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Una excursión al espíritu del capitalismo argentino en el siglo XXI

por | Feb 14, 2018 | Opinión

Escrito por Hernán Vanoli y Alejandro Galliano, Los dueños del futuro (Planeta) propone una aguda excursión hacia las voces, los actos y las historias personales que algunos de los mayores empresarios argentinos se cuentan a sí mismos para seguir liderando “un conjunto de semidioses del dinero”.

A la hora de escuchar a los multimillonarios argentinos deberíamos evitar esos vicios ideológicos en los que insisten quienes, por ejemplo, todavía intentan explicarnos por qué Donald Trump es el actual presidente de los Estados Unidos de América. En ese sentido, la idea cínica y naïf de que “la posverdad”, las “noticias falsas” y las redes sociales intervenidas por el Kremlin o Pyongyang bastan para engañar al electorado y torcer el prístino destino manifiesto del sistema de representación —y en una de las cunas de la democracia, además—, tiende a omitir el hecho crucial de que, aunque las personas muchas veces se comportan como idiotas, en realidad no son idiotas. Para aproximarse al verdadero problema, por lo tanto, uno debería despojarse de las dosis habituales de hipocresía y formular la pregunta diametralmente opuesta (aun si, al hacerlo, incomoda a los tranquilizadores “hermeneutas de la falsedad”). Y esa pregunta es: ¿cuál es la verdad —y no la mentira— que Donald Trump supo encarnar mejor que sus adversarios políticos y con la cual ganó el apoyo de la mayoría de los votantes estadounidenses?

Trasladada al territorio de nuestra economía —permeable, siempre, a los principios de nuestra política—, esa es la premisa de las siete biografías materialistas en Los dueños del futuro. Vida y obra, secretos y mentiras de los empresarios del siglo XXI (Planeta, 2017). Entonces, si ante cualquiera de estos exitosos multimillonarios sería fácil regodearse en las consabidas, inmortales y siempre efectivas frases sobre la historia del dinero escritas por Honoré de Balzac (“detrás de toda fortuna hay un crimen”) o Bertolt Brecht (“¿cuál es la diferencia entre robar un banco y fundar un banco?”), Hernán Vanoli y Alejandro Galliano optan por una pregunta más importante y verdadera: ¿Qué es lo que estos empresarios han aprendido a vender y por qué nuestro país (con todos sus clientes, consumidores, empleados, inversionistas y dirigentes dentro) los sigue necesitando?

Los dueños del futuro presenta así las trayectorias productivas y mercantiles de Eduardo Costantini (desarrollo inmobiliario), Gerardo Bartolomé (agronegocios), Federico Tomasevich (finanzas), Hugo Sigman (biotecnología), Martín Migoya y Marcos Galperín (e-commerce) y Federico Braun (retail supermercadista) a través de seis ensayos que articulan información, historia, sociología, entrevistas, análisis y retratos bajo una inquietud insoslayable: ¿qué significa ser empresario en un país como la Argentina, “amigado con todas y cada una de las prácticas del capitalismo pero instintivamente desconfiado del sector privado, el mercado como asignador de recursos y en especial de sus principales agentes, los empresarios”? A la sombra de un gobierno que bajo el liderazgo de Mauricio Macri (del Grupo Macri) incluye alfiles incondicionales como el CEO Mario Lopetegui (ex LAN), el empresario Mario Quintana (fundador de Farmacity) y el financista Luis Caputo (¿ex? Noctua Partners LLC), uno de los modos de recorrer esta narrativa íntima de “los tigres del capitalismo” es prestar atención a Eduardo Costantini —al que muchos conocen por su museo privado, el MALBA—, Federico Braun —pariente del actual secretario de Comercio Miguel Braun y del actual jefe de Gabinete Marcos Peña Braun, y al frente de los supermercados La Anónima—, Marcos Galperín —fundador de MercadoLibre, la plataforma online a que la AFIP le reclama 500 millones de pesos “en beneficios impositivos que no le corresponden”— y Federico Tomasevich —“el mayor estructurador en colocación de deuda provincial, municipal y corporativa” con base en la ex Puente Hermanos— y, al hacerlo, interrogarnos acerca de la trayectoria que esos rubros aún se reservan en la historia económica y política del país en marcha.

