Se cumplen 70 años desde que los representantes legales de los poderosos del planeta se decidieron a reconocer por escrito por primera vez en la historia humana algo que a muchas personas hoy, 70 años después, les parece «natural» y básico, pero que no tiene nada de ello: que cada una de las personas a las que reconocemos como miembros de nuestra especie tienen ciertos derechos que deben ser respetados de manera absoluta y sin atenuantes de ningún tipo.
Setenta años apenas. No es nada. Como se puede apreciar en cualquier «línea de tiempo». Nada. Un suspiro.
Porque venimos de millones de años de atrocidades sin siquiera registro de ellas. Y de apenas unos 60 mil años en que comenzamos a construir algunos símbolos que nos permitieron imaginar que (algún día) podremos ser capaces de dominar nuestra propia conducta, de orientarla en base a una acción racional.
Contra esos millones, miles de años, apenas 70, un trayecto ínfimo, como se aprecia al marcar el punto en que se produjo: ayer nomás. Una brizna de tiempo es lo que ha transcurrido desde que los poderosos firmaron ese conjunto de palabras-símbolos que nos permiten soñar despiertos ese sueño: que alguna vez seremos capaces de ordenar nuestras acciones de acuerdo a un puñado de principios comunes, que partan de la idea de que el otro merece el mismo respeto que merezco yo. Tan simple, tan difícil.
No se sabe quién propuso por primera vez esta noción. Quizás nunca se sepa. No tiene importancia alguna. No le pertenece a nadie porque es de todos y todas. Se sabe, sí, que surgió con diferentes formulaciones en culturas muy disimiles y en épocas muy pretéritas.
[blockquote author=»» pull=»normal»]Quizás creer en ese puñado de principios-símbolo sigue siendo ingenuo. Pero es lo único posible. [/blockquote]
Pensar que en ese suspiro de 70 años seríamos capaces de lograrlo es tan ingenuo como creer que bastaba ponerlo en un papel para que lo respetaran esos mismos poderosos (justamente ellos, es decir, los dueños, los mandantes en cada ficticia y arbitraria jurisdicción construida en base a las peores miserias humanas, a las más abyectas excusas, como por ejemplo hacerle creer a los semejantes que seres poderosos sobrenaturales les habían dado legitimidad a ese poder, y con ella, la posibilidad de mandar total y absolutamente sobre sus cuerpos y sus almas, e incluso el poder de hacerles creer que existe esa separación; y acaso, en algunas pocas excepciones, jurisdicciones construidas en base a ciertos principios declamados pero poco practicados, y más compatibles con aquellos establecidos en la Declaración Universal. Y en esta ultima excepción hay que incluir, con legítimo orgullo, a nuestra propia ficción jurisdiccional a la que llamamos «Argentina», y que por supuesto, está muy lejos de cumplir todas esas promesas, pero sin duda mucho más cerca que muchos otros lugares de este complicado planeta).
Como diría algún filósofo, quizás no sea más que otra de esas promesas de cumplimiento imposible que los seres humanos solemos hacer (como «no matarás», o «ama a tu prójimo como a ti mismo»).
Quizás creer en ese puñado de principios-símbolo sigue siendo ingenuo. Pero es lo único posible. Venerar ese conjunto de palabras-símbolo, enseñar que podemos vivir en base a esos principios, podrá verse como un gesto ingenuo pero sigue siendo lo único esperanzador.
Así que a no desanimarse. No es poco que no haya ningún representante legal de los poderosos del planeta que hoy no adhiera. En serio, no es poco. Como mínimo, es el homenaje que el vicio, en su hipocresía, rinde a la virtud.
Que los poderosos cumplan ese compromiso firmado no depende de ellos. Depende, en primer lugar, de que cada una de las personas sepa que existe ese compromiso. Depende de que quienes creemos en ese compromiso firmado, también creamos que aun quienes han actuado en contra de él, merecen que sea respetado en sus propias personas.
Puede ser que sea de cumplimiento imposible, pero a la vez, es lo único posible. Porque como sintetizó otro pensador: no hay camino hacia los derechos humanos, el camino son los derechos humanos.