Agustín Squella es un bobbiano consecuente, una especie bastante atípica en nuestro país, y eso lo vuelve una fuente de interés para nosotros. Su preocupación con respecto a pensar y promover una fórmula política que articule socialismo y liberalismo resulta un insumo fundamental para una izquierda muchas veces huérfana de ideas originales.
Agustín Squella es un intelectual cuya popularidad en América Latina -o al menos en la Argentina- no es proporcional a la calidad de su obra, esto se debe en gran medida a que, como él mismo reconoció, no se siente un «trotamundos». Afincado en la Universidad de Valparaíso, ciudad célebre por sus cerros y pintorescas construcciones, Squella ha publicado gran parte de su obra a través de el sello editorial de esa casa de estudios, lo cual ha restringido ciertamente su difusión. Los últimos de ellos una trilogía, a modo de breviarios, sobre tres de los conceptos fundamentales de la política modera: Libertad, Igualdad y Fraternidad.
No obstante ello, Squella es ante todo reconocido por sus trabajos en torno a la vida y obra de uno de los pensadores más lúcidos del siglo XX, el turinés Norberto Bobbio. Una de las peculiaridades de nuestro entrevistado es que, como se refleja en su Norberto Bobbio: Un hombre fiero y justo (FCE, 2005), ha recorrido, en diálogo con su propio trabajo, prácticamente todas las facetas de la obra del italiano, desde sus intervenciones sobre teoría del derecho hasta sus reflexiones en torno al socialismo liberal y la izquierda.
Agustín Squella es un bobbiano consecuente, una especie bastante atípica en nuestro país, y eso lo vuelve una fuente de interés para nosotros. Su preocupación con respecto a pensar y promover una fórmula política que articule socialismo y liberalismo resulta un insumo fundamental para una izquierda muchas veces huérfana de ideas originales. Su pensamiento, al igual que el de Bobbio, refleja un realismo de a ratos pesimista y una convicción en las potencialidades de la política. Realismo y convicción que un ideario socialista requiere más que nunca. Sobre estos temas y otros más conversó con La Vanguardia Digital.
Usted ha trabajado largamente sobre la figura de Norberto Bobbio ¿cuál fue su gravitación intelectual y política durante las transiciones democráticas en América Latina? ¿Cuáles fueron sus interlocutores, seguidores y difusores de sus ideas por estas latitudes?
Bobbio tuvo presencia en Iberoámerica. Personal, es decir, de cuerpo presente, poca, pero sí intelectual y política. Por ejemplo, estuvo en Chile en 1986, dos años antes del plebiscito que permitió el retorno a la democracia, y dio conferencias tanto en la Universidad de Valparaíso como en la Católica de Chile, que en ese momento tenían rectores delegados designados por el general Pinochet. Recuerdo perfectamente ambas conferencias y cómo todos quienes las escuchamos salimos de ellas optimistas. Optimistas de una pronta recuperación de la democracia, lo cual nos vino muy bien, especialmente de su recuperación en Chile, puesto que en ese momento lo que teníamos era más bien pesimismo. Pesimismo en cuanto a ganar el plebiscito de 1988 y pesimismo también, en caso de ganarlo, acerca de que la dictadura reconociera y aceptara el resultado. Hace algunos años publiqué en Valparaíso un folleto titulado “Presencia de Bobbio en Iberoamérica”, y cualquier interesado puede pedir un ejemplar de ese texto, recurriendo para ello al Coordinador Académico del sello editorial que lo imprimió, Edeval, profesor Jaime Bassa. Alguna influencia en Chile, y también en Brasil y en Argentina. Eso es lo que pasó con Bobbio en América Latina. Más influencia en México, desde luego, país en el que la difusión y análisis de su pensamiento ha tenido agentes tan destacados como José F. Fernández Santillán
Específicamente en el pensamiento de izquierda da la impresión que la influencia de Bobbio fue todavía mayor ¿Se puede hablar de un proceso de «socialdemocratización» de la izquierda latinoamericana? ¿Cuál fue su alcance y cuáles sus principales obstáculos?