EDUARDO CONSTANTINI Y FEDERICO BRAUN, LOS FAROS DE LAS EXPERIENCIA

A los 71 años, Eduardo Costantini, uno de los más veteranos, es casi un faro de experiencia entre “los semidioses del dinero”. Sobreviviente de los ciclos económicos y políticos más diversos de los últimos cuarenta años, hábil romantizador de sus orígenes humildes, audaz prestidigitador de valores durante las sucesivas burbujas financieras argentinas y posterior desarrollador de paraísos terrenales como Nordelta —“el nordelteño es un ser esencialmente sano, sociable, alegre y esperanzado”, dice la gacetilla de noticias del barrio privado—, la lección crucial de Costantini es que habitamos “un país enfermo, un país desarticulado”. Aplicado al mercado que mejor conoce, el inmobiliario, ese diagnóstico se sintetiza en una certeza compartida entre ricos y pobres por igual: mejor invertir en inmuebles. Es por eso que al “reprocharle” a Costantini, aún en los términos de las fantasías catastrales más virginales, que el acto de emplazar torres de manera serial replica “el aislamiento del country pero en plena urbe”, solo sirva para desentenderse, al menos por un instante, de los largos sueños de progreso que todavía empujan a la hermosa ciudad de Buenos Aires hacia monstruosidades como la torre “Grand Bourg” o hacia mamarrachos como —hay que prestar atención al nombre, donde ya está todo— el “Château Libertador Residence”. Al narrarse a sí mismo, este contraste (a veces brutal) entre las formas y los contenidos, o entre las ilusiones y las realidades, desnuda mejor que cualquier refinada ironía la distancia entre “quién es” Costantini a la hora de planear sus desarrollos y cuál es el país donde esos mismos desarrollos, finalmente, terminan existiendo. El mejor ejemplo, otra vez, es Nordelta. Planeado para “quien cultiva la elección del entorno que privilegia el verde, el bienestar y el deporte”, la ciudad-pueblo cercana a Tigre ya es, al fin y al cabo, un destino consolidado entre los narcotraficantes que buscan vivir en paz mientras lavan sus ganancias. Si existe alguna dimensión estética capaz de sobrellevar estos desplazamientos en el centro mismo de la imaginación de Costantini, su sede más traumática está en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA), una idea que, inspirada en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, “rondaba la cabeza de Eduardo desde 1996 y terminó llevándose a cabo con la ayuda de su fundación”. Aún cuando lo cierto es que Costantini podría, sin otro impedimento que su capricho, pasear a solas entre las selectas obras de su colección privada, su idea de que “el arte siempre se proyecta hacia la sociedad civil” encierra al MALBA en el mismo bucle problemático.

