En la historia más que centenaria del socialismo argentino, Hermes Binner ocupará algunas de sus páginas más importantes. Reflexionar sobre su impronta y su legado es, al mismo tiempo, una manera de pensar el futuro del socialismo.
En aquellos viejos debates –esos que alumbraban al socialismo de principios del siglo XX– hubo unos que, hartos ya de todo, levantaron la mano, o el puño, según se quiera. Una mano que, desde el fondo, se alzaba como diciendo: “Muchachas, muchachos: ya tenemos el socialismo teórico, lo que falta es el socialismo práctico”. Ya habían escrito Lassalle y Marx, ya habían hablado Owen y Fourier, ya habían dicho lo suyo los socialistas cristianos, ya estaban blandiendo sus ideas las sufragistas de la izquierda. Había, como dijo una vez Karl Liebknecht, que “estudiar, que organizar y que difundir”. Pero también había que gobernar. La política se hace, sobre todo, cuando se hace política. Con otros y, sobre todo, para otros.
Es cierto: se debatía más, se pensaba más, se militaba mejor. La bandera roja flameaba por igual en partidos que incorporaban todo: trabajadores y clases medias, socialistas liberales y socialistas marxistas, progresistas evolucionistas e imaginadores utópicos que creían que, por fin, un día, llegarían a esa tierra prometida. El socialismo plural no quería ser la expresión de la izquierda: el socialismo era la expresión de la izquierda. De esa izquierda que, como sabemos, iba a dividirse pero no para reproducirse: a veces, simplemente para dividirse. Como si su hora siempre fuera un “más tarde”, en unos cinco minutos que cada vez se alejaban un poco más. Hasta que, por fin, llegaban.
Había, como dijo una vez Karl Liebknecht, que “estudiar, que organizar y que difundir”. Pero también había que gobernar. La política se hace, sobre todo, cuando se hace política. Con otros y, sobre todo, para otros.
Los nombres de Jaurés, Lassalle, Prampolini, Labriola y Keir Hardie, convivían mejor entonces. Quizás por eso hoy ya casi nadie sabe quiénes eran. Los socialistas argentinos los habían traído acá, de la mano de La Vanguardia, antes incluso que del Partido Socialista. Porque como todo socialismo, el argentino también fue primero teórico y después “práctico”. Primero el diario, las ideas, la difusión. Después la organización. De la mezcla entre los debates de los más celebérrimos dirigentes –el de Justo con Ferri sobre la posibilidad de un socialismo que fuera a la vez rojo y argentino– y las luchas del incipiente proletariado, con más necesidades que veleidades, nació un partido, que aspiraba a ser el de toda la clase obrera. Pero no mucho tiempo después: apenas un poco.
Las modulaciones de la historia argentina, lo sabemos, fueron las que fueron. Las de un Partido Socialista potente y modernizador –no solo igualador social, sino progresista, en el sentido más lineal y evolucionista de la idea de progreso– que iba a perder su predominio obrero (hasta entonces compartido con comunistas y anarquistas) con esa fuerza poderosa que es el peronismo. Antes, sin embargo, hubo una historia. La cantaleta de siempre, la que nos sabemos todos: la organización obrera, las ocho horas, la lucha por la igualdad de género, el combate por el sufragio femenino. Pero también algo más. Algo que se diluyó en el discurso oficial –vaya a saber uno por qué–: una promoción incansable de la solidaridad comunitaria, desde la raíz y codo a codo, que se expresaba en las Casas del Pueblo, verdaderas usinas culturales en las que el ascenso social se fomentaba, también, a través de la movilidad cultural. El socialismo que era tanguero y arrabalero, a la vez que pretenciosamente operístico. Ateneos Obreros en los que los obreros aprendían a leer, pero también a divertirse. Lugares donde era tan importante desentrañar la propia opresión, que anidaba en la condición de clase, como liberarse de ella, a través de los derechos laborales, sí, pero también a través del ocio, la camaradería fraterna y el descanso lúdico.
Pero la historia nuestra es, lo sabemos, más dialéctica de lo que imaginaban los mismos socialistas –y de lo que proclaman hoy muchos de los que se hacen cargo de esa palabra–. La dialéctica –que en realidad se lleva mal con la idea lineal de progreso– también puede dejarte al costado del camino. Y algo así pasó: porque en la historia hay que saber ubicarse, saber pararse, saber donde estar. Pero no: a veces no se sabe, no se puede, no se consigue.
