España ha concurrido nuevamente a elecciones y, tras conocerse los resultados, se dieron los primeros pasos para intentar conformar un gobierno de coalición de izquierdas encabezado por el PSOE. La cuestión catalana y el avance de Vox son los principales desafíos que deberá enfrentar.
Las paradojas que generó el resultado electoral del 10N en España comenzaron a cristalizar más rápido de lo esperado: el martes 12 a mediodía Pedro Sánchez y Pablo Iglesias comparecieron ante la prensa para anunciar su preacuerdo de gobierno. Como los grandes hechos políticos, éste vino sellado por la sorpresa. Lo que no habían logrado entre abril y septiembre, en una larga negociación rebosante de zigzags, reproches, celadas y maquinaciones, se había resuelto en pocas horas.
Este preacuerdo es posible gracias a que quienes obtuvieron peores resultados que en las anteriores generales del 28A —Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y Unidas Podemos (UP)— quedaron en mejor posición para gobernar que quienes aumentaron sus votos —Partido Popular (PP) y Vox—, y precisamente gracias a estos últimos. En efecto, el empeoramiento del resultado del PSOE —700 mil votos y tres escaños menos que el 28A— y UP —600 mil votos y 7 diputados menos— les dio una oportunidad que ellos mismos no se hubieran procurado, porque les estrechó el margen de maniobra para negociar la formación de gobierno. A esto contribuyó decisivamente el crecimiento del PP —700 mil votos y 22 diputados más que el 28A— y en especial el de Vox —un millón de sufragios y 28 escaños más—, que operó como gran amenaza. PSOE y UP se vieron obligados a negociar en peores/mejores condiciones, ya que si hubieran tenido más margen probablemente habrían subido sus respectivas exigencias, lo que al fin habría frustrado el pacto. Lo que Sánchez e Iglesias no quisieron hacer después del 28A por convicción, ahora tuvieron que hacerlo por necesidad. Ya cargaban con la responsabilidad de la subida de Vox y no podían quedar ahora como responsables de que llegase al gobierno con el PP y Ciudadanos (Cs) tras unas eventuales terceras elecciones. Lo que tenían para perder —UP, su prestigio como fuerza antifascista, y el PSOE, el suyo de dique contra la derecha— les brindó un disciplinamiento mayor que lo que habían tenido para ganar tras el 28A.
El acuerdo fue posible porque el escenario político cambio del 28A al 10N en tres elementos clave: a) la enorme caída de Cs —2,5 millones de votos y 47 diputados menos—, que dejó al PSOE sin un socio a su derecha con el que presionar a UP —como ya había hecho en 2015, recuérdese el Pacto del Abrazo entre Sánchez y Rivera—; b) la consecuente subida espectacular de Vox, que al PSOE, en tanto típico partido progresista de gobierno, le cae como anillo al dedo para reclamar el voto útil y justificar el pacto con UP en términos de evitación del mal mayor; y finalmente c) la imposibilidad para PSOE y UP de jugar la carta de las terceras elecciones, inaceptables para el grueso de los españoles.
Lo que Sánchez e Iglesias no quisieron hacer después del 28A por convicción, ahora tuvieron que hacerlo por necesidad.
La mayoría de los analistas se vio sorprendida no sólo por la velocidad del preacuerdo, sino por el entendimiento mismo entre PSOE y UP. Y eso porque sostenían, partiendo casi exclusivamente del número de escaños de cada partido, que la formación de gobierno iba a resultar más difícil ahora que después del 28A. En verdad, el significado del panorama político post-electoral no había que buscarlo sólo en esos guarismos, sino especialmente en los valores y voluntades en juego en el nuevo escenario. Ahora los partidos —sobre todo PSOE y UP— ya no se podían permitir no acordar. Eso les posibilitó sobreponerse a los números. En política —nunca mejor dicho— dos más dos no son cuatro y, como dijo un florentino, la virtud es hija de la necesidad.
La rapidez con que se alcanzó el acuerdo fue recibida con el habitual escándalo moral que suscitan este tipo de giros políticos. ¿Por qué ahora y no antes? ¿Por qué nos hicieron gastar dinero en unas nuevas elecciones? ¿Necesitaron que hubiera 54 diputados de Vox para ponerse de acuerdo?, fueron algunos de los reproches en forma de interrogantes. Si bien hay algo atendible en esta crítica, en lo fundamental parte de evaluar lo político con los criterios de lo privado-individual. Por eso es una crítica moral, no ético-política. Lo que no llega a ver es que el escenario cambió, tal como se transforma lo político, día a día y minuto a minuto. Un mismo hecho (el acuerdo) no significa lo mismo en contextos diferentes. Por lo tanto, en última instancia no tiene mucho sentido político comparar abril-septiembre con noviembre, porque son tan distintos que resultan inconmensurables. Tampoco parece tener mucho sentido político la crítica moral acerca de por qué se elogian y abrazan los líderes ahora cuando hace dos meses se distanciaban hasta el rechazo. Sánchez e Iglesias están representando dos voluntades colectivas, no a dos personas privadas. Lo que parece una incongruencia en el plano individual es en realidad el precio que el político, en tanto persona pública, hace en favor del entendimiento de voluntades colectivas.
