Nacido en Italia, fue uno de los intelectuales más representativos del momento de consolidación del ‘positivismo argentino’, e ícono de la Reforma Universitaria –que lo designó Maestro de las Juventudes de América Latina–, además de autor de obras de un impacto continental que abarcó varias generaciones. Murió joven, y su fascinante vida mereció biografías de Sergio Bagú, Héctor Agosti y Aníbal Ponce. Pero hubo aspectos poco señalados en su labor (cuando no directamente ocultados) que muestran una cara inaceptable para quienes hoy, cien años después, reivindican los ideales de libertad e igualdad.
“El médico socialista José Ingenieros, había escrito en 1905 que los negros, “oprobiosa escoria”, merecían la esclavitud por motivos “de realidad puramente biológica”. Los derechos del hombre no podían regir para “estos seres simiescos, que parecen más próximos de los monos antropoides que de los blancos civilizados”. Según Ingenieros, maestro de juventudes, estas “piltrafas de carne humana” tampoco debían aspirar a la ciudadanía, “porque no deberían considerarse personas en el concepto jurídico”.
Eduardo Galeano, en “Patas arriba. La escuela del mundo al revés”
Muchos azorados militantes reformistas y socialistas se encontraron alguna vez con este párrafo en el que Eduardo Galeano sepulta a José Ingenieros. ¿Sería un error? Podría ser: en ese mismo libro Galeano le atribuye a Montesquieu frases para “probar la inferioridad de los negros”, como: “Resulta impensable que Dios, que es un ser muy sabio, haya puesto un alma, y sobre todo un alma buena, en un cuerpo enteramente negro”. Y en efecto Montesquieu incluyó esa frase en su obra célebre El espíritu de las leyes, como también el siguiente argumento: “El azúcar sería demasiado caro si no trabajaran los esclavos en su producción”. Pero Galeano omitió decir que lo hizo ridiculizando a los esclavistas. Montesquieu es conocido como uno de los más ardientes partidarios de la abolición de la esclavitud. La frase estaba fuera de contexto (lugar común, pero en este caso exacto). ¿Lo de Ingenieros no sería otro error de Galeano? ¿Quizás un párrafo irónico? Por desgracia, no lo era.
INGENIEROS Y SU ÉPOCA
Nacido como Giuseppe Ingegnieri en Italia (1877) fue uno de los intelectuales más representativos del momento de consolidación del ‘positivismo argentino’, una época marcada por la recepción de las teorías evolucionistas europeas para la explicación del funcionamiento de la vida social. Ingenieros expresó ese momento como pocos. Médico, sociólogo y filósofo, autor de El hombre mediocre –uno de los libros más leídos por los reformistas y la izquierda argentina de la primera mitad del siglo XX– fue un ensayista muy influyente, defendió a la Revolución Rusa cuando hacerlo equivalía a ganarse el odio de todo el establishment. Fue uno de los fundadores de la Unión Latino-Americana, defensor de la Reforma Universitaria –que lo designó Maestro de las Juventudes de América Latina–, y autor de obras de impacto continental que abarcó varias generaciones. Murió joven, y su fascinante vida mereció biografías de Sergio Bagú, Héctor Agosti y Aníbal Ponce. Pero, como lo muestra la cita de Galeano, hubo aspectos poco señalados cuando no directamente ocultados, tal vez para proteger la estatura del autor de Hacia una moral sin dogmas.
El entramado de relaciones políticas, económicas y sociales en las naciones sudamericanas emergentes gestó una atmósfera intelectual que empalmó con la filosofía positivista que aparecía como lo más avanzado de Europa, permeada de un evolucionismo social, cuyo rasgo principal conceptual era el ascenso progresivo de lo superior, que entendió como “necesaria” la destrucción de las relaciones consideradas como inferiores, las “atrasadas”, las que chocaban con la modernidad. De ahí la pregnancia que cobró “el famoso lema de la civilización contra la barbarie que, dada la existencia de una población indígena o mestiza difícilmente asimilable al proyecto de modernidad que se pensaba construir, lo cual adquirió un marcado matiz racista”.