Con una historia atravesada durante tres siglos distintos por las relaciones más virtuosas y viciosas con el Estado, en un arco que va desde una participación crucial en la colonización del territorio nacional argentino en la Patagonia hasta la elaboración de “listas negras” con obreros entregados a las fuerzas represivas del Proceso —60 personas que trabajaban para el astillero Astarsa, en su momento propiedad de los Braun, y de las cuales 16 continúan desaparecidas—, Federico Braun es quien mejor encarna la conciencia, la astucia y la vocación alrededor de lo que significa producir valor y generar trabajo para más de 12000 empleados en la Argentina de todos los días. De hecho, oírlo a Braun no solo significa oír —por momentos sin mayores filtros— la capacidad de mando de un ingeniero cuyo matrimonio fue bendecido por el Padre Mugica y que hoy está al frente de una cadena de supermercados con 10 depósitos regionales, dos frigoríficos, un shopping “y una tarjeta propia que emitió más de 300 mil plásticos y, en alianza del Banco Galicia —del cual los Braun mantienen parte accionaria—, emite 150 mil resúmenes por mes”, sino que significa, además, oír las preocupaciones, los fetiches y las paranoias de un verdadero descendiente de ese segmento de la sociedad que Jorge Abelardo Ramos solía definir como el que logró el salto cualitativo “del patriciado a la oligarquía” (en un árbol genealógico que, para los Braun, incluye apellidos como Agote, Estrugamou, Cantilo y Seeber, entre otros). De ahí que el habitual camino que va desde “qué bueno que vino La Anónima”, una cadena ausente en la ciudad de Buenos Aires pero estratégica en el resto del país, hasta “qué hijo de puta, cómo nos robó o le robó al pueblo”, tal como lo cuenta Braun, incluya, además, un instante de lucidez dialéctica: “Yo soy igual, soy la misma persona. ¿Se entiende o no?”. Desde hace casi 40 años, entonces, La Anónima encarna desde la trinchera del retail una batalla con avances y retrocesos en un mercado en el que las multinacionales extranjeras y un puñado de empresarios locales se reparten entre Carrefour, Cencosud, Coto, La Anónima, Walmart y Casino el 58% de todos los alimentos y las bebidas que se venden en el país, nada más que con el 15% de las bocas de expendio (el restante 85% está repartido entre los chinos, los supermercados de precios bajos, los almacenes más o menos independientes y los autoservicios). “Si yo no pagara impuestos, ¿sabés la guita que gano? Los chinos no pagan impuestos, compran mercadería robada, nosotros hemos visto mercadería con nuestra marca, con una marca nuestra en supermercados chinos. Además trabajan como chinos, con trabajo esclavo, entonces son imbatibles”. No deja de resultar interesante que al narrar los grises de ese territorio cimarrón en el que se despliegan los dramas de la oferta y la demanda, se perfilen problemas ante los que el propio Braun resulta más dispuesto a confiar en las maravillas del azar que en la capacidad reguladora del Estado (“Yo prefiero toda la vida que me digan mañana se cierran los supermercados chinos a que se cierre Walmart”).

EL LIBRE MERCADO SEGÚN MERCADOLIBRE Y POR QUÉ «ENDEUDARSE NO ES MALO»

En el centro de la constelación, tal vez por motivos tecnológicos y aún algo más políticos que el resto, se ubica Marcos Galperín, fundador de MercadoLibre. Elogiado por el presidente Macri como un ejemplo argentino del “proceso digital” que avanza en el mundo poco antes de que la AFIP le reclamara 500 millones de pesos, la pregunta más importante es cuál es el verdadero negocio de MercadoLibre. Y la respuesta es: los servicios financieros. Nutrido con las inversiones inaugurales de John Muse, Goldman Sachs, Flatiron Partners y el Banco Santander, “el ancho de espadas de MercadoLibre es MercadoPago, el sistema que permite que los compradores paguen en cuotas y que los vendedores cobren el monto total en el acto a través de una negociación fuerte con bancos y tarjetas de crédito”. En este punto de la historia, MercadoPago supo capitalizar en América —donde a una escala módica combate contra Amazon, el actual “cuco” de los entrepreneurs argentinos— la paulatina decadencia de un sistema bancario apegado todavía a la idea de que el dinero es incapaz de desmaterializarse por completo y reconfigurarse en la virtualidad del e-commerce. A la espera de condiciones para que la logística y la infraestructura argentinas colaboren con un sistema de distribución de productos parecido al que disfrutan los clientes de Amazon en otros países, y mientras MercadoLibre riega sus propios precedentes acerca de la necesidad local de una reforma laboral integral —por ejemplo, castigando a los empleados que intentan sindicalizarse—, del otro lado de las maniobras de subsistencia y expansión de Galperín sí aparece ese discurso típico acerca de una internet casi pastoril —y ya extinguida— en la que valores como la “creatividad” y el “mérito” son capaces de superar —en las palabras del propio CEO— “al tipo que tiene acomodo político”. Sagaz para diseñar negocios digitales en 19 países, donde reúne más de 174 millones de usuarios, y, al mismo tiempo, incapaz de pronunciar frases, ideas o incluso proyectar una imagen que no parezca calcada de cualquier manual de relaciones públicas editado en Silicon Valley, lo cierto es que con un pie sobre un presente hecho de átomos y otro sobre un futuro hecho de bytes, Marcos Galperín sintetiza casi todos los méritos y las contradicciones del capitalista nacional de avanzada.