Es efectivo que los planteamientos de Bobbio fueron bien aprovechados por la socialdemocracia del continente, pero también por partidos e intelectuales partidarios de un socialismo democrático, que yo ubicaría más a la izquierda que la socialdemocracia. El liberalsocialismo que Bobbio dijo practicar y en el que creer fue todavía más lejos, y apeló a una diálogo y entendimiento entre el liberalismo y el socialismo democrático, que para el maestro de Torino no era otra cosa que un diálogo y entendimiento entre los valores principales del liberalismo (la libertad) y del socialismo (la igualdad). Ambos conceptos fueron muy bien trabajados por Bobbio –me refiero a libertad y a igualdad-, rechazando él la idea de que hubiera que hacer un opción fatal entre ellos, o sea, elegir la libertad con sacrificio de la igualdad o esta inmolando aquella. Pero esta no ha sido una empresa fácil de llevar adelante, porque los liberales recelan de los socialistas, y estos a su vez de aquellos, como si no hubiera posibilidad alguna de entenderse, olvidando que liberalismo y socialismo son hijos de la Ilustración y que, tal vez por eso, tengan propensión a enojarse uno con el otro, como suele acontecer entre hermanos.
Usted, al igual que Bobbio, ha defendido la idea de un socialismo liberal que, a la luz de la historia latinoamericana, todavía suena como un oxímoron (o una utopía, como ha criticado Perry Anderson): ¿hay alguna experiencia política que se haya acercado a este ideal? ¿cómo se pueden evaluar el giro a la izquierda latinoamericano (hoy en declive) a la luz de estos valores?
Yo sigo confiando, al menos en teoría, en esa fórmula química inestable que es el socialismo liberal. Éste no es un oxímoron, sino un desafío. Los liberales, o al menos algunos de ellos, han aprendido que la libertad no puede ser defendida al precio de subsistir desigualdades profundas y las más de las veces injustas en las condiciones materiales de existencia de los individuos, mientras que los socialistas, o algunos de ellos, han aprendido que una mayor igualdad no debe ser buscada con sacrificio de la libertad. Una sociedad decente no es solo una sociedad libre, sino una en la que han desaparecido aquella desigualdades en las condiciones de existencia a las que acabo de aludir. Gobiernos sensatos, moderados y sensatos, pero también decididos y decentes, deben ponderar ambos valores –libertad e igualdad- y preguntarse cuánto de una por cuanto de otra, admitiendo, además, que para personas que viven de manera permanente en condiciones materiales adversas la libertad, esto es la titularidad y sobre todo el ejercicio de las libertades (de pensar, de expresarse, de desplazarse, de reunirse, de asociarse, de emprender actividades económicos lícitas en beneficio propio, de buscar y recorrer durante la vida su propio camino en nombre de aquello que llamamos felicidad), se vuelve algo completamente ilusorio o vacío de sentido.
En nuestro continente, si no en todo el completo planeta, la izquierda pasa hoy por un momento de confusión, de desconcierto, de perplejidad. No atina a reencontrarse consigo misma y, peor aún, cree encontrarse con experimentos políticos y sociales tan lamentables como los de la Venezuela de Maduro o la Nicaragua de los Ortega, incluso la Argentina de los Kirchner.
El socialismo liberal ha quedado asociado en cierta medida a la claudicación y el declive de la socialdemocracia europea, como una claudicación de la izquierda frente al neoliberalismo: ¿considera que esta asociación es justa? ¿sigue siendo posible defender esas ideas allende esas experiencias concretas y, a su modo, fallidas?
La socialdemocracia vive horas lánguidas en parte porque se compró muchas de las ideas y planteamientos neoliberales, y empleo esta última palabra en un sentido no peyorativo, sino descriptivo. El neoliberalismo, por lo demás hoy muy extendido y exitoso, es una versión o aplicación del liberalismo, unas de las ramas del tronco liberal, o, como prefiero decirlo, uno de los troncos que han emergido de la raíz liberal. Hay especies vegetales a las que les ocurre que desde una misma raíz, bajo tierra, surgen varios troncos basales, cada uno de los cuales da origen a un tronco. Entonces, uno mira esas especies y ve que una sola de ellas puede tener tres, cuatro o cinco troncos. Así veo yo al liberalismo. Hay el liberalismo clásico de Adam Smith, el liberalismo social de John Stuart Mill, el liberalismo socialdemócrata de John Maynar Keynes, el liberalismo igualitario de autores cono Dworkin y John Rawls, y el liberalsocialismo de Bobbio y otros de sus contemporáneos en Italia.
El neoliberalismo enfatiza la dimensión económica del liberalismo, llevándola a extremos, y descuida, y por momentos hasta desprecia, la dimensión política del liberalismo y, asimismo, la dimensión ética de esta doctrina. El liberalismo es una doctrina compleja y exigente. Compleja porque tiene esas tres dimensiones o aspectos, y exigente porque demanda de sus adherentes que se apunten a esas mismas tres dimensiones. Es muy difícil, por tanto, ser una “full liberal”, o sea, un liberal plenamente de acuerdo ,en teoría y práctica, con las tres dimensiones del liberalismo, aunque el neoliberalismo, para mi gusto, es la manera menos completa e incluso más empobrecedora de ser liberal.