La visión despreciativa de esa generación acerca de indios y gauchos encuentra en Ingenieros la propuesta de fundar una raza «euroargentina» que prevaleciera sobre esos «elementos inferiores».
En ese contexto, como explica Hugo Biagini, la generación positivista “no vacila en asignarle a los europeos una misión civilizadora y regenerativa; considera que los pueblos neo-latinos, a diferencia de los sajones, resultan incapaces para gobernarse a sí mismos; que las masas inconcientes y rutineras deben aprender sociología para abandonar ese estado y elevarse a la altura de las instituciones”.
Para esta concepción, los componentes originales del mestizaje racial y cultural de la región (español, indio o africano) habían sido el obstáculo para la incorporación a la civilización. Ellos eran la encarnación de la barbarie. Sarmiento había expresado la esencia de esta ideología como ningún otro pensador decimonónico:
“Sin más rodeos, ¿qué distingue a la colonización de Norteamérica? El hecho de que los anglosajones no admitieron a las razas indígenas como asociadas y menos como esclavas en su sociedad. ¿y qué distingue a la colonización española? El hecho de que hizo un monopolio de su propia raza, que cuando emigró a América no abandonó la Edad Media, y que absorbió en su sangre a una raza prehistórica servil”.
Por eso creía que debía reemplazarse a esas “razas serviles” por inmigrantes europeos industriosos y hábiles. Santana también recuerda que José Martí rechazó estas teorías civilizatorias marcadamente racistas en “uno de los ensayos más hermosos y bellamente escritos sobre la identidad cultural de nuestros pueblos”. Se refiere a Nuestra América, donde Martí censuraba a quienes renegaban de su condición americana, descartaba las ideas sobre la incapacidad de nuestros pueblos y veía esta incapacidad exactamente al revés: en los gobernantes que querían gobernar con leyes importadas. El buen gobernante debía avenirse a las características de la nación logrando el equilibrio de sus elementos naturales. El fracaso se producía cuando se intentaba explicar el enigma latinoamericano con el libro europeo o yanqui. Y sintetizaba rebatiendo con extraordinaria lucidez, la frase sarmientina: «No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza».
RACIALISMO Y FILOSOFÍA
El racialismo es la pretensión de fundamentar cientificamente las ideas racistas. La visión despreciativa de esa generación acerca de indios y gauchos encuentra en Ingenieros la propuesta de fundar una raza «euroargentina» que prevaleciera sobre esos «elementos inferiores». Del mismo modo aparece en su idea de los negros como «seres que parecen más próximos de los monos antropoides que de los blancos civilizados», así como su apología de la esclavitud sobre esas «razas» en pleno siglo XX («su esclavitud sería la sanción política y legal de una realidad puramente biológica»).
En la historia humana hay momentos de inflexión (cambios de paradigmas, de epistema para Foucault, de zeitgeist para otros) en los cuales se rompe definitivamente con marcos conceptuales previos. Esas rupturas requieren, que no se admita apelar a «la época» para defender o justificar determinadas acciones. En parte porque siempre se encuentran expresiones contemporáneas que las ponían en cuestión o representaban perspectivas alternativas. Así, Juan B. Justo (entre otros) refutaba esas ideas de Ingenieros, rechazaba cualquier forma de racismo o de racialismo y llegaba a escribir que «el racismo es uno de los últimos disfraces científicos del que se revisten los defensores del privilegio». Ricardo Sáenz Hayes, en un libro de 1916 titulado La fuerza injusta, rebatía al propio Ingenieros, en parte con los argumentos de Justo, y reclamaba que el socialismo difundiera más la posición de éste último, para que todos los socialistas lo tuvieran claro.
Es evidente que la propuesta de Sáenz no prosperó en la vieja estructura del PS. Al contrario: durante mucho tiempo (quizás demasiado) los socialistas nos hicimos los distraídos sobre el racialismo de Ingenieros. Creo que ya no es posible hacerlo. Cuando uno tiene esa información, ya no puede hacer como que no lo sabe.
