La crisis provocada por la pandemia del coronavirus ha desatado una serie de reacciones en cadena entre la impotencia y el autoritarismo. Más allá de esas respuestas caóticas e intempestivas, se divisan los problemas de fondo nunca solucionados. Un llamado de atención que nos obliga a proponer alternativas radicales.
El poder es cuestionable, es susceptible de ser criticado cuando está en su esplendor, mientras se impone, cuando genera obediencias y sumisiones, cuando pretende adiestrar. Sea que estuviere visible u oculto, sea burdo o sutil (porque a veces, el poder se hace más efectivo en la ausencia). Si se analiza o crítica después de ejercido, no sirve, ya no sería resistencia. Sería una pretensión imposible hablar de algo que no existe. Se estará haciendo algún repaso histórico, alguna interpretación del pasado, pero no, de manera alguna, un cuestionamiento del poder. Que es otra cosa.
Hoy, el actual presidente electo goza de la más alta popularidad y aceptación. No hay que minimizar la cuestión ni restarle reconocimientos. Pero también resulta necesario saber que la popularidad, dentro de un estado de derecho, no debe derivar en autoritarismo. No tiene nada que ver con la justificación de arbitrariedades.
El poder se manifiesta de múltiples formas y se ejerce para todo: para comprar remedios, para prohibir despidos, para controlar el movimiento de la población, para hablar por los grandes medios de difusión, para vigilar, para distribuir dinero y un largo etcétera.
Nos quedamos en casa, sí, y nos cuidamos. Obedecemos. No salimos y también cuidamos a los demás. Es la parte que le corresponde a la sociedad. Pero que el estado concentre y enfoque recursos donde debe: en la salud pública, en lo social y en lo productivo.
El primer día del aislamiento obligatorio, el presidente se mostró en una foto rodeado de gendarmes. Una foto que tiene más que ver con el ensayo de un estado de control, policial, punitivista, que con medidas para prevenir una pandemia o apuntalar el sistema de salud pública. No fue la foto de los últimos 15 días, sí fue la del primero.
Se habla de salud pública pero no de cuántos hospitales se construirán, cuántos se equiparán, de los recursos que se redireccionarán, ni cómo ni en qué tiempo. El presidente se mostró, el primer día, con militares, no con médicos. El mayor hincapié se hace en la vigilancia y castigo. Se exhiben casos de violación de la cuarentena para aclarar que se actúa sin clemencia, con todo el peso de la ley. Punitivismo en busca de aplausos, que siempre se aplica con mayor crudeza en los sectores populares. Cuestión que llama la atención respecto del énfasis que se le agrega. Paralelamente se nos dice que nos lavemos las manos.
Nos quedamos en casa, sí, y nos cuidamos. Obedecemos. No salimos y también cuidamos a los demás. Es la parte que le corresponde a la sociedad. Pero que el estado concentre y enfoque recursos donde debe: en la salud pública, en lo social y en lo productivo.
Obviamente, se quedan en casa quienes pueden. Quienes tienen techo y comida, comodidades. Que no es, precisamente, la mayoría de la población.
La “guerra” que el presidente utiliza como metáfora para hacer un llamamiento del «todos unidos contra el Coronavirus» le podrá permitir cerrar filas y aglutinar apoyos frente a ese «enemigo invisible». Un clásico esquema populista. Donde si hay algún éxito es gracias al líder, mientras que si hay fracasos es por culpa del enemigo. Del otro externo. Del otro expiatorio.
Hablando de populismos, ahora la primera dama organiza un festival mediático que se llama «Unidos», y aunque parezca joda, no es un chiste.
Sobrevino en estos días una catarata de decretos, paralela y curiosamente ninguna ley (que se pueden hacer hasta en sesiones online). El Congreso, como poder político de la república, también puede (o debe) actuar en emergencia. Vale decir que la lógica del DNU, del Poder Ejecutivo, es distinta a la del debate de los representantes del pueblo. Otra muestra gratis para quienes quieren un sistema parlamentario. Tendrán que seguir esperando.
Alberto se pone serio frente a las cámaras, todos los días, repite un discurso básico, pone tono de padre, suma adhesiones, no muestra un plan. Quizá sea imprudente, demasiado pretencioso, exigirle uno que sea muy detallado; pero algunas líneas generales, alguna hoja de ruta que permita entender por dónde nos conducen, qué camino transitaremos y con qué vehículos; puede resultar factible, hasta responsable. Puede que sea un derecho de la ciudadanía que el gobierno electo ofrezca un rumbo más allá de los consejos y recomendaciones del quédense adentro y lávense las manos.
Cuando se habla de rumbo se incluye todo. No hay falsas dicotomías ni opciones excluyentes. No es salud versus economía, ni tampoco empleos versus asignaciones. Se puede cambiar la «o» por la «y». Es complemento, es complejidad y es armonizar lo colectivo. Y lo que no es, que se explique por qué se descarta. Que se sumen los derechos y que se descarten los privilegios.
Es notable como esta coronacrisis deja muchos aspectos al descubierto, cosas que se ven porque faltan. Se pone en evidencia la ausencia total de un estado de bienestar, uno que Argentina no tuvo nunca. Ese estado que justifica su propia existencia al garantizar servicios y derechos sociales básicos.
