La solicitada se ha vuelto el instrumento predilecto de intervención pública de los contingentes de intelectuales. Entre la jactancia y la vociferación se reclama un debate público que, a pesar de lo dicho, pocos están dispuestos a dar de manera genuina.
Argentina es un país particularmente fecundo en colectivos intelectuales de diferente inclinación ideológica que deciden intervenir en la esfera pública de diversas maneras. Este fenómeno parece haberse intensificado en los últimos años, con algunos casos más resonantes que otros. La oleada sigue, y el COVID-19 parece no haber hecho otra cosa que exacerbar eso.
Por detrás de cada intervención de este tipo, subyacen una serie de supuestos –más o menos explícitos– con respecto a ese colectivo indefinido, su rol público (o su responsabilidad), la relación entre la toma de posición política y la neutralidad, el vínculo entre intelectuales y poder, y otra serie de tópicos que reaparecen incesantemente cada vez que esto ocurre.
Desde Lenin hasta Enzo Traverso, pasando por Gramsci, Bourdieu o Bobbio (o Beatriz Sarlo, entre los argentinos), son muchos los autores –la mayoría de, sino todos, ellos también, a su modo, “intelectuales”– que han reflexionado sobre esta relación que encuentra sus raíces en el tristemente célebre affaire Dreyfus y el J’accuse…! de Émile Zola. Traverso advierte, en su libro ¿Qué fue de los intelectuales?, que estos vivieron su esplendor durante el siglo XX, pero que en la actualidad se encuentran en crisis atravesados por el proceso de profesionalización universitaria y el estallido de los medios de comunicación y las redes sociales.
Consejero del príncipe o crítico irredento, legislador o intérprete, militante o escéptico. Esta tensión constitutiva se presenta, a veces, como una frontera porosa que se cruza todo el tiempo y, otras veces, como una inflexión más o menos ostensible en una trayectoria personal. En el centro del problema se encuentra la relación con el poder político y el Estado. Algunos, como el propio Traverso, exacerban el componente crítico y disidente del intelectual, una especie de vocación opositora crónica. Otros, exaltan el compromiso público y la adhesión militante, con conversiones posibles en adictos o, incluso, en funcionarios. Nuestro país conoce varios ejemplos de ambos tipos, que se presentan como modelos contrapuestos. No hace falta siquiera nombrarlos.
Del escritor polemista de antaño, independiente y holístico en sus intereses, migramos al predominio de los profesionales universitarios, especialistas acreditados. Ya casi no hay ejemplos de escritores o artistas considerados intelectuales sin más.
Del escritor polemista de antaño, independiente y holístico en sus intereses, migramos al predominio de los profesionales universitarios, especialistas acreditados. Ya casi no hay ejemplos de escritores o artistas considerados intelectuales sin más. Como si intelectual se hubiese convertido en una palabra para designar otra cosa: académico que interviene en la esfera pública. Primero el doctorado, después la opinión. Para los viejos polemistas, la intervención pública se legitimaba a sí misma, se ponderaban tanto la calidad literaria de sus artículos como el estilo con que ejecutaban sus hondonadas argumentales. El vituperio y la descalificación funcionaban, en oportunidades, como un aditamento posible en esa esgrima argumental (donde las credenciales, o falta de ellas, ocupaban un lugar por cierto). La calidad literaria no siempre redundaba en civilidad. Las polémicas célebres (entre Sartre y Camus o entre Sarmiento y Alberdi, solo por mencionar algunas) –que a veces escondían enemistades y otras veces las sobreactuaban– abundaron en todo el siglo XX y han dejado piezas argumentales de envidiable calidad literaria, a mitad de camino entre el intercambio de pareceres y el insulto solapado.
En el siglo XXI ese modo de la discusión pública no parece dar signos de gran vitalidad, sobre todo en lo que respecta a la idea de discusión como intercambio de ideas. A pesar de que se han multiplicado las posibilidades de intervenir, las ideas naufragan entre lo mediático y el nicho. La aparente democratización que atraviesa la dinámica del intercambio en las redes sociales y la infinita capacidad de producir discursos alternativos han puesto en crisis a ese intelectual con mayúsculas. Estos discursos consagrados en el prestigio de sus enunciadores colisionan con una esfera pública mediada por las redes sociales y dominada por discursividades fragmentarias e irónicas, como ha analizado Santiago Gerchunoff en su último ensayo. El efecto democratizador, así sea como resultado de la anarquía, la repentización y el insulto, es indudable: los enunciadores se equiparan al margen de sus credenciales e, incluso, de lo que tengan para decir. La ocurrencia vale más que el saber. Pero solo en ese campo. Las redes sociales no son –por suerte– todo, ni tampoco el escenario excluyente de definición de la política y el pensamiento. En las redes, con una marea de argumentos y diatribas, el modo de polemizar cual esgrimista avezado de otrora (con reglas, al menos de cortesía), se vuelve más una pelea de borrachos, a tientas y con lo que se tiene a la mano. El prestigio ya no se juega en las propias batallas argumentales, es una externalidad que se activa, a modo de capital latente, para descalificar al adversario: “¿vos sabés con quién estás hablando?” (a lo que puede sucederle tranquilamente la frase inmortalizada por Guillermo O’Donnell: «Y a mí qué mierda me importa»). Al mismo tiempo, las opiniones expresadas públicamente tensionan ese prestigio y saber. No pocos han sido juzgados negativamente por sus opiniones en función de sus credenciales académicas (“¿Cómo un historiador va a decir eso?”) o viceversa. Ese límite no está claro, a pesar de los esfuerzos denodados que han existido para demarcarlo. En la actualidad, con el saber médico y la salud pública en el ojo de la tormenta, esta cuestión ha tomado un cariz diferente, pero bajo los mismos supuestos conflictivos.