Frases como:
«El examen de los caracteres físicos, fisiológicos y psicológicos, minuciosamente realizados, demuestra la inferioridad física e intelectual de los hombres pertenecientes a las clases sociales inferiores… El grado de civilización de las clases pobres, étnicamente considerado, equivale al de los pueblos primitivos. En ellas encuentra Nicéforo las primitivas formas violentas de criminalidad, el animismo, el culto de los fantasmas, (etc.). Las manifestaciones estéticas de las clases pobres recuerdan los sentimientos similares de los primitivos, los salvajes y los niños».
… son expresiones de racialismo y de racismo social. En la actualidad parece tan claro que en Wikipedia, en la entrada “Racismo”, Ingenieros aparece junto a Sarmiento, Alberdi y José Maria Ramos Mejía como principales expresiones del racismo en la Argentina.
Juan B. Justo (entre otros) refutaba esas ideas de Ingenieros, rechazaba cualquier forma de racismo o de racialismo y llegaba a escribir que «el racismo es uno de los últimos disfraces científicos del que se revisten los defensores del privilegio».
Seguramente habrá personas progresistas y democráticas que sigan considerando un tema menor este asunto. Pero no lo es. La referencia en nombres propios de la historia marcan, abren rumbos, deciden caminos. Incluso por omisión. A veces, muchas veces, de modo inconsciente. Y pueden producir efectos adversos, actitudes hoy inadmisibles que atenuarían la gravedad del racismo. Algo como: “Bueno, si José Ingenieros, que era socialista, pensaba así, tal vez no esté tan mal ser racista”. Por eso hay que insistir en algunos párrafos en los que “describe” a los africanos:
“Cuanto se haga en pro de las razas inferiores es anticientífico; a lo sumo se les podria proteger para que se extingan agradablemente, facilitando la adaptación provisional de los que por excepción puedan hacerlo. Es necesario ser piadosos con estas piltrafas de carne humana; conviene tratarlos bien, por lo menos como a las tortugas seculares del Jardín Zoológico de Londres o a los avestruces adiestrados que pasean en el de Amperes. No contaría con nuestro voto el severo tribunal misissipense que, en el pueblo poéticamente llamado Magnolia, acaba de condenar a diez años de trabajos forzados a una mujer blanca llamada Teresa Perkins, por haberse casado con un negro. Pero sería absurdo tender a su conservación indefinida, así como favorecer la cruza de negros y blancos. La propia experiencia de los argentinos está revelando cuán nefasta ha sido la influencia del mulataje en la argamasa de nuestra población, actuando como legadura de nuestras más funestas fermentaciones de multitudes, según nos lo enseñan desde Sarmiento, Mitre y López, hasta Ramos Mejía, Bunge y Ayarragaray”.
Nada más lejos de los valores de libertad, igualdad y solidaridad que esta perspectiva, que estas palabras ominosas. Como lo dice Martín E. Díaz, el célebre libro de Ingenieros Sociología Argentina constituirá “un colosal intento de fundamentación sociobiológica de la formación de una ‘raza argentina’, así como de una profunda adhesión a los principios del determinismo que niegan la libertad, a los postulados de la desigualdad entre los seres que niegan la igualdad y al principio de la lucha por la vida que niega la solidaridad”.
Aunque lejos está en la comparación con lo anterior, no está de más recordar otra debilidad de Ingenieros: su afición por disciplinas a las que hoy consideramos pseudociencias (aunque en esa época también lo hacían las mentes más sensatas). Ingenieros tuvo desde joven un gran interés por el estudio del ocultismo, los fenómenos parapsicológicos y la teosofía. En La Montaña (periódico que se autodenominó «socialista revoluciona-rio») escribió artículos donde defendía esas pseudociencias y afirmaba que en el futuro serían especialmente importantes en el campo de la investigación científica.