Los argentinos tenemos una historia particular, pero no más particular que otras. Quizás sea ese, justamente, un rasgo de nuestra peculiaridad: creer que somos más peculiares de lo que realmente somos. El péndulo que nos lleva a creer, un día o por un lado, que somos el mejor país del mundo, y otro día o por otro lado, que somos un país de mierda. Y no: somos el país que somos. 1945 no fue el fin de la historia socialista, apenas un parteaguas. Un momento de división en mil pedazos, de una historia de errores y hororres, pero también de aciertos y pequeñas épicas. Los ignorantes por voluntad –que al final son los que mandan– cuentan una historia en la que no cabe ninguna otra cosa que un socialismo antiperonista, como antes, cuando el socialismo luchaba por los derechos sociales de los postergados, se le acusaba –lisa y llanamente– de antiradical. Y no: ni una ni la otra. O más bien: la una pero también la otra y la de más allá. 1945 fue, es cierto, el año en el que el socialismo quiso honrar su historia riñéndose con ella. Era un socialismo en plural, pero atravesado por la discordia y el resentimiento, y un reproche silente, y tal vez injusto, por no haber estado a la altura de la historia. La fractura se manifestaba en hitos y referentes, en valores y proyectos, el pasado común pesaba menos que las diferencias póstumas. Los socialistas más liberales se reconocían en Repetto y admiraban con culpa a Ghioldi, los más latinoamericanistas podían blandir a Palacios o a Ingenieros, las feministas encontraban en Alicia Moreau su referente, los más nacionalistas apelaban a Ugarte y miraban de reojo a Puiggrós y a Ramos. Hubo socialistas con Perón como luego los hubo con Alfonsín, los hubo revolucionarios y los hubo claudicantes, adentro y afuera de los partidos hubo socialistas, una gran familia dispersa que, incluso con rencores viejos y miradas esquivas, esperaba el día para volver a reunirse en torno a una mesa. No había, como dicen sus detractores, un Partido Socialista: había una miríada de nuevos partidos nacidos bajo las más diversas premisas que habitaban ya en el viejo. La historia mal juzgada refleja más al que hace el juicio que a aquel al que sienta en el banquillo de los acusados.
El desacuerdo, mutado en llana antipatía, había dejado ese rico legado mutilado en mil pedazos. Quizá, sin quererlo ni esperarlo, sin predicar ni adoctrinar, fue Binner quien vino a intentar suturar esos años de incomprensión y debates estériles. Un político que, a priori, no parecía tan interesado en esos debates como aquellos viejos compañeros, pero que, a diferencia de ellos, tenía los dos pies en la política. La política que reconcilia las ideas a través de la práctica concreta. La política que cambia las cosas. El socialismo se peleaba con su historia, al punto que parecía no querer hacer ninguna. A veces, se necesitan otros hombres para poder volver no a las fuentes teóricas, sino a las prácticas: hacer política y ya.
Por ello, la figura de Hermes Binner es difícil de ubicar en esa historia. Porque se reconocía en ella y en su linaje, pero, a la vez, la protagonizó con un sello muy propio. El antiguo PS –dividido entre antiperonistas, no-peronistas, filo-peronizados e izquierdizantes– que había dado cuadros a la derecha y a las organizaciones revolucionarias. El amor incondicional a Alfredo Palacios, ese personaje icónico por su bigote y su “atiende gratis a los pobres”, pero también por su socialismo irreductible y su criollismo, de poncho y pistola, que tanto incomodaba a propios y extraños. Binner también fue hijo dilecto de ese nuevo socialismo popular que, de la mano de Estévez Boero, llamaba a votar Perón-Perón mientras reivindicaba a Mao. Que en el 83 coqueteaba con Lúder desde un enfoque “argentino y socialista” para finalmente presentarse en solitario y terminar, en los albores del tiempo alfonsinista, reivindicando la democracia ya no como “vía al socialismo”, sino como la única forma deseable de éste. Y, finalmente, el reencuentro difícil con esos otros compañeros socialistas que en alguna bifurcación de la historia habían optado por un camino diferente. La unidad se volvió condición y objetivo de ese socialismo en clave democrática, que volvía a reconocerse en el legado de Justo, pero que también estaba obligado a hacer un ajuste de cuentas con su historia, sin flagelarse pero sin hacerse concesiones a sí mismo. Una evolución teórica que era, también, una evolución práctica. El socialismo había sido confinado a pocos distritos metropolitanos, en los que representaba a clases medias urbanas con ideas de izquierda progresista. Debía asumir, sin olvidarse de los más humildes, que ese nuevo socialismo iba a ser de ciudadanos y ciudadanas, con la democracia como condición y la participación como imperativo.