El predominio de profesionales universitarios en los contingentes de intelectuales hace que las credenciales académicas y las titulaciones ganen un lugar que antes no tenían, o al menos no del mismo modo. Eso produce, por un lado, que la validez de sus argumentos provenga de una expertise ratificada en otro ámbito y, por el otro, que se vuelva difícil la convivencia con figuras públicas sin esos galones (Juan Acosta, o cualquier otro). Este sesgo elitista (y meritocrático, según se quiera) no es tan chocante, en general, en las opiniones a título personal y con firma, pero sí en esa curiosa modalidad de intervención colectiva en forma de solicitada, manifiesto o programa. ¿Es la solicitada o la proclama colectiva un genuino intento de intervención pública? O se trata más bien de un mero ejercicio encubierto de autoafirmación, “porque nuestra voz merece ser escuchada”. Y agregaría, “más que otras”. Los diversos grupos de intelectuales (macristas, kirchneristas, progresistas, de izquierda): ¿buscan dar un aporte genuino con ideas o son un conjunto de “queremos que nos escuchen”, “tenemos una voz autorizada para decir esto y apoyar a este candidato”? Quizá ambas, pero la segunda parece primar la mayoría de las veces sobre la primera.
Las dudas con respecto a este tipo de iniciativas (que no se debe leer como una censura) tienen que ver, en primer lugar, con su nula vocación para el debate –ya que se trata, en la mayoría de los casos, de tomas de partido sin más– y su escaso impacto en un público más amplio. Por lo general, y hay pruebas de sobra, lo que desata es una multiplicidad de “réplicas” (entre comillas porque poco tienen de intercambio de argumentos), siempre entre pares, con respecto a la validez o consistencia de esa posición, más atentos a los firmantes que a los argumentos. A la solicitada le sigue una contra-solicitada, y así en loop. En segundo lugar, el elitismo implícito de esas proclamas no deja de ser problemático, alzar la voz por sobre las demás ostentando cierto prestigio para legitimar una opinión. Lo que resultaba un instrumento útil y deseable en tiempos autoritarios (el prestigio o la popularidad, en ocasiones, podía salvaguardar a la persona que sostenía una opinión inconveniente), se vuelve redundante en democracia y, si se trata de un fin en sí mismo (por el solo hecho de expresarse), parece un ejercicio bastante módico.
Aunque no lo quieran, en la intervención pública de los intelectuales siempre hay una dosis se autopromoción y narcisismo, una creencia en la propia superioridad. Algo de eso es casi condición necesaria de alguien que considera relevante su propia voz, pero la jactancia no lo es.
Aunque no lo quieran, en la intervención pública de los intelectuales siempre hay una dosis se autopromoción y narcisismo, una creencia en la propia superioridad. Algo de eso es casi condición necesaria de alguien que considera relevante su propia voz, pero la jactancia no lo es. Pero, finalmente, el prestigio vale bien poco si no se logra afectar, de algún modo, las esferas de decisión. El intento de influir en las decisiones públicas, ya sea interpelando al poder de turno o, por el contrario, agitando a los sectores opositores, está detrás de todas estas intervenciones. Pero esa vocación ha encontrado límites notables, salvo en los casos en que los intelectuales se han vuelto políticos profesionales, perdiendo, por lo general, su primera condición. El lenguaje y los códigos de la política no son idénticos al de los intelectuales, las verdades agitadas desde la tribuna se llevan mal con las urgencias del poder, la ética de la convicción sobrevive mal entre los pragmáticos de la responsabilidad. Basta con recordar el torpe intento de Carta Abierta por laudar en favor de la candidatura de Florencio Randazzo, en detrimento de Daniel Scioli, o, más aquí en el tiempo, el repudio del Club Político Argentino, en su mayoría oficialistas declarados, a la acción del gobierno de Macri con respecto al caso Chocobar. En ambas oportunidades quedó en claro el grado de (no) influencia de estos contingentes de notables calificados.
Tan cerca y tan lejos del poder, los intelectuales sobreviven e intentan incidir. Proclives al auto-examen, mas no a la autocrítica, intentan reflexionar sobre su rol en las sociedades contemporáneas, ya sea como faros, analistas, especialistas, asesores o simples ciudadanos. ¿Un mundo sin intelectuales? Ese es el sueño húmedo de los dictadores. Pero todavía estamos lejos del paraíso de los demócratas, un mundo de intelectuales. Los saberes y las certezas, el prestigio y las credenciales, se ponen en juego de otra manera en la era de la diversidad y los particularismos. Los intelectuales conviven en un mundo de ruido, con muchas voces superpuestas y disonantes. El desorden iguala, tal vez de manera paradójica. Quizá sería buen momento de llamarlo pluralismo y amigarnos con él.