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Quien dice humanidad quiere engañar: Carl Schmitt y la autonomía de lo político

por | May 12, 2019 | Opinión

Alguna vez Carl Schmitt se definió a sí mismo como un “cuervo blanco, que no falta en ninguna lista negra”. Sin embargo, hace rato que las cosas han cambiado drásticamente. Hoy los padres duermen a sus hijos hablándoles de Schmitt y de “lo político”, y su obra se ha convertido en lectura obligatoria en casi todas las universidades del mundo. Schmitt ha dejado de ser perseguido e incluso tolerado para convertirse en religión oficial. Sin embargo, como ocurre a menudo, la religión oficial se presta a varios malentendidos.

LAS DOS CARAS DE LO POLÍTICO

“La distinción específicamente política, a la cual se dejan reducir las acciones y motivos políticos, es la distinción de amigo y enemigo” (El Concepto de lo Político [a partir de ahora CdP], # 2). Es por frases como estas que mucha gente se negaba a leer a Schmitt porque, como dice Woody Allen en “Misterioso asesinato en Manhattan”, temían que al hacerlo les diera ganas de invadir Polonia.

Sin embargo, la distinción amigo-enemigo—epítome del concepto de lo político y que no fue inventada por Schmitt sino por el republicanismo clásico—solo quiere expresar la idea de que el razonamiento político es autónomo. Si nos interesa razonar políticamente debemos evitar juridificar o moralizar lo político. Por supuesto, tampoco debemos exagerar la autonomía de lo político. Schmitt no solo era un teórico del conflicto sino que además siempre estuvo interesado en la autoridad del derecho y toda su vida se entendió a sí mismo como un jurista. En segundo lugar, la tesis de la autonomía de lo político es moralmente preferible, ya que si no le prestamos atención las consecuencias pueden ser catastróficas.

Empecemos por el conflicto. Schmitt afirma que “todos los conceptos, ideas y palabras políticas tienen un sentido polémico”. El razonamiento político siempre es una acción que tiene lugar en oposición a algo o a alguien, es decir, un enemigo. Conceptos tales como Estado, república, soberanía, Estado de Derecho, etc., son incomprensibles si no sabemos contra qué o quiénes han sido empleados (CdP, # 3).

Dado que el conflicto político es autónomo respecto a consideraciones morales, quienes se ven enfrentados en una discusión genuinamente política no adolecen por ello de defectos morales o psicológicos, ya que en tal caso no habría un debate, sino que uno tendría razón o sería moralmente superior y el otro estaría equivocado o sería un inmoral. Por supuesto, el punto no es que no existan los que están equivocados o los inmorales, sino que en tal caso la cuestión ya no sería política, o si lo fuera eso se debería a sus efectos, pero no a que exista un debate genuino al respecto.

Como lo político es esencialmente conflicto, a menos que seamos anarquistas vamos a necesitar una teoría de la autoridad—que suele venir en un envase jurídico—para resolver o al menos canalizar el desacuerdo. Es por eso que no es casualidad que casi al mismo tiempo (1928) que apareciera la primera edición de El Concepto de lo Político, la misma editorial, Duncker & Humblot, también publicó un gran candidato a ser el opus magnum de Schmitt, la Doctrina de la Constitución.

Como lo político es esencialmente conflicto, a menos que seamos anarquistas vamos a necesitar una teoría de la autoridad—que suele venir en un envase jurídico—para resolver o al menos canalizar el desacuerdo.

Como explica Schmitt al final de su Teología Política, para el anarquista “todo gobierno es una dictadura”. Es más, “toda pretensión de una decisión debe ser malvada para el anarquista porque lo correcto resulta por sí mismo”. No hay nada que decidir ya que no existen alternativas ni desacuerdos genuinos. A lo sumo, un anarquista estaría dispuesto a conceder que del hecho de que el Estado haya dispuesto algo no se sigue que haya que desobedecerlo. A veces, hasta el Estado puede tener razón. Pero si el Estado solo nos recomendara qué hacer entonces no tendría autoridad. Parafraseando al Martín Fierro, un Estado que da consejos más que Estado es un amigo.