La unidad se volvió condición y objetivo de ese socialismo en clave democrática, que volvía a reconocerse en el legado de Justo, pero que también estaba obligado a hacer un ajuste de cuentas con su historia, sin flagelarse pero sin hacerse concesiones a sí mismo. Una evolución teórica que era, también, una evolución práctica.
Binner siempre pareció cabalgar sobre la idea del “socialismo unido” que tanto desvelaba a su mentor, el del retrato que lo acompañó a la Casa Gris: Guillermo Estévez Boero. Una idea que, en el propio PS, se tradujo en el concepto de síntesis, una síntesis difícil, sembrada sobre desconfianzas pretéritas y la creencia genuina en el diálogo fraterno. El debate no era, sin embargo, meramente ideológico. El socialismo tenía que volver a reconstruirse desde el territorio, con su gente y de sol a sol. Además de algunas otras ciudades, donde el viejo prestigio batallaba por no ser ya un mero recuerdo o una antigualla del pasado, Rosario fue “la tierra elegida”. El territorio donde el Movimiento Nacional Reformista había dado sus primeros pasos y donde el PSP había construido su casa. Tierra donde Estévez Boero había sembrado su semilla junto a Ernesto Jaimovich, Héctor Cavallero y Juan Carlos Zabalza. Donde Binner hizo sus primeras armas y, junto a él, otros cientos de compañeras y compañeros.
El declive del alfonsinismo y un peronismo escorado hacia la derecha con Menem (que se llevó con sus cantos de sirena a Héctor Cavallero, uno de los mejores de ese PSP en vías de madurez), encontró a Binner en el centro de la escena. Quizá sin esperarlo, pero con el deber de asumir la responsabilidad. Fue allí donde Binner se recibió como dirigente, con otra visibilidad y otros compromisos. Fue ideólogo y mentor de un nuevo armado progresista, con viejos aliados y nuevos compañeros de ruta, con el desafío de ampliar sin perder en el camino la esencia del proyecto de transformación. A la democracia y la igualdad se sumaba otro santo y seña del socialismo a la Binner (y a la Estévez Boero, por qué no): el pluralismo. La de construir con muchos, con los que tenemos montones de acuerdos y con los que tenemos unos pocos. Dialogar con los que piensan como nosotros pero, sobre todo, con los que piensan distinto. Porque la democracia es de todos y con todos. Esos procesos trajeron tensiones, alianzas incómodas y decisiones difíciles. Porque las convicciones y las responsabilidades no siempre se llevan bien, porque hay que elegir, y las elecciones llevan costos.
La gestión binnerista trazaba la reconstrucción del espacio socialista desde el territorio de lo local: primero Rosario, después Santa Fe. Las críticas por izquierda y por derecha arreciaban, pero había un diferencial: Binner le había aportado al socialismo algo de lo que había carecido en esas esferas y en esos años. Su socialismo era uno que no pretendía mostrar que era “racional” o “centrado” ni tampoco “más de izquierda”, era lo que era, en los hechos concretos. Un socialismo –y esto podría traer problemas luego, pero era correcto en tiempo y espacio– que solo tenía que mostrar algo: su capacidad de gobernar la cosa pública. Un socialismo capaz de armar presupuestos, un socialismo capaz de pensar con un esquema democrático de lo público, pero también de ponerlo en marcha. La obra en salud fue parte de ese plan: de la puesta en valor de un sistema integral, concebido desde una perspectiva ideológica y, al mismo tiempo, con una irreprochable solvencia técnica. La reconciliación entre la ideología y la técnica en un marco de la democracia, con acuerdos y desacuerdos, es eso que se llama política. Los que pensaban, y reprochaban, al socialismo que debía ser “más de izquierda” y los que pensaban que tenía que ser “más técnico” o centrista caían siempre ahí: en Binner. Un gestor de la síntesis, de los equilibrios que parecían imposibles. El mismo que recibía institucionalmente a las Madres y a las Abuelas –cuando buena parte de la política institucional les daba la espalda– o que iba a debatir a las asambleas barriales de 2001 siendo Intendente de Rosario –y habiendo roto, consecuentemente, mucho más temprano de lo que se dice, con la ALIANZA– era el que trazaba los planos, junto a un equipo formado, de una salud, una cultura y una educación que ponían lo público en el centro, pero sin perder de vista las exigencias de la calidad y la eficiencia. Porque la derecha siempre encuentra ese flanco: el de los fríos números. La ideología socialista es abierta, pero los números son cerrados. O cierran o no cierran.