La coda final la merece Federico Tomasevich, precisamente porque su área de negocios parece reinventarse a medida que se desenvuelve. Con “vocación de financista desde los 8 años” y conocido como “el banquero más joven de la city”, a los 42 Tomasevich opina que “la globalización no existe más, que el capitalismo es imposible de definir, que Argentina debería dejar de perder tiempo con fantasías industriales y desarrollar su verdadero potencial como zona de transporte comercial y plataforma para call centers, que endeudarse no es malo y que el mundo actual fue diseñado por Google y Bill Gates”. Es probable que si Tomasevich tuviera que optar por solo una de sus opiniones, eligiera la que afirma que “endeudarse no es malo”. Y los motivos serían buenos. Con apenas algunas nociones universitarias de wealth management y trading, por su sangre corre la experiencia familiar directa de los 103 años de Puente Hermanos, una empresa que empezó como casa de cambio y hoy, luego de haber sido entrenado por su propia madre —que dirigió la marca durante los ochenta—, es el “banco bursátil” con sedes en Paraguay, Panamá, Perú, Uruguay e Inglaterra gracias al cual Tomasevich se convirtió en “el mayor estructurador en colocación de deuda provincial, municipal y corporativa”. En un mundo donde la capacidad que los países tienen para endeudarse es más apreciada por los organismos multilaterales de financiamiento que la capacidad que esos mismos países tienen para extinguir sus deudas —asunto sobre el cual se ocupa en detalle el ex ministro de Finanzas griego Yanis Varoufakis en sus últimos libros, donde acuña el fascinante neologismo “bancarrotacracia”—, que Tomasevich se considere parte de una nueva “generación de banqueros comerciales” tiene bastante más sentido que la posibilidad de que, luego de la suya, llegue “una generación de banqueros de inversión”. Y, a propósito, ¿qué es un “banco de inversión”? Para responder, Tomasevich formula otra pregunta: ¿qué es lo que hace la banca comercial? “La banca comercial es donde está la plata transaccional, la plata del empleado y la plata de la empresa, donde los depósitos de corto plazo de la empresa y del empleado financian las necesidades financieras de corto plazo de la empresa y del empleado. ¿Qué hace la banca de inversión? Invierte los excedentes de largo plazo de las empresas y de las personas y financia de largo plazo las necesidades de las personas y de las empresas. Y sumale gobiernos también”. Si la explicación no resulta del todo transparente —y existe, por cierto, un consenso popular bastante aceptado acerca de qué significa que las explicaciones financieras parezcan inexplicables—, Vanoli y Galliano lo pasan en limpio. La función básica de un banco de inversión es conseguir financiamiento emitiendo bonos o acciones que se venden a inversores interesados como Goldman Sachs, Barclays Capital, JP Morgan, Morgan Stanley “o el tristemente célebre Lehman Brothers”. Entre la fabricación de bonos y acciones que especulan con otras acciones y otros bonos en lo que, finalmente, no es más que un círculo abstracto de inversiones en deudas, se entiende también por qué definir al capitalismo resulta difícil incluso para los banqueros. Aún así, de todas las preguntas que Tomasevich responde, probablemente la más significativa sea acerca de la posibilidad (por ahora imaginaria) de que el gobierno de Cambiemos lo convoque para formar parte de su gabinete. La respuesta, de nuevo, parece acomodar casi todo el peso atmosférico de Los dueños del futuro en una balanza final casi perfecta: “Yo no creo que pueda ayudarlo de la manera en la que lo ayudo acá. A este gobierno o a cualquier otro gobierno. No tengo experiencia como funcionario, no creo que sea buen funcionario. Puedo hacer muchísimo más de este lado que siendo funcionario”.

 

Nicolás Mavrakis

Nicolás Mavrakis

Escritor y periodista cultural. Ha colaborado en Cultura (Perfil), Revista Ñ (Clarín) e Ideas (La Nación). Es columnista de Revista Paco. Su último libro es "Houellebecq: una experiencia sensible" (Editorial Galerna)