La pandemia ha puesto en el centro el sentido más propiamente político de la salud pública y el gobierno de los cuerpos: cuarentena, distanciamiento social, y un largo etcétera. La biopolítica vuelve al centro de la escena, pero con más preguntas que respuestas.
Estamos incómodos. Quizás no todos, es cierto. O quizás no todos lo estemos del mismo modo. El encierro, el aislamiento obligatorio, la cuarentena, pongámosle el nombre que queramos, no nos “pega” a todos con igual intensidad, en el mismo grado. Tampoco nos “toca” -valga la ironía- de la misma forma la distancia física que tenemos que guardar con nuestros seres queridos, con el otro. La suspensión parcial y transitoria, o por lo menos eso es lo que esperamos, que ésta sea una suspensión parcial y transitoria aunque ya sepamos que cuando afloje la herida o la huella que nos va a haber dejado va a ser indeleble, de los vínculos con los que día a día construíamos hasta hacía poco nuestra vida, nuestra lesionada rutina, nos afecta. Nos afecta a todos. Incluso a quienes están acostumbrados a una vida más solitaria, a vivir y a arreglárselas solos. O quizás a ellos, a estos últimos, les afecta más que a nosotros, los que por lo menos conservamos el vínculo físico, es decir en personne y en chair et en os, como solía escribir un célebre filósofo argelino-francés, con quienes vivimos bajo un mismo techo, con quienes viven con nuestra compañía y nosotros con la de ellos. La soledad, bien lo sabemos, es un trago amargo para muchos más que para otros. Pero en definitiva, un poco más o un poco menos, en mayor grado o en menor medida, con más profundidad o calando menos hondo, el contexto que se nos impone: el encierro y el aislamiento, no le es indiferente a nadie porque no le puede ser indiferente a ninguno de nosotros.
Sin embargo, esta incomodidad tiene en el fondo también algo de extraño: la sensación de que lo necesario se volvió o se está volviendo insoportable. Yo diría que ahí está, más allá del encierro y el aislamiento, que nos resultan incomodos en sí mismos, la incomodidad tan particular de este contexto. ¿Qué es lo necesario? Pues bien, lo necesario es precisamente eso: frente a la amenaza de la pandemia, es necesario encerrarse, aislarse, “encuarentenarse”. Suspender los vínculos y relaciones que antes mencionábamos, sobre todo los que teníamos con nuestros seres queridos, bajo la forma de la presencia física y en carne y hueso, en persona, por algún tiempo. Por lo menos por el tiempo que dure “esto”. Hay un dato, de hecho, que confirma la necesidad de estas medidas que están tomando los diferentes gobiernos, del signo que sean, comunistas, liberales, conservadores, socialdemócratas, peronistas, y del país del mundo de donde sean, europeos, sudamericanos, asiáticos: ya ni los líderes políticos más incrédulos y que mayores resistencias ofrecían a la cuarentena y al aislamiento, Trump y Boris Johnson, por caso, las objetan. Las terminaron adoptando, a regañadientes y en versión light en principio, y luego sin más vueltas y en forma estricta. Hoy, a diferencia de hace sólo unos pocos meses, ni siquiera osan criticarlas. Se aferraron como todos a la única certeza que tenemos: que el único medio cierto para frenar el contagio del coronavirus es el control estricto de la circulación de las personas, la distancia celosa entre éstas y, sobre todo, la permanencia cuidadosa en nuestras casas -los que tenemos, por supuesto, la fortuna de tener un techo: para el resto… ése es otro tema-.
Pero en definitiva, un poco más o un poco menos, en mayor grado o en menor medida, con más profundidad o calando menos hondo, el contexto que se nos impone: el encierro y el aislamiento, no le es indiferente a nadie porque no le puede ser indiferente a ninguno de nosotros.
Hasta que no encontremos la vacuna, éstas son las únicas medidas que tenemos al alcance de la mano, es decir: es la única “vacuna” realmente existente, como solían decir de Ípola y Portantiero sobre los populismos, que tenemos. En este preciso sentido, esto es lo necesario. Es lo necesario en el sentido más estrictamente epidemiológico, entonces: porque evitando el contagio evitamos al mismo tiempo el crecimiento geométrico de casos y el colapso de los sistemas de salud que esto último conlleva, como ya hemos visto suceder en su máxima crudeza en Italia -se trata de “achatar la curva”, en la jerga médica-, y es lo necesario, por otro lado, en el sentido de que es lo más evidente: no contamos, insisto, con otro modo de combatir la pandemia. Sin embargo, está claro, las consecuencias de estas medidas se empiezan a sentir cada vez con más fuerza: semejante quiebre de nuestra forma de vida tiene sus efectos, en buena medida los que venimos indicando, y es por eso que lo necesario, epidemiológica y evidentemente hablando, se volvió o se está volviendo también insoportable.