PLURALISMO POLÍTICO 

Schmitt asociaba al anarquismo con el pluralismo político, ya que según Schmitt el pluralismo político en sentido estricto es “una ética de la guerra civil” (Ética del Estado y Estado pluralista). En una sociedad literalmente pluralista no puede existir un Estado que imponga un orden político a expensas de otro, ni siquiera un orden político democrático, ya que semejante decisión implica la exclusión de otras ideologías, precisamente antidemocráticas. De ahí que, en el fondo, todo orden político contiene lo que Schmitt denomina como “enemigo interno” (CdP, # 5), cuya conducta suele quedar criminalizada mediante figuras penales como la traición, rebelión, sedición, etc.

Sin embargo, Schmitt miraba con otros ojos al pluralismo externo o internacional ya que “de lo político se sigue el pluralismo del mundo de los Estados” (CdP, # 6). Para Schmitt toda comunidad política no solo se forma mediante la exclusión de ideas, sino que además excluye personas: “Hasta ahora no se ha dado democracia alguna que no haya conocido el concepto de extranjero y que haya realizado la igualdad de todos los seres humanos”. El punto de Schmitt es que “En el ámbito de lo político los seres humanos no se enfrentan abstractamente como seres humanos, sino como… ciudadanos, gobernantes o gobernados, aliados políticos u opositores, por lo tanto en todo caso en categorías políticas”  (prefacio a La situación histórico-cultural del parlamentarismo de hoy).

Para ilustrar su posición sobre el cosmopolitismo, Schmitt hace una paráfrasis de una cita de Proudhon, aunque la presenta como si fuera una cita: “Quien dice humanidad quiere engañar” (CdP, # 6; la frase original de Proudhon era: “Quien dice Dios quiere engañar”). Todo universal termina enmascarando un particular. Por un lado, hay razones psicológicas que explican este fenómeno. Los seres humanos no pueden cooperar sin compartir ciertos vínculos particulares, cierta identidad cultural. Nótese que este particularismo puede ser bastante amplio o universal, extendiéndose hasta las fronteras de la Unión Europea por ejemplo, pero, precisamente, sin convertirse en un único universal.

En segundo lugar, aunque vinculado con la imposibilidad psicológica, incluso o mejor dicho sobre todo un universal requiere de cierta institucionalización para poder actuar y dicha institucionalización—para no decir nada de los agentes que van a ponerla en marcha—tiende a particularizar el universal mediante una sinécdoque. Como se suele decir, Dios es argentino pero atiende en Buenos Aires.

Schmitt se apoya en la teoría del mito de Georges Sorel para indicar cómo el cosmopolitismo de la revolución comunista no tuvo otra alternativa que apelar al particularismo nacionalista para hacer frente a sus enemigos: “La aplicación proletaria de la violencia hizo que Rusia fuera otra vez moscovita. En la boca de un marxista internacional es un elogio digno de atención pues indica que la energía de lo nacional es más grande que la del mito de la lucha de clases” (La situación histórico-cultural del parlamentarismo de hoy).

En tercer lugar, la sinécdoque puede tener consecuencias políticas catastróficas como se puede notar cada vez que se libra una guerra en nombre de la humanidad. La superioridad moral del universal hace que quienes combaten en su nombre crean que se están oponiendo a quienes son por definición criminales o enemigos de la humanidad, e incluso subhumanos o desprovistos de derechos humanos. Lo que se suponía que ofrecía un verdadero all-inclusive, la humanidad, termina en la peor de las exclusiones.

PAZ O PACIFISMO

No es casualidad que hayamos empezado hablando de un universal y terminado hablando de guerra, que es donde, en rigor de verdad, tiene su hábitat natural la distinción amigo-enemigo: “un globo terrestre definitivamente pacificado sería un mundo sin distinción de amigo y enemigo y como consecuencia un mundo sin política” (CdP, # 3).

Quizás el punto de Schmitt quede más claro si nos detenemos en la ya célebre crítica de Schmitt a la teoría de la guerra justa, o a lo que es básicamente lo mismo, la criminalización o prohibición de la guerra: “Exigir de un pueblo políticamente organizado que solo libre una guerra a partir de una causa justa, o bien es obvio si significa que la guerra solo puede ser librada contra un enemigo real, o bien se oculta detrás la aspiración política de poner la disposición sobre el jus belli en otras manos y de encontrar normas de justicia sobre cuyo contenido y aplicación en el caso individual no decide el Estado mismo, sino algún tercero, el cual de este modo decide quién es el enemigo” (CdP, # 5).

