La discusión, o falta de ella, en torno al referéndum catalán precipitó un debate más amplio con respecto a la democracia, el orden, las instituciones y el Estado de Derecho.
En las semanas previas al 1-O, fecha prevista para la celebración del referéndum por la independencia catalana, múltiples fueron las lecturas que circularon dentro y fuera de España sobre cómo se desarrollarían los acontecimientos. De un lado se encontraban quienes apuntaban que el conflicto lleva años instalado y que, al no ser en sí algo novedoso, tampoco lo sería su desenlace. Del otro, quienes vaticinaban un inminente “choque de trenes” entre los impulsores del referéndum y el gobierno español.
Lo cierto es que, incluso las interpretaciones que visualizaban un conflicto, resultaron insuficientes para anticipar lo que ocurriría en el transcurso de una jornada que acabó por exhibir no solamente una profunda crisis de la democracia española, sino también la disputa estructural que actualmente se libra sobre el significado último de lo que conocemos como Estado de Derecho.
[blockquote author=»» pull=»normal»]Los conflictos de interés entre actores no pueden ser erradicados; deben abordarse poniendo a disposición todos los mecanismos institucionales existentes y, en los casos en los que éstos no resultaran suficientes, poner en marcha procesos que permitan instituir otros.[/blockquote]
Las imágenes de este 1-O recorrieron el mundo. Las redes sociales fueron una vez más el soporte que logró vulnerar el cerco informativo que, en ocasiones, los grandes medios de comunicación construyen en torno a aquellos episodios que, por diferentes razones, prefieren invisibilizar. La brutalidad con la que las fuerzas de seguridad nacionales llevaron adelante el operativo para impedir que los catalanes manifestaran su voluntad en las urnas pronto se conoció a lo largo y ancho del globo, provocando repudio y alguna que otra manifestación de solidaridad.
Según los informes del Departamento de Salud de Catalunya, los heridos por la represión policial ascienden a 844, encontrándose 2 de ellos en estado de gravedad. Frente a las repercusiones que los hechos suscitaron, Mariano Rajoy dirigió desde la Moncloa un mensaje a la sociedad española. Resaltó, entre otras cosas, que tras lo acontecido puede constatarse tanto la fortaleza de la democracia como la eficacia de las instituciones, y que quienes pretendían enfrentar a los españoles han fracasado. Él, como presidente electo de España, no habría hecho más que honrar su deber de hacer cumplir la ley. Como contracara de las declaraciones oficiales, se extendieron las denuncias por el carácter violento y desmedido del operativo, resaltando la incapacidad del gobierno de dar respuestas políticas a un conflicto complejo y prolongado como lo es el catalán.
¿Cómo es posible que convivan, en contextos críticos como el actual, celebraciones de victoria con diagnósticos terminales? Más allá de las evidentes diferencias que atraviesan a las lecturas político-partidarias, ¿cómo puede entenderse que haya quienes entienden al 1-O como una muestra de la eficacia de las instituciones y de la buena salud de la democracia española, al tiempo que se despliegan posiciones que no demuestran más que autoritarismo, debilidad institucional y crisis democrática?
Quizá para entender de qué se trata esta disputa por el sentido del Estado de Derecho, sea útil echar mano a la noción de dualidad conceptual que propone Ricardo Forster en El Litigio por la Democracia. Allí, el ensayista argentino desarrolla la idea de que los conceptos poseen una dimensión simbólica y una material, estando ambas relacionadas de un modo inescindible. Valiéndonos de esta reflexión, podríamos sostener que nuestra percepción sobre la materialización de la democracia depende de cómo ésta es definida en el plano simbólico. En otras palabras, la definición simbólica de los conceptos será la que determine qué esperamos de ellos en el plano material. Consecuentemente, podría decirse que el operativo de las fuerzas de seguridad españolas haya sido exitoso o un verdadero fracaso responde a qué concepto de Estado de Derecho, de institucionalidad y de democracia se esgrima a la hora de analizar los acontecimientos.
La divisoria de aguas que está en juego en el campo de las interpretaciones referidas a lo ocurrido en Catalunya es evidente y carece de novedad. La noción de democracia ligada al orden, la legalidad y la supresión de conflictos es antigua y no posee una historia con finales felices en nuestro pasado reciente. Por el contrario, las corrientes que definen a las instituciones democráticas como modos permeables, flexibles y mutables para encauzar los conflictos que atraviesan por definición a toda sociedad, no entienden a la violencia como un recurso que sea indicador de eficacia o fortaleza, sino más bien de falencia o de fracaso.
[blockquote author=»» pull=»normal»]Lo que se exhibió ante los ojos del mundo durante la jornada electoral no fue la clausura de la problemática independentista, sino el agotamiento de una forma particular de entender la institucionalidad.[/blockquote]
Las teorías del orden, cuyos defensores suelen a apelar a las ideas de armonía y consenso, han demostrado ampliamente sus limitaciones en términos políticos. Los conflictos de interés entre actores no pueden, por definición, ser erradicados; deben abordarse poniendo a disposición todos los mecanismos institucionales existentes y, en los casos en los que éstos no resultaran suficientes, poner en marcha procesos que permitan instituir otros. Sin embargo, lo más llamativo de estas interpretaciones, más que lo impracticable de alcanzar consensos perfectos y absolutos, es la tendencia a pensar que éste puede introducirse a través del ejercicio de la fuerza. En este punto, es necesario advertir también que el modo de diluir el contrasentido que supone la díada consenso-violencia tiene que ver con una estrategia que tampoco se caracteriza por su novedad; la construcción de la figura de un enemigo social que se erige como amenaza a la armonía reinante permite justificar el despliegue del brazo punitivo del Estado.
Es interesante plantear como, en tiempos en los que la exhortación al diálogo y la negociación abundan, ciertas teorías del orden suponen un obstáculo radical para concretarlo. La identificación blindada de ciertos sectores con el consenso y la unidad junto con la descalificación de todos aquellos que plantean algún matiz o diferencia, es la negación misma de las condiciones para el diálogo. El reconocimiento de los distintos actores e intereses es un punto de partida fundamental y necesario a la hora de plantear soluciones políticas efectivas a los conflictos sociales.
En este sentido, el 1-O constituye un punto de quiebre para el gobierno español: ya no se trata únicamente del problema catalán ni de los errores históricos o actuales de los independentistas. El eje de la discusión se desplazó de lo coyuntural a lo estructural. Lo que se exhibió ante los ojos del mundo durante la jornada electoral no fue la clausura de la problemática independentista, sino el agotamiento de una forma particular de entender la institucionalidad y el Estado de Derecho. Lo que ahora se sitúa sobre la mesa es la democracia española y sus posibilidades de dar respuestas legítimas, sensatas y razonables a los conflictos acuciantes que hoy enfrenta.