Este particular contexto, por ende, nos enfrenta al siguiente interrogante: ¿cuánto tiempo más podemos soportar lo necesario, el aislamiento obligatorio o la cuarentena, el encierro? O mejor aún: ¿cuánto tiempo más es posible la suspensión física y en carne y hueso de nuestros vínculos afectivos más importantes (ya ni hablo de los otros)? Se trata, en realidad, de interrogantes que esconden un verdadero dilema que, como todo dilema, parece ciertamente irresoluble: porque lo que pareciera en esta coyuntura ponerse en juego, la disyuntiva real, profunda e irreversible a la que nos enfrenta la amenaza pandémica es la de la elección entre la vida y la vida. Tenemos, por un lado, el polo de la vida entendida en su forma “nuda”, el polo que nos indica que la elección correcta es el privilegio de la salud, la conservación biológica de nuestra vida: evitar contagiarse para reducir las posibilidades de morirse es la premisa que la guía. Pero existe, por otro lado, el polo exactamente opuesto, el de la vida entendida en su forma más humana, el polo que nos muestra en nuestra condición política, que es la que remite a nuestra capacidad de elegir nuestra forma de vida en común, el modo en el que vamos a vincularnos y vivir colectivamente. Sobre esto último y sobre la relación entre estos dos “polos” hay una larga literatura: la conocemos con el nombre de filosofía política.
Vamos al ejemplo clásico: cuando en el Libro Primero de la Política Aristóteles describía la diferencia entre los seres humanos y el resto de los animales gregarios, sostenía que la diferencia entre los primeros y los segundos era una cualidad o una característica evidente: que nosotros poseemos, a diferencia de estos últimos, el logos o la palabra, es decir la capacidad de tener el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto. Y es esta última cualidad o característica, precisaba el filósofo griego, la que nos permite vivir en comunidad o, mejor aún: la que funda las diferentes formas de ser de la comunidad. Es en este preciso sentido que la pandemia nos enfrenta a un dilema que parece irresoluble: o suspendemos parcial y transitoriamente nuestra condición política, en pos de la conservación de nuestra vida, o resignamos parcialmente esta última en pos de defender la capacidad de elegir nuestra forma de vida colectiva y de habitar, sobre todo, los espacios en los que esta elección tiene lugar desde la antigüedad hasta nuestros días: el espacio público como espacio compartido entre muchos, por un lado, y los espacios en donde la política circula y donde ésta no sólo se reduce a los pasillos del Estado (creo que no hace falta mencionarlos, pero lo hago: las Universidades, por ejemplo, en cuyas aulas no sólo se “transmite” el saber de turno, las reuniones entre amigos, con colegas y con desconocidos, el análisis). El dilema, entonces, también se multiplica: ¿estamos realmente preparados para cambiar nuestra forma de vida sin más mediación política que la de la gestión de la vida? ¿No tenemos otras alternativas? ¿No es hoy, más que nunca, una necesidad pensar estas alternativas? ¿Cómo salir, en fin, de este dilema cuya rara incomodidad parece, por momentos, que nos paraliza?
Es precisamente Foucault quien quizás mejor o con más herramientas pensó esta gestión de la vida que hoy aparece en la superficie misma de esta coyuntura, amenazándonos con esta “reducción” peligrosa de la política, en el estricto sentido en el que intentamos apenas apuntar más arriba. Por supuesto que no vamos aquí a recuperar viejas, remanidas y repetidas hipótesis escatológicas, apocalípticas o tremendista (como la del fin del capitalismo y un nuevo inicio de la era comunista, a la Zizek), ni mucho menos advertir sobre el fin de la historia o sobre la desaparición sin más de la política. Las denuncias en contra de la desaparición de esta última y la posición escatológica del fin de la historia ya vienen siendo hechas hace tiempo en las Ciencias Sociales, en la Filosofía y sobre todo en la Filosofía política. Pero les tengo malas noticias: fracasaron todas y cada una de ellas casi con la misma fuerza e ironía.