Schmitt, obviamente, está hablando de Alemania luego del Tratado de Versailles. Durante la época de oro de la soberanía estatal la guerra era una política pública, a tal punto que existían ministerios dedicados a dicha actividad y la palabra figuraba en la fachada de sus edificios, así como en el membrete de la papelería oficial, souvenirs, etc. Así fue como empezó de hecho la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, al finalizar dicha guerra, Alemania fue tratada como si hubiera cometido un delito en lugar de haber librado una guerra, y de ahí que el Tratado de Versailles le haya impuesto severas indemnizaciones, la desmilitarización del país, etc.

Para Schmitt la verdadera cuestión es “paz o pacifismo”. El pacifismo se opone a toda forma de violencia por definición, externa o interna, lo cual impediría toda forma de acción colectiva.

Como resultado del incumplimiento del pago de las indemnizaciones, la cuenca del Ruhr—la zona más rica de Alemania—fue ocupada en gran medida por el ejército francés. Evidentemente, a partir de ese momento Alemania ya no decidía sobre la justicia de sus guerras, es decir acerca de quién era su enemigo, sino que la decisión había pasado a manos de sus propios enemigos y todo mediante la aplicación de normas de justicia que provenían de la imposición de un tratado de paz.

A Schmitt, de hecho, le gustaba decir, al igual que el personaje de Mike Myers en “Coffee Talk” de SNL, que el Tratado de Paz de Versailles no fue un tratado ni fue de paz, ya que se trató de un “Diktat” (una imposición) y además no logró la paz sino que produjo exactamente lo contrario. El punto de Schmitt es que “si un pueblo no tiene la fuerza o la voluntad de mantenerse en la esfera de lo político, lo político no desparece del mundo. Solo desaparece un pueblo débil” (CdP, # 5).

De ahí que para Schmitt la verdadera cuestión sea “paz o pacifismo”. El pacifismo se opone a toda forma de violencia por definición, externa o interna, lo cual impediría toda forma de acción colectiva. En efecto, es imposible la vida social sin violencia. No solemos reconocer este hecho, pero solo porque contamos con una noción muy reducida de violencia entendida como la acción deliberada de ocasionar un daño. Por lo cual, el daño causado por omisión o por la sola previsión, es decir sin tener la intención de hacerlo, no sería considerado violento. Por lo tanto, los daños ocasionados por los accidentes de tránsito no debería ser considerados como violentos, lo cual es absurdo. Por otro lado, sabemos que el hecho mismo de emplear automóviles va a tener consecuencias violentas y sin embargo las toleramos, aunque obviamente tratamos de reducirlas a un mínimo.

Por otro lado, la reducción de la violencia es imposible de lograr sin apelar a una institución que se dedica precisamente a la violencia institucional legítima, a saber el Estado. La paz es imposible sin el Estado—esa “obra maestra de la forma europea y del racionalismo occidental”—y por lo tanto es imposible sin la distinción amigo-enemigo. En todo caso, es la violencia criminal la que debe ser objeto de crítica, pero la violencia política legítima es indispensable si deseamos vivir en sociedad.

En resumen, el combo anarco-cosmo-pacifista es incompatible con el razonamiento político. Dicho sea de paso, es curioso que Schmitt a menudo asocie al liberalismo con la negación de lo político. Sin embargo, no hay que exagerar la aversión schmittiana por el liberalismo—y viceversa: si a los liberales realmente les interesa el razonamiento político, no pueden darse el lujo de ignorar a Schmitt—. Después de todo Schmitt se basa en autores liberales de pura raza como Benjamin Constant y Alexis de Tocqueville.

NAZI CON CARNET

Queda el pequeño detalle de que el 27 de abril de 1933 Carl Schmitt, tardíamente, se afilió al partido nazi con el número 2098860 (Herbert von Karajan, por ejemplo, se había afiliado con el número 1607525) y durante los primeros años del régimen contribuye con varias publicaciones legales que tratan de justificar las decisiones de Hitler y de hecho ocupa cargos en algunas dependencias públicas.

