativa nacional. También que el operativo se llevó adelante sin acuerdo de sindicatos, familias y demás actores de la política educativa y que estuvo atravesada por conflictos como la negativa a participar de varios estudiantes.
Aún en la polémica, cabe destacar que siempre es bueno contar con datos ya que estos deberían considerarse como base para formular políticas educativas. La lectura de un conjunto de indicadores facilitaría el diseño de planes y programas, permitiría concentrar mayor información sobre las inequidades presentes en el sistema, promover aquellas políticas que tienen un impacto positivo en la experiencia escolar. Pero se trata de un conjunto. No puede interpretarse la realidad desde dos o tres datos. Si prestamos atención a la presentación que se realizó hace unos días encontraremos varias inexactitudes: en primer lugar hay resultados positivos que no se mencionan, en áreas como ciencias sociales. En segunda instancia, en un sistema fragmentado no es factible comparar escuelas de gestión pública con las de gestión privada sin tener en cuenta qué población reciben, sus características, las trayectorias educativas de las familias. Aislar el dato del contexto dificulta la comprensión de lo que ocurre. En un sistema que superpone fragmentación social y educativa existen escuelas públicas muy buenas y otras que enfrentan mayores dificultades. Pero lo mismo ocurre con las de gestión privada. Es ahí donde aparece la duda sobre las razones de la difusión de los resultados. Lamentablemente, la desafortunada frase del presidente acerca de quienes “caen en la pública” pareciera dar la razón a quienes creemos que esta difusión tenía más el objetivo de desprestigiar a los sindicatos y a los docentes en general, que a pensar qué aspectos se hacen bien y cuáles tendrían que mejorarse. O, peor aún, a instalar la idea de la supuesta crisis educativa para promover la formación de nuevas competencias a través de capacitaciones provistas por empresas u ONG´s deseosas de impulsar una nueva agenda educativa.
[blockquote author=»» ]La desafortunada frase del presidente acerca de quienes “caen en la pública” tenía el objetivo de desprestigiar a los sindicatos y a los docentes en general[/blockquote]
La situación se revela más preocupante en la medida en la que los eslóganes -como el Plan Maestr@s- reemplazan las ideas. No se entiende qué quiere hacer el gobierno en materia educativa. En este último año, el Ministerio de Educación de Nación ha perdido, a propósito o por ineptitud, la orientación en cuanto al tipo de política educativa que quiere llevar adelante a nivel país. Es cierto que en un país federal cada provincia es autónoma, pero deberíamos aspirar a que haya algunos conocimientos mínimos y universales compartidos. El Consejo Federal de Educación -formado por los ministros del área de todas las provincias- tampoco se destaca como espacio en el que consensuar políticas para todo el país. De esta forma se traslada nuevamente la responsabilidad a las provincias, con lo cual la política educativa queda exclusivamente librada a las diferentes capacidades técnicas y presupuestarias de cada una. Queda librada a producir más desigualdades.
Los datos deberían tomarse para establecer dónde están las fallas para apuntalar esos conocimientos. Por ejemplo, en el caso de la escuela secundaria tenemos dificultades derivadas de la fragmentación del nivel y de un formato vetusto que no logra interpelar las formas de sociabilidad, saberes e intereses de las nuevas generaciones. El sistema educativo, especialmente la escuela secundaria, parece Mar del Plata: muchos pueden acceder, pero no es lo mismo ir a la Bristol, La Perla, Playa Grande o las playas del sur. Así como el consumo y el ocio están segmentados en espacios estancos casi sin relación entre sí, el nivel se masificó produciendo nuevas desigualdades. Para decirlo en términos más académicos, junto al investigador argentino residente en México Gonzalo Saraví, la escuela logra el objetivo de la universalidad, precisamente a través de la fragmentación. Este triunfo implica el abandono de la pretensión universal tanto como de la búsqueda de integración social entre diferentes.
