¿Cómo se deben tomar las decisiones acerca de cuestiones que van a afectar a muchas personas? ¿Puede un puñado de personas decidir en nombre de todas las que recibirán el impacto de esa decisión, sin haberlas consultado? ¿Es ético? ¿Es democrático?
¿Cómo se deben tomar las decisiones acerca de cuestiones que nos van a afectar a muchas personas? ¿Quiénes deben participar del proceso por el cual se autoriza una acción privada de alcance social, cuando la evidencia científica indica que será riesgosa para la salud o el ambiente?
Qué tema ¿no? Es quizás una de las discusiones contemporáneas más importantes y, paradójicamente, casi nunca es abordada en estos términos. Por lo general, se discute cuando se consumó algún hecho que amenaza a las comunidades, o peor aun, cuando el desastre ya se produjo. Un ejemplo del primer caso fue la autorización a la instalación de Botnia frente a Gualeguaychú. Un caso del segundo tipo fue el derrame de un millón de litros de solución cianurada en San Juan, en la Mina Veladero, en 2016.
¿Está legitimado un órgano del Estado para resolver o autorizar acciones que nos perjudicarán a otras personas, sin que esas personas tengan la posibilidad de dar su opinión, y mucho menos, de decidir al respecto?
Nunca discutimos esta pregunta: por lo general, se discute cuando se consumó algún hecho que amenaza a las comunidades, o peor aun, cuando el desastre ya se produjo.
La semana pasada, en Entre Ríos, el Superior Tribunal de Justicia –un puñado de personas que cobran medio millón de pesos por mes– resolvió que se puede fumigar con veneno a 100 metros de las escuelas. (Veneno, sí, porque aunque se disimule llamándolo «fitosanitarios», es veneno. Para quienes no saben cómo funciona, detengámonos un segundo para comentar cómo es: se modifica genéticamente una especie vegetal, para que resista a un determinado producto tóxico; ese producto mata todo aquello que no ha sido inmunizado. Está claro que se trata de un veneno ¿verdad?).
Cinco personas resolvieron por todos nosotros. ¿Vivirá alguno de ellos a 100 metros de una escuela rural? Yo no conozco a ninguna de ellas. Pero intuyo que difícilmente esas personas, tan inteligentes, tan preparadas que han llegado a ocupar el máximo lugar en la cúspide de la justicia entrerriana (y que en fallos anteriores habían resuelto exactamente en contrario) esas personas que tienen sueldos mensuales de medio millón de pesos (540 mil para ser exactos), difícilmente vivan a menos de cien metros de una escuela rural.
Y de nuevo la pregunta: ¿pueden decidir en nombre de todos los que seremos afectados? ¿Es ético? ¿Es democrático?
Para la filosofía está claro que no. Ni ético, ni democrático. Nadie debería poder decidir por otros, porque en eso consiste la idea de autonomía. Hace muchos años, en Grecia, cuando nació lo que llamamos democracia, era más bien un principio de sentido común: ¿Cuál era ese principio? Que “si algo atañe a todos, deben decidirlo entre todos”. Claro que ese todos no incluía a todos, porque no todos eran ciudadanos. Pero quienes eran considerados ciudadanos, formaban parte de la discusión y de la decisión.
También el derecho romano recogió esa idea, que fue incluida en el Código del emperador Justiniano: «Lo que a todos toca, todos deben tratarlo y aprobarlo». Ese adagio se mantuvo en el derecho medieval aunque solo entre miembros de ordenes religiosas o autoridades eclesiásticas. Se incluía en la decisión a quienes se consideraba “iguales”. Dentro de los sectores de la elite de la Iglesia, tenían ese derecho solo por serlo.
Casi hasta nuestros días, en Occidente a nadie se le ocurrió que ese principio pudiera incluir a los sectores subalternos, a los “de abajo”. Recién las revoluciones liberales lo adoptaron, pero solo para los burgueses constituidos como nuevos sectores dominantes. Y hace poco tiempo la filosofía política contemporánea –con nombres como Habermas, Rawls, Cohen, y el argentino Carlos Nino entre otros– retoman esa idea, a la que llaman “deliberación” y la consideran el elemento principal de la democracia.
“La oportunidad de participar en los procesos de adopción de decisiones”: eso es lo que se nos está negando.
Para muchos científicos y filósofos de la ciencia actuales, las cuestiones ambientales no pueden resolverse sin la participación de las personas que serán potencialmente afectadas por esas cuestiones. De eso habla la propuesta de dos reconocidos científicos y epistemólogos, el argentino Silvio Funtowicz y el británico Jerome Ravetz, autores de un libro de enorme impacto en el que proponen precisamente eso: “Ciencia posnormal. Ciencia con la gente”.
Algo parecido dice la Declaración de Río de Janeiro, un tratado ambiental internacional, del cual la Argentina es firmante. Fíjense lo que dice en su principio número 10: “El mejor modo de tratar las cuestiones ambientales es con la participación de todos los ciudadanos interesados, en el nivel que corresponda. En el plano nacional, toda persona deberá tener acceso adecuado a la información sobre el medio ambiente de que dispongan las autoridades públicas, incluida la información sobre los materiales y las actividades que encierran peligro en sus comunidades, así como la oportunidad de participar en los procesos de adopción de decisiones”.
La oportunidad de participar en los procesos de adopción de decisiones. Eso es lo que se nos está negando. Nada menos, nada más.