La pandemia, como fenómeno planetario y disruptivo, ha alterado nuestras prácticas y nuestro lenguaje. Nombrar la pandemia, con sus restricciones e implicaciones, es también una tarea política.
“Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”
Ludwig Wittgenstein
El lenguaje político cambia. El lenguaje a secas cambia. ¿Cómo no advertir la transformación del primero si la del segundo es un hecho evidente, que podemos corroborar con nuestra propia experiencia, en nuestra experiencia cotidiana? Cambia, por ejemplo, la forma en la que hablamos según el país en el que vivimos, según la clase o el segmento social al que pertenecemos, según la generación o la edad que tenemos. La RAE modifica, de hecho, su diccionario cada tanto. Para dar cuenta, precisamente, de que la lengua castellana cambia. Que el español cambia. Que el lenguaje no es algo inmutable sino que es, en primer lugar, habla, enunciación, lengua. Conjunto de códigos, sistema de diferencias, que se mueven en el tiempo y que lo mueven las bocas de criaturas con logos cuando hablan y que éstas, y el habla, transitan y sufren los avatares de la historia, cuyos coletazos marcan no sólo a estas criaturas sino también al lenguaje que hablan. Si sabrán de esto los llamados lingüistas modernos, que inauguraron e hicieron de esta diferencia entre el lenguaje y el habla un pensamiento sobre ambos, sobre el lenguaje y el habla. Pero más allá de esta diferencia en sí misma, a la que deberíamos dedicarle un ensayo y un trabajo aparte para lograr captar la profundidad de sus consecuencias, consecuencias que por otro lado ya fueron captadas mucho mejor que en estas líneas en una enorme literatura sobre el tema, ésta no sólo es una diferencia entre el lenguaje como sistema y el lenguaje como modo de hacer habitar este sistema en el yo que habla. O justamente por eso, es un modo de explicar esto mismo que estamos diciendo: que el lenguaje (y la langue, la parole, el habla, la diferencia en sí misma ya no importa) es el centro mismo, el lugar privilegiado por donde pasan, se condensan, sedimentan y cristalizan los procesos y las disputas sociales, la memoria. Un ejemplo bien concreto: hace no mucho tiempo venimos discutiendo sobre la utilidad o la pertinencia del lenguaje inclusivo. Lo discutimos, incluso, en las Universidades: discutimos sobre su uso en las tesis, las evaluaciones y parciales, en los trabajos prácticos. Los impulsores de este último abogan, de hecho, por la eliminación de los resabios -o más bien de las posiciones de estructura- “patriarcales” del lenguaje: el plural, por ejemplo, se dice muchas veces en masculino. El género como conjunto englobante suele también usarse en masculino: decimos -decíamos muchas veces- “el hombre” para referirnos al género humano. Pero están también, naturalmente, los más conservadores, los que creen que semejante transformación de la lengua significa corromperla.
Estamos atravesando, para decirlo mal y pronto, una de las transformaciones más agudas e intensas de nuestra vida colectiva. Como lo fueron, a su manera y a su modo, la primera y la segunda guerra mundial, la Gran depresión de los años ’30, el atentado a las torres gemelas de 2001.
Ahora bien, más allá de este debate, que incluye partidarios y refractarios del lenguaje inclusivo, de su inclusión -valga la redundancia- en una institución tan añeja como el ser humano mismo (el lenguaje a secas), lo que importa destacar es que su emergencia, la del debate sobre esto y la posibilidad misma de este último, es un índice bien claro de la pregnancia entre lo social (entendido en su sentido amplio), lo político (entendido en su sentido restringido) y lo simbólico (como el nudo entre ambos). Lo social (la sociedad civil) y lo político (el Estado y sus instituciones) atraviesan al lenguaje y lo modifican con la fuerza con la que ellos mismos son modificados por este último. Están, por supuesto, los que creen que aplicar el lenguaje inclusivo normativamente, en forma obligada, incorporarlo como si fuera una regla, no es más que una burda operación que intenta adelantarse a lo que se supone que vendrá y se instalará -se condensará como una nueva lengua: el lenguaje inclusivo- con el tiempo. Y están, por otro lado, los que creen que justamente de eso se trata: de adelantar un proceso cuya fuerza ya tiene algún peso propio y que, por ende, instalar el uso de formas que no sean normativamente masculinas en la lengua es un modo de disputar políticamente ese proceso, de empujarlo. Si cambiamos las palabras, cambiamos el mundo. Porque, parafraseando a Wittgenstein, los límites del lenguaje son los límites del mundo.