Los datos deberían ayudarnos a pensar cómo dotamos de mayor heterogeneidad al sistema –partiendo de la premisa de que a mayor mezcla social, mejores serán los aprendizajes-. Si los jóvenes de sectores medios y altos se concentran en un tipo de instituciones, éstas desarrollarán mecanismos implícitos o explícitos de selección dejando que sólo algunas escuelas lidien con la diversidad de situaciones, experiencias y trayectorias. Asimismo, la información podría ayudarnos a saber dónde faltan escuelas y vacantes, a discutir si el formato del nivel está obstaculizando que los chicos terminen, a pensar cómo acompañamos otro tipo de trayectos. Sumemos a eso que el sistema atraviesa otros problemas como las dificultades del laicismo, el desmantelamiento de programas, los salarios y, sobre todo, el desprestigio de los docentes. Docentes que, a diferencia de otros agentes estatales con los que históricamente la educación se vinculó, como los médicos, parecieran ser exclusivos responsables de la situación en las escuelas.
Da la impresión que en materia educativa siempre tenemos que alarmarnos por algo: la violencia, la calidad, las evaluaciones. Queda poco espacio para elogiar. Es una pena que los funcionarios públicos no hayan encontrado nada positivo para señalar sobre las escuelas públicas donde todos sabemos que existen excelentes proyectos. Las escuelas son también ámbito de participación, de experiencias de convivencia, de nuevos sentidos sobre la escolarización. Tal vez el ansiado “cambio” en educación pase menos por sostener la idea que la jornada extendida va a convertirnos en Finlandia y consista más bien en contar con un programa mínimo, no porque sea sencillo ni estrictamente mínimo en sus intenciones sino porque implica concentrarse en aspectos básicos como los desafíos para educar hoy, para explorar en qué diálogos entablan las nuevas generaciones con una propuesta escolar secuencial en estos tiempos de temporalidades vertiginosas y horizontes acotados.
[blockquote author=»» ]El sistema educativo parece Mar del Plata: muchos pueden acceder, pero no es lo mismo ir a la Bristol, La Perla, Playa Grande o las playas del sur.[/blockquote]
El centro de ese programa mínimo es una premisa básica: la educación debe reducir las incertidumbres. Incertidumbre que no afecta a todos por igual, pero está ahí presente como dato, como hecho palpable. La incertidumbre se reduce si los servicios públicos están garantizados, si los techos no se caen sobre las cabezas de los estudiantes, si la infraestructura es la adecuada. También si los libros de texto de primaria llegan al inicio de clases y no la semana previa a las vacaciones de invierno, si los profesores de secundaria tienen los elementos necesarios para trabajar, si los sueldos docentes se mantienen por encima de las pautas inflacionarias, si los días de jornadas institucionales pensamos en otras formas de habitar las escuelas. Si concentramos recursos en formar más y mejor a los docentes que trabajan cotidianamente a la intemperie, en quienes cuentan que además de dar clases asistieron partos en la escuela, resolvieron situaciones con armas sin expulsar a los que las habían llevado, a los que lidian con jóvenes «dados vueltas», en calles de tierra y sin recursos de infraestructura. Docentes que quizás deban recibir más becas e incentivos económicos y simbólicos para formarse.
La incertidumbre es un bien desigualmente distribuido: las familias de las amplias clases medias y las pertenecientes a las altas cuentan con más recursos para enfrentarlas. Los programas en educación deberían articularse con políticas de cuidado infantil, con actividades recreativas, con una cultura que se aprenda en la escuela, pero también que fortalezca los otros espacios donde tiene lugar la sociabilidad infantil y juvenil. Para que dejemos de emocionarnos por el docente que en Jujuy tiene en brazos al bebé de una estudiante mientras da la clase y esa joven, y ese docente, cuenten con recursos tangibles (guarderías, materiales, libros). Los programas de mínima pueden postergar grandes cambios pedagógicos en el sistema, que seguramente serán necesarios en el mediano plazo, para en lo inmediato quizás, sólo quizás, reducir la desigualdad.