“UN CIENTÍFICO CON IDEALES”
Cuando era adolescente, compré un ejemplar de la mítica revista Crisis, el número 34, que incluía un informe titulado: “José Ingenieros: ¿los blancos siempre ganan?”. A lo largo de ocho páginas, Ernesto Giudice y Arturo Armada (que lo lapidaba) desplegaban sus argumentos acerca de cómo debía comprenderse al destacado intelectual. Me impactó, por esos años, la distancia insalvable entre ambas posiciones: Giudice hacía una defensa algo laxa de Ingenieros, sin dejar de cuestionarle aspectos varios, pero procuraba ser comprensivo aún desde la crítica hacia lo que llamaba el “liberalismo obrerista” de Ingenieros, sin poner demasiado énfasis en el supremacismo blanco. Lo reivindicaba en ciertos aspectos, y cuestionaba más a sus seguidores, por ejemplo a Aníbal Ponce, a quien acusaba de expresar un “marxismo liberal”, que ignoraba no solo la cuestión de las clases sino, especialmente, “el problema nacional”, como se le llamaba por entonces a las tesis de la “liberación nacional” difundidas entre las fuerzas de izquierda. Y salvaba a Ingenieros, al punto que su texto estaba titulado “Un científico con ideales”.
Armada, en cambio, no encontraba nada para rescatar:
“Nos dicen hoy que Ingenieros era un ejemplo de socialismo militante, que era ‘nacional y popular’, o nos lo presentan como un antecedente del socialismo nacional. Para ubicarlo en su justo lugar tengamos en cuenta lo ya rememorado: carácter necesario de la evolución social, como fragmento de la evolución de la materia viviente; universalidad de sus formas concretas (modos de producción y apropiación. Instituciones y fuerzas políticas) y de sus correlatos ideológicos; carácter arquetípico del modelo europeo de esas formas concretas. Tesis de las que derivará otra: la inevitabilidad de las reformas sociales en el devenir histórico”.
El “científico con ideales” del que hablaba Giudice ya no puede ser visto como un científico y algunos de sus “ideales” (o de sus ideas) son inadmisibles para cualquier persona que crea en la libertad y la igualdad.
Ni Giudice ni Armada lograron revertir del todo la simpatía que por entonces yo tenía por Ingenieros, por sus frases célebres y en particular por el único de sus libros que había logrado atraerme de verdad: Hacia una moral sin dogmas. Pero nada fue igual. Yo sabía. Sabía que la crítica de Armada era certera, aunque mis razones pudieran ser distintas (aun más en la actualidad).
“El apoyo a la Reforma Universitaria, su juicio favorable a la Revolución Rusa y su intento –trunco por la muerte– de la Unión Latinoamericana dieron lugar a malentendidos en la apreciación de su obra total. Ingenieros fue muy coherente, y la exaltación de autores enrolados en corrientes socialistas, comunistas y social-liberales –autores que lo consideran como un verdadero Maestro, al margen de ciertas críticas que no pueden dejar de formularle– aportó su cuota, influyendo en la conformación de una peculiar orientación que dejó huellas profundas en la ideología de muchos universitarios e intelectuales argentinos. una ideología que conjuga con frecuencia actitudes y sentimientos considerados ‘progresistas’ y ‘avanzados’ con los más reaccionarlos prejuicios que puedan enumerarse. Piénsese, sino, en el difundido y aún latente prejuicio contra quienes, por el color de piel, su extracción social y su resurgimiento político en la década del 40 fueran llamados ‘cabecitas negras’ o simplemente ‘negros”.
Sin duda, Armada tenía razón. El “científico con ideales” del que hablaba Giudice ya no puede ser visto como un científico y algunos de sus “ideales” (o de sus ideas) son inadmisibles para cualquier persona que crea en la libertad y la igualdad, o adhiera a la perspectiva de los derechos humanos.
JUSTO Y EL RACISMO
Pienso que hay que dejar de reivindicar a Ingenieros. Por supuesto que se puede rescatar sus aspectos positivos, pero no se lo puede seguir ubicando en un lugar emblemático como los que ocupan Juan B. Justo, Deodoro Roca, Alicia Moreau o Alfredo Palacios. Esto, dicho en relación a su utilización como símbolo en las organizaciones reformistas y de izquierda democrática.
Ahora bien: ¿y si seguimos buscando? ¿O acaso no se encuentra un componente similar en Justo? ¿Por qué abandonar a Ingenieros y mantener como referencia al fundador del PS? ¿Acaso no escribió, nada menos que en el primer editorial de La Vanguardia, que era positiva la llegada de “un millón y medio de europeos, que unidos al elemento de origen europeo ya existente forman hoy la parte activa de la población, la que absorberá poco a poco al viejo elemento criollo, incapaz de marchar por sí solo hacia un tipo social superior” (subrayado mío)? ¿Eso, acaso, no era también una expresión de racismo?