Pues bien: retomando precisamente esta última frase podemos resignificarla y, sin demasiado equívoco, decir que hoy, en el contexto actual, los límites del lenguaje político son -parecen- los límites de un mundo en pandemia. Esta última, bien lo sabemos, está transformando nuestras vidas a pasos agigantados: suspensión -parcial- de nuestros vínculos más cercanos, distanciamiento social y cuarentena como medidas preventivas, desaceleración de la economía y del ritmo mismo de nuestras vidas, golpe al corazón del capitalismo con la regulación y el control estricto de la circulación de las mercancías y las personas -o sea de las mercancías-. Y esto sólo para decir lo menos, lo primero que se me viene a la cabeza. Estamos atravesando, para decirlo mal y pronto, una de las transformaciones más agudas e intensas de nuestra vida colectiva. Como lo fueron, a su manera y a su modo, la primera y la segunda guerra mundial, la Gran depresión de los años ’30, el atentado a las torres gemelas de 2001. Experiencias históricas de magnitudes “oceánicas”, como solía decirme Emilio de Ípola sobre los temas con los que intentaba concursar en la Facultad sus proyectos de investigación para tratar de incluir, con la mayor generosidad posible, a la mayor cantidad de becarios y estudiantes. Y como todas estas experiencias de magnitudes oceánicas, su impacto en la lengua en general, y en el lenguaje político en particular, son indiscutibles. Como, en algún sentido, lo muestra el impacto de la lucha por la diversidad sexual y de géneros en relación con el lenguaje inclusivo que antes mencionábamos.
En nuestro particular contexto, y como producto de la amenaza pandémica, este impacto de la experiencia histórica, de los procesos y las disputas sociales en la lengua se deja ver sin demasiado problemas. Tenemos, en primer lugar, la emergencia de una forma jurídico-política que ya forma parte de la “nueva” lengua política: lo que dimos en llamar el aislamiento social, preventivo y obligatorio, la cuarentena. Esto es, sin dudas, una novedad, un elemento nuevo que, como los ladrillos que se insertaban en las paredes de The Wall en el filme de Pink Floyd, se injertó en nuestro vocabulario público. En torno a esta emergencia se despertaron, de hecho, todo tipo de polémicas. En el ámbito académico-intelectual (vamos a decirlo así de rápido y odioso) éstas se concentraron en relación con el ya remanido y castigado concepto de Agamben: el de estado de excepción.
¿Es o no la cuarentena una nueva modalidad del estado de excepción? ¿Podemos realmente decir de ésta que es un estado de excepción? Las respuestas, como siempre, son variadas. Los caminos para responderlas, como siempre, se bifurcan, se ramifican y se extienden casi tanto como la capacidad de cada uno de dar una distinta. En cierto modo, es cierto, las políticas de aislamiento y distanciamiento social son, sin dudas, un estado de excepción en la medida en la que éstas suspenden -lesionan, vamos a decirlo así, para ser menos esquemáticos- al menos dos aspectos (no son los únicos, va de suyo) nodales de nuestro orden público: el de la libertad de circular libremente y el de la posibilidad de reunirnos colectivamente todos juntos, en carne y hueso y en persona, en el mismo lugar y al mismo tiempo. Esta último, de hecho, creo es la lesión más importante de esta suspensión parcial del orden jurídico. Porque, como venimos desarrollando en otras intervenciones en este mismo periódico, lesiona una esfera fundamental de nuestras vidas: la de compartir con otros y con otras un mismo espacio haciendo de la circulación de la palabra en ese espacio una circulación igualitaria, es decir política. Lesiona, para decirlo de otro modo, a ésta última si la entendemos en su sentido más amplio: como la capacidad de hacer un mundo compartido compartiendo un mismo espacio, la esfera pública (aunque, y hay que aclararlo, las manifestaciones recientes en EEUU contra la violencia y el racismo policial, por ejemplo, demuestran que esa lesión nunca es absoluta, que tiene sus límites). Se dirá, también y con razón, que la esfera pública está constituida por muchos otros espacios nuevos que antaño no existían y que hoy sí tenemos para hacer escuchar, oír y valer nuestra capacidad de seres parlantes: los medios digitales, sobre todo, e Internet y las redes. Pero más allá de esta polémica y de la posibilidad de la restricción que en términos políticos puede significar la cuarentena y el aislamiento obligatorio, lo cierto es que la emergencia de este vocabulario nuevo en nuestra lengua política nos pone en aprietos, y no sólo a los que supuestamente sólo nos ocupamos (como si eso fuera posible) de la teoría y del mundo de las ideas (en parte por la imposibilidad de identificar con nitidez la correspondencia de aquellas con la categoría agambeneana del estado de excepción), sino a la política entendida en su sentido restringido, y a la sociedad civil toda. Porque en el centro de esta emergencia está, y en parte por ello también esta imposibilidad que mencionábamos, la legitimidad de estas medidas.
