Alberto Fernández eligió México como su primer destino internacional tras ser electo, aprovechando su afinidad con el presidente López Obrador. Su discurso estuvo dominado por un peronismo genérico, sin grandes innovaciones ni precisiones, con más referencias al pasado que al futuro.
La cita, convocada por la Universidad Nacional Autónoma de México, estaba programada a las seis de la tarde en el auditorio del antiguo colegio de San Idelfonso. Después de las presentaciones protocolares, Alberto Fernández se para frente al micrófono y habla por veinte minutos. Durante las presentaciones y el comienzo de la exposición, los aplausos se suceden uno tras otro como expresando una emoción contenida, para sorpresa de la parte mexicana de la audiencia, que no está acostumbrada a tales efusividades, sobre todo dentro de ámbitos universitarios. Los académicos mexicanos son más bien críticos del gobierno progresista de Andrés Manuel López Obrador. Es más habitual escuchar de parte de intelectuales mexicanos de izquierda decir “yo no defiendo a AMLO, pero…”, que una férrea defensa del nuevo presidente mexicano. La prudencia es un valor aquí.
Fernández, en cambio, no dejó de remarcar su cercanía con López Obrador. Citó, por ejemplo, a Atahualpa Yupanqui al decir que “un amigo es como uno mismo con otro cuero” para referirse a su par mexicano. Pero más allá de este optimismo en la relación bilateral, no dio ninguna precisión acerca de cómo sería esta nueva amistad argenmex. Más bien evocó consignas muy generales y apeló a dos identificaciones políticas principales: la peronista y la latinoamericanista. Alberto Fernández nombró carias veces a Perón y al peronismo como el movimiento insignia de la igualdad social en Argentina, hasta llegó a declarar que “acá hubo una revolución [en referencia a la revolución mexicana] y allá la revolución se llamó peronismo”. La diferencia es que la revolución mexicana forma parte de un orgullo nacional muy ampliamente compartido por la sociedad, el peronismo se encuentra muy lejos de tal consenso en Argentina a pesar de su indudable centralidad.
Alberto Fernández nombró carias veces a Perón y al peronismo como el movimiento insignia de la igualdad social en Argentina, hasta llegó a declarar que “acá hubo una revolución [en referencia a la revolución mexicana] y allá la revolución se llamó peronismo”.
Pero no solo las evocaciones a Perón hacen pensar que el discurso de Fernández se ancla en una visión clásica y peronista de la política, otros momentos lo evidenciaron: el énfasis en el tema de la justicia social, la relevancia de la figura del trabajador, la confianza plena en los líderes, la apelación frecuente al pueblo, la poca atención a cuestiones institucionales y democráticas, y la ausencia de la palabra “corrupción” y su contraparte, “transparencia”. Tal vez no recuerde Fernández que su amigo López Obrador hizo de la anti-corrupción una de las principales banderas de su campaña y que cosechó parte de sus votos por el hartazgo de la sociedad frente al PRI.
En cambio, Fernández interpretó los reveses judiciales por causas de corrupción, sobre todo en los casos de Rafael Correa, Lula y Cristina Kirchner, como fruto exclusivo de una manipulación de la justicia contra líderes cuyo único pecado fue distribuir la riqueza. Algo similar sostuvo sobre Evo Morales, pasando por alto que la constitución de la República Plurinacional de Bolivia no permite la reelección indefinida. Así, las denuncias de corrupción o de desvío de la normas durante los gobiernos progresistas se explicarían más por la venganza de los grupos de poder (¿derecha?¿neoliberalismo?¿corporaciones?, Fernández evitó esos términos) que por fallas propias de esos gobiernos. El problema como tal parece seguir fuera de la agenda de prioridades.
Por otra parte, si una de las identificaciones a las que apeló el discurso de Fernández fue la del peronismo, la otra, la principal, fue la del latinoamericanismo. Fernández convocó a afianzar lazos regionales, siguiendo, dijo, el ejemplo de la Unión Europea y no el de los tratados de libre comercio. Mencionó repetidas veces a Correa, con quien había tenido una reunión ese mismo día y al chileno Marco Enríquez Ominami, sentado en la primera fila del auditorio.
Las preguntas -sumamente benevolentes con Fernández, muy diferentes a las hechas a Cristina en Harvard- no ahondaron en temas específicos y contribuyeron al carácter general de las afirmaciones del presidente electo. Para el final de la sesión, el título de de la clase magistral, “El nuevo modelo de integración latinoamericana” se revelaba como engañoso: el nuevo modelo regional no es un hecho consumado, ni siquiera inconcluso, sino más bien un proyecto en ciernes.
Pese a la falta de definiciones, tres conclusiones podrían sacarse de la exposición: la primera es, justamente, que el plan integrista latinoamericanista es tan solo un proyecto que aún no ha despegado, más si se tiene en cuenta que sus impulsores, que parecerían identificarse con el Grupo de Puebla, no son presidentes de sus respectivas naciones, excepto Fernández. López Obrador, por ejemplo, solo enviará un representante sin rango ministerial a la reunión que se realizará en Buenos Aires este fin de semana y ya dejó entrever que no está dispuesto a liderar ese proyecto.
La falta de definiciones respecto de cómo será el gobierno de Alberto Fernández es inquietante y bastante desconcertante.
La segunda es que el discurso de Fernández tiene poco de nuevo y mucho de conocido. Excepto por su posición a favor de la interrupción voluntaria del embarazo -quizás su rasgo más audaz- su discurso está fuertemente anclado en una visión bastante clásica de la política. Incluso un dirigente de edad como Pepe Mujica transmite ideas que intentan pensar en un mundo del futuro de una manera bastante irreverente con sus convicciones pasadas. No es el caso de Fernández, lo que dice no es nuevo y sus ideas están arraigadas en la política local y tradicional. Su vocabulario no trae nuevas palabras: usa “derecho de las mujeres” y no “feminismo”, “medio ambiente” y no “cambio climático”.
La última observación es que la falta de definiciones respecto de cómo será el gobierno de Alberto Fernández es inquietante y bastante desconcertante. Hasta en México los candidatos, durante sus campañas, deben dar algunas precisiones sobre cómo administrarán los recursos. Hasta ahora, Fernández ha evitado esto. Parece que basta simplemente con hacer referencia al gobierno kirchnerista para responder, puesto que Alberto mismo piensa que el suyo será en gran medida una continuación de la era iniciada por Néstor. Pero las condiciones económicas, sociales y el marco internacional cambiaron y la Argentina ya sabe que en la medida que haya nuevas condiciones, las soluciones del pasado no bastan para dar respuesta a los nuevos desafíos. Tal vez Fernández simplemente esté evitando dar definiciones para que después no se le pueda acusar: dijo que quiere que los jóvenes le marquen sus errores si no cumple con sus promesas, el problema es que no se puede impugnar una promesa incumplida cuando no hubo promesa