No resulta productivo señalar entonces la contradicción de Sánchez, quien pasó de decir tras el 28A que “no dormiría tranquilo con ministros de Podemos” a afirmar ahora que la coalición con UP —que previsiblemente incluya a Iglesias como ministro y/o Vicepresidente— le resulta ilusionante. En un contexto nuevo, con Vox crecido y el PP sin renunciar al apoyo de esa extrema derecha, la ilusión puede consistir perfectamente en frenar al partido de Abascal intentando reparar las heridas sociales que le dan pábulo. Por otra parte, nadie esperaba tamaño ascenso de Vox en estas últimas presidenciales.
QUÉ PUEDE PASAR AHORA
Los últimos años de la democracia española han estado marcados por hechos inéditos: dos repeticiones de elecciones generales (en diciembre 2015 y junio 2016, y en abril y noviembre de 2019); dos etapas de largos meses “sin gobierno” (junio-octubre 2016 y desde marzo de este año hasta ahora); la abstención del PSOE para permitir el gobierno del PP (octubre 2016); la declaración de Cataluña como república independiente (octubre 2017); la suspensión de una autonomía (la de Cataluña, octubre 2017- junio 2018); una moción de censura exitosa (junio 2018); y la legislatura más breve (junio 2018-abril 2019), entre otros. Todos ellos, síntomas de una conmoción desconocida del orden de la Transición.
Ahora, PSOE y UP tienen que buscar los apoyos que les faltan para formar gobierno. Si lo logran, la política española conocerá otra novedad: será la primera vez desde la Transición que haya un gobierno de coalición. Para ello, no obstante, PSOE y UP deberán recorrer un camino ya trazado: recabar el apoyo de partidos regionalistas y nacionalistas.
PSOE y UP tienen que buscar los apoyos que les faltan para formar gobierno. Si lo logran, la política española conocerá otra novedad: será la primera vez desde la Transición que haya un gobierno de coalición.
El PSOE y UP podrían formar gobierno en la segunda votación en el Parlamento —que requiere no mayoría absoluta, sino más apoyos que rechazos— con Más País (MP), Partido Nacionalista Vasco (PNV), Coalición Canaria, Bloque Nacionalista Galego, Teruel Existe y el Partido Regionalista Cántabro, al sumar 168 síes, contando con la abstención de los nacionalistas de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) y Bildu —antiguo brazo político de ETA— (22 escaños) y el voto en contra de la derecha (PP, Vox, Cs, Navarra Suma) y del sector menos dialoguista del independentismo catalán (Junts per Catalunya y Candidatura d’Unitat Popular), que en total reunirían 163 noes.
La abstención de los nacionalistas de ERC —más proclives al diálogo— y de Bildu puede resultar un buen trato para ambas partes. Para ERC, porque frenarían a la derecha españolista —que rechaza de plano sus demandas— sin necesidad de apoyar explícitamente al PSOE, al fin socio del PP en la suspensión de la autonomía catalana en el gobierno de Rajoy y defensor de que se cumplan las sentencias del juicio por el Procés. Para PSOE y UP, porque podrían formar gobierno aventando la sospecha de inconfesos pactos “con independentistas y pro-etarras”, como gusta afirmar la derecha. Finalmente, un escenario así tendría la virtud de no volar los puentes con todas las fuerzas políticas catalanistas de cara a una negociación que empiece a desanudar el llamado “problema territorial”. UP puede jugar un papel de garante de un diálogo comprensivo ante las demandas del soberanismo catalán, pues en su programa es favorable a un refréndum pactado en Cataluña (si bien afirma que votaría contra la independencia catalana). La diferencia de posiciones entre PSOE y UP respecto de Cataluña puede generar turbulencias en el futuro gobierno. Es el principal escollo a salvar para que el gobierno dure. Por eso el preacuerdo es deliberadamente ambiguo al respecto: habla de “garantizar la convivencia en Cataluña” fomentando “el diálogo” y ”buscando fórmulas de entendimiento y encuentro, siempre dentro de la Constitución”. La referencia a la convivencia y a la Constitución es más propia del lenguaje del PSOE, mientras que la idea del diálogo proviene seguramente de UP.