Pues bien: la socialdemocracia, que rivalizó con el neoliberalismo y que parece haber perdido la partida frente a él, y esto último a nivel planetario, no esperó al término del encuentro para intercambiar camisetas con su rival, tal y como acontece en el fútbol. Simplemente se sacó su propia camiseta antes de que concluyera el partido y se vistió con la camiseta neoliberal.
En América Latina parecen reflotarse, al calor de la agenda feminista, los valores del laicismo: ¿por qué es relevante la separación entre la Iglesia y el Estado? ¿cómo contrasta esto con la influencia creciente de los cultos evangélicos en los sectores populares o la figura del Papa Francisco con un discurso en favor de los pobres?
Tal vez la última palabra que salga de la boca del último de los humanos en el momento del colapso final del planeta sea “Dios”. Así de fuerte es esa idea y así de fuertes son también las religiones e iglesias que la apoyan y difunden, cada cual a su manera, desde luego, y cada cual enfrentando, sobre todo hoy, sus propios problemas. La Iglesia Católica, por ejemplo, que siempre vio enemigos muy poderosos en el liberalismo, en el comunismo, en el laicismo, en el hedonismo, en el relativismo, está acabando ahora en el suelo, o casi en el suelo, por motivos exclusivamente propios. Nadie la derrotó, sino que ella se está derrotando a sí misma, a partir de su inflexibilidad dogmática y, sobre todo, de conductas de muchas de sus más altas autoridades y prelados que se oponen radicalmente a lo que fue el comportamiento y el mensaje del fundador del cristianismo, que sigue siendo Jesús y no San Pablo, o eso espero al menos.
En cuanto a las relaciones entre los Estados y las iglesias, hay, creo, el Estado confesional, que adopta una determinada religión o iglesia como oficial y excluye a todas las demás. Está también el Estado religioso, que sin hacer una elección como esa, considera que el fenómeno religioso es positivo para la vida en común y que, por lo mismo, apoya a todas las religiones e iglesias por igual, sin adoptar una de ellas en particular. Hay desde luego el Estado laico, que es aquel que no hace ninguna de esas dos cosas, esto es, que no es ni confesional ni religioso, sino neutral, y que tolera la libre profesión y ejercicio de ideas religiosas, como también de ideas contrarias a la religión, sin tomar partido ni por las religiones en general ni menos por una de ellas en particular. Y está el Estado antirreligioso, que considera que la religión es un mal para la vida en común y que, por tanto, embiste contra las iglesias, es decir, contra la expresión institucional de las distintas religiones. El ideal, al menos para mí, es el tercero de ellos, o sea, el Estado laico, mientras que el primero y el último –el confesional y el antirreligioso- me parecen simples aberraciones.
[blockquote author=»» pull=»normal»]»No nos debería resultan distante ni menos indiferente que muchos vivan en condiciones materiales que lesionan su dignidad de manera permanente y les impiden llevar la vida que quisieran, esa vida libre y autónoma a que aspiramos todos y que en nuestras sociedades es solo privilegio de algunos».[/blockquote]
La experiencia chilena ha sido siempre vista con desprecio como una versión de un progresismo demasiado apegado a las fórmulas neoliberales e incapaz de reformar las herencias de las dictaduras, como contraste ha alumbrado un sistema político estable y, aún con sus matices, próspero. ¿Cuál considera que es el balance de los gobiernos progresistas chilenos? ¿Cómo analiza el panorama de esas fuerzas hoy en la oposición?
Con la experiencia chilena no hay que exagerar ni en un sentido ni en otro. No fue ni tan exitosa ni tan desastrosa como se afirma a veces. A propósito de esa experiencia, los principales agentes de la transición chilena, es decir los partidos y los políticos de izquierda y de centro izquierda, se solían alinear en dos grupos: los autocomplacientes, que veían todo bien, o sea, la parte llena del vaso; los autoflagelantes que, por el contrario, veían todo mal, es decir la parte vacía del vaso. Esa manera de hablar o de clasificarnos molestaba a uno y a otro lado, puesto que ni los autocomplacientes ser reconocían tales y tampoco los autoflagelantes. Pero había algo real detrás de todo eso, una cierta tensión, por lo demás nada negativa, entre un sector más moderado y menos exigente y otro más activo con mayores expectativas. Un sector que hacía todo a la medida de lo posible y otro que estimaba que había que ir más allá de lo posible, o que, cuando menos, por lo que respecta a este último sector, había que ser más audaces a la hora de decidir qué era realmente lo posible.