Sin embargo, visto retrospectivamente, Schmitt tuvo la suerte de que las SS—verdaderas sommeliers de nazismo—desconfiaran de su sinceridad, ya que Schmitt les parecía demasiado católico o intelectual para su gusto. Schmitt no era lo suficientemente völkisch, es decir, literalmente “folclórico” o “populista”. Ya para 1938, cuando Schmitt escribe su famosa monografía sobre Hobbes (El Leviatán en la Doctrina del Estado de Thomas Hobbes), la relación con el nazismo estaba rota. Por supuesto, podemos dudar del nazismo de Schmitt, pero no de su antisemitismo. Si ser antisemita hubiera sido un deporte olímpico, Schmitt habría enorgullecido a Alemania en varios Juegos Olímpicos.

La gran ironía es que hasta 1932—meses antes del advenimiento del nazismo—, por ejemplo en Legalidad y Legitimidad, Schmitt había advertido sobre el peligro de una “revolución legal”, es decir, de permitir que el nazismo y el comunismo llegaran al poder democráticamente. De ahí que uno de los tópicos de los estudios sobre Schmitt es si su nazismo fue por principio o por oportunismo, como si fuera mejor (o peor) ser nazi por convicción que por interés.

Como buen antisemita que era, a Schmitt no le faltaron amigos judíos. Por ejemplo, su editor en Duncker & Humblot, Ludwig Feuchtwanger; Walter Benjamin (quien en 1930 le envió un ejemplar de El Origen del Drama Barroco Alemán reconociendo la deuda intelectual que tenía con Schmitt, especialmente por La Dictadura); Fritz Eisler, un amigo de la juventud a quien le dedica una de sus obras más importantes (Doctrina de la Constitución); y finalmente Jacob Taubes, quien cuenta una muy reveladora anécdota sobre Schmitt e Israel a propósito de, precisamente, la Doctrina de la Constitución.

Schmitt se apoya en la teoría del mito de Georges Sorel para indicar cómo el cosmopolitismo de la revolución comunista no tuvo otra alternativa que apelar al particularismo nacionalista para hacer frente a sus enemigos.

En 1948, Taubes, que trabajaba en la Universidad Hebrea de Jerusalén, tenía que dar una clase sobre la noción de ley en la filosofía del siglo XVII. Entonces recordó de sus días de estudiante en Alemania que en la Doctrina de la Constitución hay un apéndice sobre la idea de “nomos”. En la biblioteca de la universidad se enteró de que el único ejemplar que tenían había sido solicitado por Pinchas Rosen, el Ministro de Justicia de Israel, quien estaba trabajando en la redacción de la Constitución israelí. Finalmente el proyecto de Constitución no tuvo éxito debido a que no se pusieron de acuerdo sobre cómo tratar la relación entre religión y Estado. Pero si se hubieran puesto de acuerdo en aquel entonces, habrían redactado la Constitución sobre la base del libro clásico de Schmitt.

No menos sorprendente parece ser la asociación del pensamiento de Schmitt con la izquierda. Sin embargo, Schmitt no solo contó, tal como vimos, con la admiración de Walter Benjamin, sino que además Georg Lukács había escrito una reseña muy favorable de Romanticismo Político, una obra temprana de Schmitt. Por si esto fuera poco, a finales de los 60 un grupo de intelectuales italianos de izquierda liderado por Mario Tronti—los así llamados “marxisti schmittiani”—apeló al pensamiento de Schmitt para entender por qué se demoraba tanto lo que debió haber sido la revolución casi automática de la clase obrera. La explicación fue que hasta las relaciones de producción están atravesadas por antagonismos esencialmente políticos.

En nuestros días, la cercanía entre Schmitt y la izquierda es tal que parecen haber sido hechos el uno para la otra. No obstante, la apropiación de Schmitt llevada a cabo por la izquierda es necesariamente temporaria o estratégica, en la medida en que el pensamiento de izquierda realmente crea en el advenimiento del anarco-cosmo-pacifismo, en el cual lo político—es decir la distinción amigo-enemigo—se volverá irrelevante. La evolución del pensamiento del gran Jorge Dotti es muy reveladora al respecto.

En todo caso, hoy en día es indudable que nadie que desee entender el razonamiento político puede darse el lujo de prescindir de la obra de este “cuervo blanco” que no solía faltar en ninguna lista negra.

Andrés Rosler

Andrés Rosler

Abogado (nadie es perfecto) de la UBA, Master en Ciencia Política (FLACSO), Doctor en Derecho (Oxford). Profesor de Filosofía del Derecho en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA e Investigador del CONICET.