El problema de esta suspensión parcial de algunos de nuestros derechos básicos es, dicho de otro modo, que ésta es, esta vez, legítima, producto de una deliberación democrática, por lo menos en Argentina, y de un consenso entre distintos partidos (aunque ahora ese consenso parezca empezar a ser socavado por alguno dirigentes de estos últimos).
Este estado de excepción no es, a diferencia de muchos otros, ilegítimo en el sentido clásico de la palabra (un golpe de Estado, por ejemplo). Tampoco lo fue del todo, se podrá decir, la ley suspensiva de determinados derechos jurídicos que derivó del atentado a las torres gemelas: la USA Patriot Act. Pero, precisamente, en el “del todo” de esta última frase radica la diferencia. Porque habrá sido -o no-, no vamos a desviarnos en esta cuestión que desconocemos, legítima puertas adentro de Estados Unidos, pero en buena parte del mundo fue repudiada por los efectos mismos que ella produjo en la soberanía y en la forma de entender la libertad y la seguridad en otros países (basta sólo con mencionar las resistencias que tuvo la presión creciente que el gigante americano ejerció para que las leyes antiterroristas se difundan a lo largo y a lo ancho del mundo occidental). El problema de esta suspensión parcial de algunos de nuestros derechos básicos es, dicho de otro modo, que ésta es, esta vez, legítima, producto de una deliberación democrática, por lo menos en Argentina, y de un consenso entre distintos partidos (aunque ahora ese consenso parezca empezar a ser socavado por alguno dirigentes de estos últimos). Lo que enturbia, por ende, la idea de que esto se trate simplemente de una restricción de derechos. Porque, por otro lado, todos sabemos que el principio de esa legitimidad de origen se encuentra o reposa también en la idea de conservar la salud pública. Es decir: en la decisión del Estado de protegernos frente a la amenaza de un virus o una pandemia. Y protegernos es, en este caso, proteger la salud de todos, gestionando los cuerpos ya no para gobernarlos sino para que no caigan muertos, o enfermos y después, eventualmente sí, muertos. Y en este punto está, si se quiere, el desafío central de la “plasticidad” -como gustan decir en las neurociencias sobre el cerebro- de nuestro lenguaje político, del modo en el que éste interviene como lengua pública, del Estado, por un lado, y de la sociedad civil como quienes habitamos y somos representados en ese Estado como ciudadanos. ¿Cuántas de estas medidas, en definitiva, son medidas de control y cuántas deberán ser envueltas con el halo recargado del cuidado? Y, por ende: ¿cuánto de responsabilidad ciudadana y cuánto de responsabilidad del Estado?
Esta doble distinción entre control y cuidado, responsabilidad civil y responsabilidad del Estado asoma, hoy, de lo más opaca. Por un lado, un liberalismo zonzo y perezoso nos dice que la responsabilidad primera es del ciudadano y que por ende coartar sus libertades no puede significar cuidarlo. El “cuidado” del Estado no puede significar coartarlo. El cuidado es, desde este punto de vista, control, y la responsabilidad del Estado sobre la salud pública una excusa autoritaria de líderes populistas, de gobiernos sanitaristas (de una falsa, ilusoria y delirante “infectadura”) o de la biopolítica como una época nunca terminada y jamás puesta en duda o pensada. Una versión incluso más maniquea de este liberalismo tan llano se apoya, también, en la falsa disyuntiva salud o economía. En el capitalismo, y esto ya lo dijo Marx hace muchísimos años, la libertad que más vale es la del comercio y la libertad de disponer de nuestra propiedad privada (y sus diferentes modos de acrecentarla o, como diría el propio Marx, de volverla ganancia: lo que vuelve a la primera tan necesaria como esta última). Tenemos, en efecto, representantes autóctonos -tan ilustres como cómicos- de esta posición tan chata. Pero esta versión maniquea del liberalismo zonzo y perezoso tiene, como siempre, un as bajo la manga. Te puede, al mismo tiempo, correr por izquierda para mostrarte y enrostrarte una evidencia: que la economía no sólo está formada por avaros capitalistas sino también por trabajadores necesitados, por pequeños capitalistas (monotributistas y autónomos, en nuestro caso) y que cuidarlos y protegerlos es, palabras más palabras menos, quitarles sus posibilidades de trabajo, abandonarlos. ¿Y dónde está, entonces, la responsabilidad del Estado para que la economía, y con ellos todos nosotros y principalmente los trabajadores, no nos fundamos? Izquierda y derecha, en los extremos, se solía decir en una época, se tocan. Porque este mismo argumento, pero “sacando a los capitalistas del medio”, esgrime una parte de la izquierda -tan zonza y perezosa como el liberalismo y la derecha-. Hay que proteger a los trabajadores y a los más débiles, cuidarlos, y cuidarlos no es justamente desactivarles su única fuente de ingreso. Incluso más: a algunos se les podrá oír también vituperar contra los excesos autoritarios, Aunque, a diferencia de aquélla, la izquierda siempre pide más Estado. La responsabilidad es siempre del Estado. Hay que expropiar, colectivizar los medios de producción, nacionalizar la banca, hacer la revolución, organizar un nuevo orden mundial sobre la base de un gobierno trasnacional centralizado (algo así, dicho mal y pronto, llegó a proponer Zizek). En este caso, como vemos, la responsabilidad del Estado se separa del cuidado.