Es así que el nombre de Binner es indisociable del de la gestión, contraviniendo ese mantra que, contra los Bronzini y los Arrighi, repetía que los socialistas no sabían, no podían o no querían gobernar. El socialismo entonces se propuso construir organización para transformar la realidad. En ese camino, tuvo que aprender a competir y ganar elecciones, a lidiar con la complejidad de lo público, a poner al Estado al lado del ciudadano. Binner supo ser todo eso. El candidato que atraía las simpatías del electorado, el gestor eficiente e innovador, el gobernante que podía caminar junto al vecino y, más aún, mirarlo de frente.
Lo nacional, claro, fue otro terreno. La gestión local no es similar a la nacional y el socialismo intentó esta última con las herramientas aprendidas en el terruño: pero eran diferentes. Debió terciar en una grieta que le costaba y le resultaba absurda: el socialismo apoyaba las principales políticas sociales del kirchnerismo, pero los sectores “más radicalizados” de éste le daban la espalda (cuando no lo atacaban de manera flagrante). Defendía, a la vez, la democracia pluralista y el republicanismo, a veces coqueteando con sectores de nuestra curiosa derecha vernácula, y su límite fue Macri, al que nunca aceptó como representante del liberalismo argentino ni quiso abrazar como la única alternativa posible. Porque incluso el más pluralista tiene sus límites, modulados por convicciones ideológicas que nunca son vencidas del todo por el pragmatismo necesario para sobrevivir en política.
Binner supo ser todo eso. El candidato que atraía las simpatías del electorado, el gestor eficiente e innovador, el gobernante que podía caminar junto al vecino y, más aún, mirarlo de frente.
Los socialistas soñaron con un Estado Social, con poder conciliar libertad e igualdad, que muchas veces se piensa como una suma, otras como un oxímoron y la mayoría de las veces como una tensión que hay que atravesar mediante el arte de la política. Esa pretensión, loable sin dudas, entró en colisión con la dinámica política argentina, de identidades fuertes y lealtades fluidas. La solución santafesina, que tantos réditos dio, era difícil de ser replicada a nivel nacional e incluso, en ocasiones, se volvió un lastre. No era un problema de Binner: era un problema de lógica pura. De una posición que, para crecer, precisaba alianzas, pero que, para sostener su identidad, no podía ser subsumida por ninguna de ellas. Muchas veces se ha escuchado: “el socialismo debe estar con nosotros, somos los verdaderos progresistas”, o “el socialismo debe apostar a los sectores antipopulistas”. Lo cierto es que el socialismo, para sostener su organización en un país que no se maneja según sus criterios, tuvo que improvisar en un escenario cada vez más estrecho para las innovaciones y las alternativas heterodoxas. Lo intentó, nadie puede decir que no. Logró la respetabilidad local y no ser subsumido en ninguno de los sectores mayoritarios. La supervivencia puede llegar a ser un valor, que quizá parezca módico, pero lo es menos cuando vemos el tendal de fuerzas políticas que han quedado en el camino y de las que ya apenas guardamos un recuerdo. Pero cuidado: también eso hizo al socialismo más vulnerable. La vulnerabilidad, huelga decirlo, solo se supera creciendo. Binner lo hizo crecer, seguramente más que ningún otro.
Binner fue un dirigente mayor de la gestión local y provincial, pero cuya incursión en la política nacional quedó como una promesa trunca, que despertó esperanzas pero tuvo sus límites. No es que la política nacional le quedara grande –no hay que olvidar que ningún socialista obtuvo jamás más votos en una elección nacional–, sino que representó un desafío que quizá le llegó demasiado tarde y con demasiados obstáculos. Binner prefirió evitar los atajos, ni las ofertas circunstanciales, prefirió el camino largo y la construcción parsimoniosa. Pero, lamentablemente, a veces los tiempos de la política, las organizaciones y los dirigentes no coinciden. Lo que había resultado una fórmula exitosa en Santa Fe no pudo replicarse a nivel nacional, las frustraciones fueron equivalentes a las expectativas, y el desgaste enorme. La política nacional manejaba con criterios distintos a los que se verifican en los territorios a los que el socialismo se había acostumbrado, el salto no solo debía ser cuantitativo sino también cualitativo. Quizá el crecimiento y la caída en el espacio nacional fue más un efecto, y un defecto, del propio crecimiento que una muestra de la “imposibilidad” que algunos sectores pretenden achacarle al socialismo. Quizá sea demasiado pronto para balances justos, pero lo logrado no debe ser desdeñado ni despreciado. Pero no como una medalla para colgarse, sino como una experiencia de la que aprender, con sus méritos y sus límites.