EL PROBLEMA CLAVE: LA “CUESTIÓN CATALANA”
El problema crucial de la política en España sigue siendo la llamada “cuestión catalana”. Ningún gobierno durará si no se aboca a resolver este tema, que exige un gran pacto político nacional. No cabe una solución de una parte contra otra. Por eso Sánchez tuvo que convocar las elecciones del 28A, pues ERC no aprobó unos presupuestos con los que estaba de acuerdo por su perfil social, propuestos por un gobierno al que había apoyado en la moción de censura contra Rajoy. El motivo era forzar la negociación en Cataluña. Sin indultos a los condenados por el juico al Procés, arderá Cataluña; con presos, no habrá gobernabilidad en España ni en Cataluña. La derecha cree que si pudo con ETA podrá con el independentismo catalán, pero ambas situaciones son incomparables desde todo punto de vista. En Cataluña, según las encuestas, el no a la independencia es ligeramente mayor que el sí (52-48%, aproximadamente), pero el 70% de la población se muestra favorable a que sean los catalanes quienes decidan. Es decir, que una amplia mayoría transversal privilegia el decidir, aun a riesgo de perder. Esto significaría que la cuestión en Cataluña es de soberanía, no de independencia. Está en juego cuál es el demos legítimo a la hora de decidir, si Cataluña o España.
El problema es que ni siquiera se vislumbra un camino a recorrer, por difícil y áspero que sea. Hay que inventarlo, caminarlo y e intentar llegar a destino. No es poco. Una reforma constitucional que consagrara un federalismo asimétrico, favorable a Cataluña, no parece suficiente, una vez llegados a este punto (para los independentistas, la República está suspendida). Se trata por tanto de un reto histórico para la clase política y para la sociedad sólo a la altura de lo que representó en los ’70 la salida de la dictadura y la construcción de la democracia. En este caso, se trata de democratizar la idea de Nación, para que la pluralidad administrativa que abrió y produjo el Estado de las Autonomías se traduzca a lo político en un imaginario que construya una idea de España mínimamente compartida. La representación oficial de España sigue todavía muy atada a una concepción castellana y, en menor medida, monárquica, refractaria a la aceptación en pie de igualdad de otros modos de vivir la nacionalidad.
El problema crucial de la política en España sigue siendo la llamada “cuestión catalana”. Ningún gobierno durará si no se aboca a resolver este tema, que exige un gran pacto político nacional.
Para entender cuán lejos está la solución basta un botón: España contiene tan poco que los habitantes de Teruel —provincia aragonesa de 130 mil habitantes, exponente del fenómeno de “la España vaciada”— han tenido que crear un partido para sentirse representados. Han logrado un diputado. La desidentificación con el Estado no sólo es “territorial” (Cataluña, Galicia, País Vasco, ahora Teruel), sino también con sus partidos tradicionales: por eso el PP ya no contiene a la extrema derecha (Vox) ni al “centro liberal” (Cs), ni el PSOE a su izquierda (UP y MP). Esto indica desagregación, no pluralismo, y brota más de la debilidad que de la fortaleza.
¿FIN DEL CONSENSUALISMO?
¿El actual auge de Vox, sumado al previo de Podemos, significa el fin del consensualismo que caracterizó a la política española desde la Transición? ¿España va hacia una democracia que pivote en el conflicto? No parece. La confrontación inicial de Podemos con “el Régimen del ‘78” se desvaneció rápidamente, ya hacia 2015, y hoy esa formación aparece integrada en un gobierno con el PSOE. Vox, por su parte, señala a demasiados enemigos (las autonomías, el feminismo, los inmigrantes, el “consenso progre”, etc.) y a ninguna “oligarquía”, mientras tiende a acordar con relativa facilidad con PP y Cs.
El edificio de la Transición, hecho de “consensos razonables” garantizados por el bipartidismo, se mantiene. Ha absorbido los espasmódicos embates de Podemos y, hasta ahora, los de Vox
El edificio de la Transición, hecho de “consensos razonables” garantizados por el bipartidismo, se mantiene. Ha absorbido los espasmódicos embates de Podemos y, hasta ahora, los de Vox. Paradójicamente, el partido nuevo que antes se ha desgastado ha sido Ciudadanos, el más pro-Transición de todos, y no por ayudar a la gobernabilidad, sino por hacer seguidismo del discurso duro de Vox.
El orden de la Transición sigue vivo y es hegemónico, contra lo que piensa buena parte de la izquierda no socialista. Ha cedido el bipartidismo, pero ha mantenido la discusión política alrededor del eje izquierda-derecha —rechazando el clivaje populista arriba-abajo y manteniendo subordinado el centro-periferia— y ha integrado sin grandes dificultades la ola de democratización que trajo Podemos. Su piedra en el zapato es un problema que lo antecede, y el cual fue llevando durante cuatro décadas pero que ya no puede canalizar: la cuestión catalana, que en verdad es la cuestión española, esto es, el problema de cómo construir una identidad mínima común para los miembros de la comunidad política. Esto no es obra de un gobierno, sino de la comunidad política misma. España debe reinventarse, como en la Transición.