Es notable como esta coronacrisis deja muchos aspectos al descubierto, cosas que se ven porque faltan. Se pone en evidencia la ausencia total de un estado de bienestar, uno que Argentina no tuvo nunca. Ese estado que justifica su propia existencia al garantizar servicios y derechos sociales básicos, de acceso universal, como salud y educación de toda complejidad y a todo nivel, justicia, seguridad social, trabajo, etc. Un estado de bienestar, se sabe, se acerca a la sociedad en términos de derechos, su aproximación es en esa perspectiva y clave. Muy distinto a un estado peronista, o a como el peronismo gobierna; también se sabe, su forma de aproximación es a través de la prebenda, de la limosna, del clientelismo asistencial. Se sabe porque este modelo de estado ha sido implementado mucho tiempo.
Se pone de manifiesto, también, que las grandes empresas piensan en el lucro por sobre lo humano, privilegian el dinero ninguneando el sentido de la solidaridad.
Se agrega otra indignación. La de una clase media que no recibe beneficios de ninguna política pública. Obedece, cumple, porque puede, y no ve contraprestación. Por eso aplaude, erróneamente, un reclamo insignificante. Pone el foco de los males en el sueldo de los políticos y no en la ideología que nutre a quienes gobiernan. Resulta manipulada para exigir un recorte de sueldos de los poderes políticos (ejecutivo, legislativo, judicial) como si ello impactara en la torta y resolviera lo estructural. Eso está bien desde lo gestual (la reducción de sueldos), desde lo simbólico, pero los problemas persistirán. Es ideológico. Además, para agregar una obviedad, ningún funcionario público de enriqueció por el sueldo percibido. Los enriquecimientos obscenos obedecen a otras variables. Pero para volver al tema sueldos, resultaría novedoso, serio y respetuoso, que todos los trabajos tiendan a equiparar sus remuneraciones, achicar brechas. Sea entre poder político, lo público y el sector privado. Docentes, jueces, médicos, policías, operarios, jubilados, gerentes, dueños, etcétera. Que no haya abismales diferencias entre los distintos ingresos también es mejorar la democracia, la libertad y la igualdad.
No se pone el acento sobre las brechas. ¿Cuánto tienen los dueños de la patagonia (por hablar sólo sobre algunos de los que tienen miles de hectáreas)? ¿Cuánto ganan los titulares de las empresas que concentran la economía? ¿Cuanto gana el titular, por ejemplo, de una financiera? Son preguntas ausentes del debate público. Son preguntas que cuestionan desigualdades. Que nos invitan a pensar, al menos por un ratito, que puede haber otras formas de distribuir la riqueza.
Hoy la clase media, en términos generales, parece sentirse espiritual y moralmente más cerca de Galperín que de los sectores empobrecidos, aunque materialmente está muchísimo más cerca de estos últimos. Esto es cultural, es una construcción humana, es poder, es político.
Mientras tanto, que la pobreza siga como está. Eso parece ser lo buscado. Con bombos y platillos se anuncia una asignación extra de 10 000 pesos. Que se entrega, con suerte, un mes después. «Ingreso de emergencia familiar» se llama y representa un tercio de la canasta básica de alimentos. Canasta básica que de por sí es insuficiente. No se puede, siquiera, llamarlo paliativo. No obstante ello, once millones de personas la solicitaron, otra muestra más de nuestra situación social. Situación extrema que merece otro tratamiento. Más serio, más efectivo, más estructural, más digno.
Para continuar con un cuadro, sin completarlo, tenemos seguros de desempleos que no merecen el nombre de seguros, precios descontrolados, paritarias ausentes, la mitad de la economía en negro.
Obviamente, se quedan en casa quienes pueden. Quienes tienen techo y comida, comodidades. Que no es, precisamente, la mayoría de la población.
La falta de voluntad política para un cambio se puede percibir. El tema de una renta básica universal, debatida en varias partes del mundo, nunca fue siquiera discutido en nuestro país. Y eso que es una herramienta de supervivencia del mismo capitalismo. Capitalismo que produce cada vez más bienes con cada vez menos personas, es consciente que se queda sin demanda para esos mismos bienes que produce. Sabe que esa cantidad de bienes no las puede colocar si nadie puede puede comprarlos. Discusión larga, pero que al fin de cuentas provoca cierta redistribución, y en crisis como estas podría contribuir a amortiguarla. Renta básica universal que lógicamente debe complementarse con acceso universal a servicios y derechos sociales propios del estado de bienestar.
La cuestión del reparto es otra ausencia notable de los discursos dominantes. Reparto de bienes y servicios, reparto de riquezas, reparto de empleos. ¿Cuántas horas por día trabajaría cada persona si se ocuparan a todas las que tienen edad y condiciones para hacerlo? Preguntas, que como casi todas, si nos las hiciéramos más seguido podrían aumentar las chances de cambiar, de reformar y transformar.
Hoy, sabemos, el presidente está en un pico de popularidad, retroalimentada unánimemente por los medios de difusión masiva y buena parte de la dirigencia política (que desconcertada, o pragmática, o calculadora, también aplaude). Quizá utilice el poder para transformar o quizá solo le quede bajar. Quizá se sustenta sobre una buena cantidad de panqueques y aún no lo sabe. Solo hipótesis, pero basadas en historias recientes.
El 13 terminará el encierro obligatorio. Finalmente. Si no se prorroga una vez más. Paradójicamente, terminará, con más casos de contagio de los que hubo para justificar la medida. No hay plan de salida.
A lo largo del texto se observan, también, algunas oportunidades. De lo que se trata, en definitiva, es de combatir las desigualdades que genera el capitalismo. Y de generar alternativas, claro, porque al final de cada día, el relato capitalista sigue dominando las opiniones, manipulando pensamientos y sentimientos de miles de millones de personas.