El dilema, entonces, también se multiplica: ¿estamos realmente preparados para cambiar nuestra forma de vida sin más mediación política que la de la gestión de la vida? ¿No tenemos otras alternativas?
Lo que quisiera hacer acá es, en todo caso, abordar el dilema en el que estamos, que tanto nos incomoda a muchos de nosotros, comenzando a pensarlo en su “imposibilidad”, en su incomodidad -insisto- constitutiva. Y es por ello que propongo volver a Foucault y a su viejo paradigma de la biopolítica pero -lo veremos enseguida- no para prenderle velas como solemos hacer muchas veces erróneamente en la “Academia” sino para dejarlo ir sin culpa y así despejar un poco la neblina que parece no dejarnos ni siquiera ver un árbol en este bosque repleto de turba que es hoy nuestro día a día. Dejemos entonces de lado el denso entramado teórico que lo explica y vayamos a un ejemplo para comprenderlo porque, como siempre sucede con los diferentes campos de saber y con sus tecnicismos, la cuestión es mucho más sencilla de lo que parece.
El ejemplo que mejor explica el funcionamiento de la mentada biopolítica en nuestras sociedades actuales es lo que llamamos salud pública. Ésta, lejos de ser una palabra impoluta y específica del campo de la medicina, o precisamente en parte por ello, es una categoría política. O lo es por lo menos en nuestra época, si es que existió en alguna otra. Con ella y a través de ella se designa en suma el nudo entre política y vida que gobierna buena parte de las distintas esferas que componen nuestra vida (tampoco son todas, no exageremos, no le prendamos velas -insisto- a ningún paradigma). Con ella y a través de ella, dicho de otro modo, se gestiona desde el Estado (aunque no exclusivamente, va de suyo) y a través de políticas muy específicas (y no tanto) nuestra vida en su sentido reducido: desde planes de vacunación obligatorios (por supuesto necesarios, no ponemos ni la más mínima duda sobre ello, estamos yendo hacia otro lado) hasta la prohibición estricta de conductas (como la de fumar en lugares semi-públicos o compartidos). Todas ellas se realizan, se publicitan y se aplican en nombre de la salud pública. ¿Qué es entonces la salud pública? ¿Qué nombramos cuando la nombramos? Nombramos, de un modo muy específico, con una de las tantas categorías políticas con las que contamos para hacerlo, ese nudo entre política y vida que Foucault llamó biopolítica, es decir un modo de gobierno de nuestros cuerpos y de nosotros mismos.
Con la amenaza de la pandemia, si hay algo que salió a la luz y bien a la superficie, que se impregnó y se impregna cada vez más en el debate público con la fuerza que la coyuntura amerita, es desde luego esta categoría (bio)política de salud pública. Las razones de este brote y de la impregnancia de esta categoría en el debate público son obvias: estamos en una pandemia. Pero además, y porque estamos en una pandemia y no es el siglo XII, estamos presenciando la transparentación más llana e intensa -o eso es lo que creo- de este nudo entre política y vida. Porque es la época, en buena medida, de la biopolítica. Por eso también la diferencia con otras pandemias. Por eso, quizás, esta vez “se paró” el mundo. Pero ese es otro tema. Lo que quiero decir es que frente al riesgo que representa el coronavirus, es necesario cuidar la salud pública, que es cuidar la salud tuya, la mía, la de él, la de ella y la de todos nosotros juntos. Porque si hay algo que define -y que no dije pero va de suyo- a esta categoría es también su dimensión colectiva. La salud pública es además de una categoría política, o precisamente porque es una categoría política, un hecho social en el estricto sentido que lo entiende Durkheim. Designa, digámoslo con algo de prisa, la existencia de la biopolítica como hecho social de una época específica: la de la gubernamentalidad moderna o, más bien, la de la gubernamentalidad neoliberal. Es, por ende, el todo que el sociólogo francés diferenciaba de sus partes, de la sumatoria de estas últimas. La suma de las partes no hace al todo porque el todo está en el todo antes que en las partes. Como los pedazos de un reloj, que separados y juntados en una bolsa no hacen un reloj sino pedazos o partes de un reloj. El reloj es más que la suma de sus partes. Es una realidad sui generis, decía Durkheim, como la sociedad misma (el hecho social por excelencia). Éste es, en efecto, el estatuto que también define a la categoría de salud pública como categoría política, social, histórica, biopolítica.