El balance que yo hago de los gobiernos de centro izquierda que tuvo Chile a partir de 1999 –y digo de centro izquierda porque las coaliciones que sostuvieron a esos gobiernos tuvieron a partidos de izquierda y también a la Democracia Cristiana, que siempre se ha definido como una colectividad de centro- es buena, pero también crítica. Nuestra dictadura de 17 años tuvo un triple carácter: fue cívica, militar y empresarial, de manera que nuestra transición, nuestra larguísima transición, tuvo también ese mismo carácter. Fue hecha por civiles, desde luego, pero con mucha influencia de militares y de empresarios, dos colectivos a los que los gobiernos de centro izquierda les miraron demasiado la cara antes de tomar o no tomar ciertas decisiones. Tanto con el gran empresariado como con las fuerzas armadas lo que hubo no fue prudencia (esta es una virtud), sino una rara mezcla de debilidad y fascinación, un deseo exagerado de amistarse con uno y otro sector, un deseo, creo, de ser bien vistos por ellos y no solo de avanzar en paz y armonía.
Sus últimos libros reflejan la tradicional trilogía de la política moderna «Libertad», «Igualdad» y «Fraternidad» ¿Por qué considera que es significativo volver a poner en el centro estos tres conceptos? ¿Cómo se debe pensar la interacción de esos tres valores, por llamarlos de algún modo, desde una izquierda democrática?
Esas palabras, además de relacionarse con nuestros mejores sentimientos políticos y morales, trazaron un plan de la modernidad que se prolonga hasta nuestros días. Aún tenemos deudas con la libertad, y ni qué decir con la igualdad y la fraternidad. ¿Cómo es que entonces se ha dado por concluida la modernidad? Octavio Paz, para nada sospechoso de izquierdismo, dijo cierta vez que la fraternidad, que es el puente que se requiere tender entre libertad e igualdad, es la gran ausente de las sociedades capitalistas contemporáneas. “Nuestro deber – agregó- es redescubrirla y ejercitarla”. Por mi parte, y aunque se trata de una cuestión de palabras, prefiero “solidaridad” a “fraternidad”. Esta última tiene un cierto tufillo a sacristía, como si todos fuéramos hijos de un mismo padre –Dios-, puesto que es claro que no lo somos de un mismo padre biológico. “Solidaridad” me parece una palabra laica y más sobria que fraternidad. Siguiendo con la idea de Paz, la fraternidad sería entonces el puente que se precisa tender entre libertad e igualad, a fin de que, reconociéndose como valores distintos, puedan ceder cada cual de sí lo justo que se necesita para la realización simultánea del otro. Una sociedad decente no es solo una sociedad de libertades. Lo es una en la que han desaparecido las desigualdades injustas en las condiciones de existencia de los individuos y las familias y una, además, en la que sin que nadie tenga que renunciar a sus planes o proyectos de vida personales, se reconozca la validez de todos ellos y el hecho de que los humanos nos debemos unos a otros, cuando menos, ese contrato de indulgencia mutua de que hablaron los antiguos. No nos debería resultan distante ni menos indiferente que muchos vivan en condiciones materiales que lesionan su dignidad de manera permanente y les impiden llevar la vida que quisieran, esa vida libre y autónoma a que aspiramos todos y que en nuestras sociedades es solo privilegio de algunos.
QUIÉN ES
Agustín Squella Narducci nació en Santiago de Chile en 1944. Es Abogado (Universidad de Chile) y Doctor en Ciencias Jurídicas (Universidad Complutense de Madrid). Actualmente es docente en la Universidad Diego Portales y en la Universidad de Valparaíso, de la cual fue rector entre 1990 y 1998.
Ha publicado más de quince libros y decenas de artículos especializados, entre los que se destacan Norberto Bobbio: Un hombre fiero y justo (FCE, 2005); Positivismo Jurídico, democracia y derechos humanos (Fontamara, 1995) y su trilogía Igualdad, Libertad y Fraternidad (UV, 2014, 2015 y 2018) . Además, es columnista estable de diario El Mercurio, uno de los principales medios de prensa de Chile.
Entre el año 2000 y el 2003 fue designado Asesor Cultural de la Presidencia de Chile, a cargo de Ricardo Lagos, y como tal creó el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes.
En 2009 obtuvo el Premio Nacional de Humanidades y Ciencias Sociales de Chile.