A partir de esa idea se montó esa casa común que fue el progresismo, que tuvo residentes permanentes, visitantes ilustres y vecinos incómodos. De las promesas incumplidas del FREPASO hasta la fallida transversalidad (que dejó a otros socialistas en el camino), pasando por ese FAP que tantas alegrías dio y tan efímero resultó. Pero ese progresismo, a pesar de los vaivenes, estableció cimientos para una posición que lo excede y que es, aunque minoritaria, fuertemente representativa: la de un acuerdo sobre la igualdad, la participación y la transparencia que resulta irrenunciable. Que quizá no supo lidiar con las urgencias de los tiempos que corren, entre un populismo que despierta pasiones (también dentro del propio socialismo) y una grieta que sembró discordias (otra vez, también dentro del propio socialismo). Quizás esa “síntesis” porosa era también un logro: la demostración de que hablar con todos no era signo de debilidad o de claudicación. La “avenida del medio” –presentada por sus detractores “de izquierda” como centrismo y por sus adversarios de derecha como una claudicación ante los “otros progresismos”– era, en realidad, una vía propia. La vía que cree que es más útil levantar puentes que tirarlos. Porque lo construido deja una huella indeleble. Los escombros, en cambio, no dejan nada.
La presencia de Binner fue, para muchos, algo más que esto. Fue también la de un hombre honrado, que vivía como pregonaba, y que no dejaba de decirle a sus compañeros que, en el camino, muchos pueden confundirse y torcerse por dinero o por poder. Un discurso que los cínicos de escritorio siempre ridiculizaron, porque los cínicos de escritorio tienen poco que ver con esa vieja cultura de izquierda. La austeridad –una vieja palabra que la derecha pretende ahora disputar– no era lo contrario del goce. Tampoco de un socialismo que pensara en el disfrute: era la condición necesaria para saber que es preciso pararse en el “lugar de los comunes”.
Quizá Binner no fue el intendente que Rosario soñó, pero fue el intendente que la animó a soñar. Quizá Binner no fue el gobernador que Santa Fe imaginaba, pero fue el que quiso imaginar una provincia distinta. Quizá Binner no fue el líder que los socialistas buscaban, pero fue, por sobre todo las cosas, el líder que necesitaban.
Binner fue un líder atípico, peculiar, sin grandilocuencia ni ampulosidades. Más de los hechos que de las palabras, un legado de grandes obras y pequeños gestos más que de discursos para los anaqueles. Es quizá paradójico que un liderazgo tan idiosincrático y, a su modo, personal anidara en un hombre que solo era capaz de pensar en plural.
Binner fue un líder atípico, peculiar, sin grandilocuencia ni ampulosidades. Más de los hechos que de las palabras, un legado de grandes obras y pequeños gestos más que de discursos para los anaqueles.
Sus atributos personales y sus logros de gestión serán recordados por sus compañeros, amigos y, por qué no, ciudadanos que alguna vez confiaron en él. También sus detractores aprovecharán la hora para señalar sus debilidades o claroscuros. Pero nada de eso importa mucho ahora, solo refleja una cosa: su legado más valioso será la huella indeleble que dejó en cada uno que lo conocimos, de cerca o de lejos. Su austeridad y sencillez, esa simpatía sin grandes ademanes, esa cortesía tan ajena a la impostura. Más afecto a la escucha que al soliloquio, la imagen tantas veces vista de Binner sentado en el fondo del salón en alguna actividad de su querido partido muestra tanto su respeto al prójimo como su desprecio por los privilegios.
Ese Binner sentado al fondo del salón, escuchando más que pontificando –y, sin embargo, dirigiendo– es una buena imagen para recordarlo. La de una forma de dirigir que era, a la vez, una forma de escuchar. Como un socialista más, pero no uno cualquiera.