La diferencia es que Justo hizo un esfuerzo para superar (y lo hizo prontamente) ese tipo de nociones. Aunque la historiografía revisionista haya sido muy exitosa en instalar una idea diferente sobre él. Hace años me encontré con una cita de Abelardo Ramos, el historiador revisionista que durante mucho tiempo formó la opinión histórica de generaciones de militantes del llamado “campo nacional y popular”, entre ellos muchos de izquierda y marxistas. Allí Ramos atribuía a Juan B. Justo la siguiente frase:
“No nos indignamos demasiado porque los ingleses exterminen algunas tribus de negros en África Central ¿puede reprocharse a los europeos su penetración en África porque se acompaña de crueldades?”.
Mi azoramiento y mi enojo con Justo no pudieron ser mayores. Y me hicieron buscar la fuente. Cuando encontré el párrafo original de Justo de donde Ramos extrae la supuesta «cita», también me encontré con que es diferente. (De paso, aclaro que la referencia bibliográfica de Ramos está equivocada, no solo en el nombre del editor sino también en la página; pero eso, como ya advirtió hace mucho Carlos Altamirano, es perder el tiempo: «No tiene sentido ponerse exigente con Ramos ni como historiador ni como teórico»). Éste es el parrafo original de Juan B. Justo:
“Los conflictos entre pueblos alejados étnica y geográficamente, son tanto más simples cuanto mayor es la diferencia de cultura entre las partes combatientes. Con un esfuerzo militar que no compromete la vida ni el desarrollo de la masa del pueblo superior, esas guerras franquean á la civilización territorios inmensos. ¿Puede reprocharse á los europeos su penetración en África porque se acompaña de crueldades? Los africanos no han vivido ni viven entre sí en una paz idílica; todavía en nuestros días el jefe zulú Tschalka ha aniquilado sesenta tribus vecinas y hecho perecer 50.000 individuos de su propia nación. Crimen hubiera sido una guerra entre Chile y Argentina por el dominio político de algunos valles de los Andes, cuya población y cultivo se harán lo mismo bajo uno ú otro gobierno. Pero, ¿vamos á reprocharnos el haber quitado á los caciques indios el dominio de la Pampa? Con la difusión de la cultura, más raras se hacen las ocasiones de semejantes guerras. Para que desaparezcan, sin embargo, será necesario que los pueblos marchen á la par por el camino de la Historia.” (subrayado mío)
La diferencia es que Justo hizo un esfuerzo para superar (y lo hizo prontamente) ese tipo de nociones. Aunque la historiografía revisionista haya sido muy exitosa en instalar una idea diferente sobre él.
Compárese con la versión que da Ramos. Por un lado se evidencia que la primera parte de la “cita” es un invento de Ramos. Por otro lado, se aclara el contexto en que Justo se formula esa pregunta: es una muestra del intento de comprender las guerras de conquista, con los patrones de su época y al mismo tiempo notablemente tratando de escapar de ellos: “Para que desaparezcan las guerras será necesario que los pueblos marchen a la par…”
Esa cita extrapolada y modificada muestra la mala fe de Ramos. Pero también es una curiosidad: como puede verse Justo termina su razonamiento con otra pregunta: “¿Vamos á reprocharnos el haber quitado á los caciques indios el dominio de la Pampa?”. Hoy uno podría decir: ¡qué pregunta para la época! (1909). Pregunta a la que Ramos no puede responder negativamente (aunque él ya vivía en otras coordenadas, más de medio siglo después) porque Ramos es un defensor del papel de Julio Argentino Roca en la historia argentina. Entonces oculta esa pregunta de Justo.
Vale resaltar que Ramos vivía en otra época, en la que muchos (hasta el mismo Juan B. Justo tiempo atrás) habían empezado a reivindicar a los pueblos originarios y a cuestionar la llamada “Conquista del Desierto”. Cuando Justo escribía aquello habían pasado apenas 24 años de esa «Conquista».
