El primero de mayo no es una celebración, es una conmemoración que, hoy más que nunca, nos debe invitar a la reflexión. La crisis ha puesto al desnudo la grave situación de precariedad y desempleo de millones de trabajadores y trabajadoras, pero también es una oportunidad para discutir en serio la forma de revertirla.
Cada primero de mayo es una ocasión propicia para hablar de trabajo. Para reivindicar las luchas históricas y para pensar nuestro presente.
Como se sabe, el socialismo siempre estuvo del lado de quienes trabajan, siempre acompañó y peleó por ampliar derechos culturales, sociales, civiles y políticos. Derechos que no se consiguieron en ningún lugar del mundo por gracia del poder de turno, sino por exigencias serias y contundentes, sostenidas por el accionar colectivo y organizado de las millones de personas que trabajan; las mismas que generan los bienes y servicios en los que se sustenta el confort de nuestras sociedades.
Hoy el mundo soporta una pandemia, hoy se evidencian los huecos del estado retirado, los vacíos que se sobrellevan en solitario cuando el estado debería garantizar servicios y derechos. También se manifiesta que todo lo que usamos para nuestra vida cotidiana es gracias al trabajo de alguien. La remera que llevamos puesta, el teléfono que usamos, la comida, etc. Son por alguien, por muchas personas, aunque a veces sean tratadas como nadies.
Hoy el mundo soporta una pandemia, hoy se evidencian los huecos del estado retirado, los vacíos que se sobrellevan en solitario cuando el estado debería garantizar servicios y derechos.
Desde el personal de salud hasta los repartidores son tratados como héroes. Son aplaudidos públicamente cada noche, con muchos motivos, pero también deberían ser reconocidos con todos sus derechos. Eso es de lo que se debe hablar. Derechos humanos básicos, derecho del trabajo.
Hoy también, muchos hogares han sido convertidos en establecimientos comerciales, muchas personas trabajan a distancia producto del aislamiento social preventivo y obligatorio; el teletrabajo era un fenómeno previo a la pandemia y se agudizó, e hizo más visible, con la declaración de ésta.
El mundo del trabajo, el mundo laboral de quienes producen lo que usamos a diario, de quienes hacen que el mundo marche, se encuentra en plena transformación. Esto debe ser reconocido en su profundidad, y bregar por la protección de esos trabajadores y trabajadoras.
Nuestra constitución nacional, tratados internacionales y las leyes internas hablan de esa protección, de la tutela preferente y protección a quien trabaja. Pero sabemos que no se cumple para quienes no están registrados y trabajan en negro (un tercio del total) o son escondidos con otros formatos legales disfrazados de autónomos o empresarios cuando en realidad son dependientes precarizados. El trabajo no remunerado de las tareas de cuidado, la brecha salarial que desdibuja a ese «igual remuneración por igual trabajo» donde siempre pierden las mismas, se suma a la lista. Todo ello sin hablar del desempleo. Intolerable. Y se sabe por experiencia, que mientras mayor sea el desempleo en un país más desfavorable serán las condiciones que se impongan para quien trabaja.
Se nota que nuestro país no tiene, entre tantas carencias, una legislación laboral para la emergencia. Y en la práctica se da una reforma laboral mediante una catarata decretos de necesidad y urgencia y resoluciones ministeriales. Reforma que en principio favorece a quien trabaja, reforma que debería plasmarse en leyes del Congreso.
Está bien, estamos en plena pandemia. Y esta situación tiende a flexibilizar límites de tolerancias o exigencias de prolijidades, pero cabe la pregunta si pospandemia tendremos una sociedad más o menos desigual. De cualquier forma, la emergencia nunca puede usarse como excusa para habilitar a que trabajadores sostengan por igual con empresarios está crisis (como tal parece desprenderse del recientemente mal llamado «pacto tripartito» entre la CGT y la UIA, que el gobierno afortunadamente y por ahora no lo suscribió). Ni a ningún otro recorte en perjuicio de trabajadores. Todo lo contrario.
De todos modos, la situación descripta no es novedad ni nació con la pandemia: la informalidad y el desempleo son más bien crónicos y hoy se hacen más visible. Y es ese trabajo precario, precarizado, el que más chance tiene de desaparecer en crisis económicas, es lo primero que se corta y, en caso de una eventual reactivación, sería lo último que se reincorpore. Por ello, no es exagerado decir que se pierden empleos o puestos de trabajo para siempre, porque muy difícilmente se recuperen. Además de la reactivación económica demorada, el avance tecnológico y las dificultades de una rápida reconversión en las personas alimentan esa idea.
El trabajo está en plena transformación, en el mundo entero. Hay que estar a la altura de esta revolución y siempre proponer achicar la desigualdad, y que eso se refleje en nuestra realidad.
Por eso, con mayor importancia, se debe poner el acento en el reparto. Más que nunca. El reparto del tiempo de trabajo y el reparto de lo producido por la fuerza laboral (sea o no humana). Repartir siempre estuvo bien y en crisis es mejor e imprescindible.
El trabajo está en plena transformación, en el mundo entero. Hay que estar a la altura de esta revolución y siempre proponer achicar la desigualdad, y que eso se refleje en nuestra realidad. Que exista la menor diferencia posible entre quien gana más y quien gana menos. En el fondo, las históricas luchas de trabajadores nos enseñan a perseguir la igualdad.
Y no estaría mal empezar a juzgar a los gobiernos por como tratan a quienes trabajan. Por la diferencia entre lo que se dice y lo que se protege. Por cuanto honor le rinden, cotidianamente, al primero de mayo.