La salud individual de cada uno de nosotros hace a la salud de todos, que por supuesto no es la suma de nuestras saludes individuales. Es ahí, entonces, cuando entra el Estado, cuando es necesaria la gestión de la vida a partir de las políticas públicas. Pero hoy en día, decía, el carácter colectivo de esta categoría de salud pública está a la vista y es más evidente que nunca: aislarse y no circular más de lo estrictamente necesario, cuidarnos del contagio guardando distancia entre los individuos, no sólo es una forma de cuidarse a uno mismo sino a los otros, es un modo de cuidarnos entre todos. Pero es también, volviendo a Foucault, un modo de gobernarnos, de “dirigir” nuestras conductas, de hacer sujetos y normalizarlos (para decirlo como, supongo, le hubiese gustado al propio Foucault). Y vaya si lo es: hoy estamos todos encerrados, aislados y caminando con barbijos por las calles en virtud de un decreto, de políticas públicas muy específicas que con toda legitimidad nuestros gobiernos han dictado en defensa de la salud pública. Gestión de la vida, estado de excepción mediante, en su máxima expresión. A pleno.
La salud individual de cada uno de nosotros hace a la salud de todos, que por supuesto no es la suma de nuestras saludes individuales. Es ahí, entonces, cuando entra el Estado, cuando es necesaria la gestión de la vida a partir de las políticas públicas.
Sin embargo, si esta última afirmación muestra -en forma sencilla y algo esquemática, es cierto- la vigencia del paradigma de la biopolítica para explicar el presente, y uno podría decir también, entonces, las decisiones de nuestros gobiernos, al mismo tiempo lo hace trizas, lo aniquila y lo hace volar por los aires (justo por allí por donde, parece, queda suspendido en pequeñas y diminutas gotitas de agua este virus que nos dejó, a nosotros y al mundo, como dice Alexandra Kohan, “pedaleando -justamente- en el aire”). Porque la defensa de la salud pública, la categoría misma de salud pública es en nuestros días mucho más que una categoría biopolítica. Es el verdadero paraguas bajo el cual nos refugiamos agazapados para contener el coronavirus. Las políticas coordinadas de gestión de la vida realizadas desde los Estados, el aislamiento social y obligatorio, la cuarentena, el distanciamiento social, etc., son nuestra verdadera defensa contra esta enfermedad que puso patas para arriba a buena parte de los sistemas de salud más importantes y eficientes del mundo -o eso es lo que creíamos hasta ahora, que éstos eran los sistemas de salud más importantes y eficientes del mundo- y que mató ya a miles y miles de personas en todo el globo. Si todas éstas son medidas para gobernarnos, para “dirigir” nuestras conductas, para gestionar nuestra vida y nuestros cuerpos, como aclaraba Foucault en Nacimiento de la biopolítica: ¡bienvenido sean! -esta última es una afirmación seria y al mismo tiempo una ironía, lo aclaro por las dudas-: ¡pues no tenemos vacuna! Esto es lo que está, resumiendo, en el corazón del dilema que mencionaba al principio, de la incomodidad que resulta de este contexto, de la conversión de lo necesario en insoportable. Así de complejo y contradictorio, de “empiojado” es el presente que estamos viviendo. Un presente que se juega, parece y volviendo a nuestro argumento del inicio, entre la vida (como forma de vida en común, tal cual la conocimos hasta ahora) y la vida (en su sentido reducido), entre la salud pública como categoría de la biopolítica, como una forma específica de gubernamentalidad, y la salud pública como refugio contra el coronavirus.
Este tiempo abre entonces un enorme abanico de preguntas. La más importante, sin dudas, es la que no puede quedar nunca suspendida, la pregunta que nos convierte en algo más que simples animales gregarios, que nos convierte, como decía Aristóteles, en animales políticos (y no hablo sólo de los dirigentes políticos). Hoy, quizás más que nunca, esa pregunta está tomando una forma bien concreta, la vieja forma que adoptó el interrogante en su versión leninista, que como decía Sarmiento en el Facundo, deberíamos volver a recoger “sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre sus cenizas”: ¿Qué hacer? O bien, como escribió hace unos pocos días Martín Rodríguez: ¿Cuánta obediencia y cuánta confianza en lo que dice el Estado? Preguntas.