Pero Abelardo Ramos se hace el distraído con esa pregunta de Justo: “¿Vamos á reprocharnos el haber quitado á los caciques indios el dominio de la Pampa?” Porque Ramos no reivindica al general Roca a pesar de la macabra “Conquista del Desierto”, sino (entre otras cuestiones) precisamente a causa de haber sido el principal responsable de ella. Al contrario, Ramos le reprocha a Sarmiento que en relación con “el problema indígena” (…) “no hizo nada porque matar gauchos le llevó todo su tiempo”.
Así pensaba Ramos, el historiador que migró del trotskismo al “socialismo criollo”, de ahí al peronismo, y luego a ser embajador de Menem, pero que sigue siendo referencia historiográfica del nacionalpopulismo. Es notable verlo lamentarse de que Sarmiento no guardara un par de Sandes y Arredondos para “solucionar“ también ese problemita de los “indios”. Y es revelador que Ramos se centre en la pregunta sobre África y no en la pregunta sobre la Pampa, que está apenas dos lineas más abajo en el mismo texto de Justo. Para Ramos (y para el nacionalpopulismo que ha reiterado esa “cita”) en definitiva parece que sí había pueblos inferiores, a los que era legítimo exterminar… pero no en África, sino en la Argentina, y no por los europeos, sino por el industrialista, “nacional y popular” General Roca.
Justo en cambio, con más de veinte años de actividad posterior, desmiente aquellas posiciones y las rechaza, como lo cita Sáenz Hayes. La fraudulenta cita de Ramos, tan injusta como difundida, no le hace justicia a ese gran personaje que fue Justo, que viene siendo estudiado y resignificado por diferentes autores (Aricó, Biagini, Iñigo Carrera, Portantiero, Corbière, Merbilhaa, Herrera, Camarero, entre otros) no para reivindicar sus conceptos erróneos –que los tuvo como todo ser humano con actividad política y social– sino para revisar sus aportes, su actitud ante la desigualdad, sus propuestas, y mirar también con un poco de respeto (quizás para aprender) cómo desde una posición marginal en la sociedad argentina (en la que, no obstante, pudo haber sido un hijo mimado del poder) apostó toda su energía vital a crear organizaciones de las clases subalternas que se ramificaron en todo el país, en defensa «y para la elevación» de las clases más desfavorecidas en la lotería social, y a producir una mirada alternativa.
En su vida personal sacrificó todo lo que tenía para impulsar el cooperativismo, las bibliotecas obreras, los sindicatos, la organización agraria, El Hogar Obrero, la Casa del Pueblo. Del mismo modo, convencido de la necesidad de organizar a los pequeños productores –pues entendía que el principal problema del país radicaba en la democratización de la tierra–, se instaló como productor en Junín, y desde allí impulsó el primer Congreso Agrario en Pergamino, para nuclear a los arrendatarios explotados por la Sociedad Rural, bastante antes del Grito de Alcorta. Y se trataba de un intelectual de primer orden, el mismo que había traducido a Marx y que discutía de igual a igual con Enrico Ferri o con los máximos referentes del socialismo mundial, el que refutaba a Spencer y a Comte, atrevidamente, desde la Argentina.
Pero además, fue el que dijo esto, rechazando cualquier posibilidad de racismo:
«¿Para qué hablar de razas? No puede conducirnos sino a un orgullo insensato o a una deprimente humillación. Todo pueblo físicamente sano tiene en sí los gérmenes de las más altas aptitudes, cuyo desarrollo es sólo cuestión de tiempo y oportunidad. Desconfiemos de toda doctrina política basada en las diferencias de sangre, uno de los últimos disfraces científicos de que se han revestido los defensores del privilegio. Ellos dicen, por supuesto, que la clase trabajadora es de una raza inferior a la de los señores».
Aun hoy, no es necesario agregar una sola palabra al párrafo de Justo. Y eso es lo que vale.
* Este texto forma parte de “1918: La Revolución de las conciencias y otros textos reformistas”, de Américo Schvartzman (Editorial El Miércoles, 2018).