En estos días que están pasando, puesto de otro modo, el debido rol del Estado ya no se mide sólo por su nocividad para “deformar” el movimiento natural del mercado (según piensa la ortodoxia más impune del liberalismo) o por su capacidad de redistribuir la renta o el ingreso para hacer con ello una sociedad más justa (lo que reclamamos mayormente quienes nos identificamos con las banderas de una izquierda que se diga a sí misma democrática). No sólo es esto, en el fondo, lo que el lenguaje político de los distintos arcos ideológicos debe discutir a propósito del rol de este último. Se mezcla y se tiñe con este viejo dilema o con esta ya antiquísima disyuntiva la dimensión de la responsabilidad de un Estado que debe lidiar, como nunca, con el tema de la salud pública, con el cuidado, cuya importancia hace chocar a cualquier dirigente o gobierno que simplemente quiera mirar hacia otro lado (tal fue el caso, por ejemplo, de Boris Johnson y Trump que aceptaron esta realidad con la carta de la realpolitik en la mano). Ahora bien: hasta dónde es cuidado y hasta dónde es control es una tarea que precisamente el lenguaje político, en sus diferentes dimensiones y esferas: como lengua estatal, como lengua de los intelectuales, como lengua pública, con sus diferentes actores y hablantes, tiene que comenzar a ver críticamente para comenzar ese lento y largo proceso que involucra la transformación de los sentidos que ella porta y con los cuales se configura la comunidad que formamos y las políticas públicas que se implementan y, en su nombre, se llevan a cabo. En esta transformación y en este cambio se juega, en buena medida, la posibilidad de que esta pandemia no sólo deje menos muertos y enfermos sino también, y fundamentalmente, menos pobres y “desclasados”.
El contexto de la actual pandemia, como vemos, exige una renovación de aquélla puesto que los modos de decir y de significar el rol del Estado y del ciudadano, y las responsabilidades de ambos empezaron bruscamente a ser trastocados.
Sin embargo, contra estas zonzas y perezosas posiciones en la que los extremos se juntan, liberalismo e izquierda “de trinchera”, se levanta la idea (que en buena medida acogemos) de que el cuidado no puede, de ningún modo, separarse de la responsabilidad del Estado, que éste último no puede, bajo ningún punto de vista, descuidar -justamente- la salud pública para proteger la economía. El equilibrio, no obstante, se hace difícil porque el ciudadano de a pie entiende menos de la primera que de la segunda. El bolsillo, en algunos casos, y la subsistencia, en la mayoría, no hablan el mismo idioma que la lengua política. Los interpela menos la necesidad de cuidarse que la necesidad de salir a trabajar para “conseguir el mango”. El contexto de la actual pandemia, como vemos, exige una renovación de aquélla puesto que los modos de decir y de significar el rol del Estado y del ciudadano, y las responsabilidades de ambos empezaron bruscamente a ser trastocados. Pero a diferencia de otros momentos, y esto es quizás lo más novedoso de estos tiempos, es que las viejas y anquilosadas posiciones ideológicas, no sólo las que se reconocen con nombre propio y circulan por los grandes medios y los diferentes ámbitos académico-intelectuales sino también y fundamentalmente aquellas que no se nombran a sí mismas como tales, las que se dicen posiciones a-políticas o neutrales, no están preparadas para responder a ambas cuestiones con sus viejas herramientas, su vocabulario perenne y su lengua deteriorada por una pandemia que nadie vio ni siquiera asomar a lo lejos.
Responsabilidad, cuidado y control no sólo son significantes de la lengua con la que expulsamos de nuestra boca las palabras con la que conversamos con los que hoy no podemos tener al lado: en carne y hueso, en persona. Son, fundamentalmente, los ladrillos claves (los resortes de sentidos fundamentales) con los cuales hoy se construye un lenguaje político, y con ello un Estado, una sociedad y un mundo, que merece y debe responder a la tarea que su tiempo le encomendó sin pedirle permiso: el de enfrentar una pandemia cuyas consecuencias todavía no tenemos del todo claras. Una tarea, volviendo otra vez a las palabras siempre justas de Emilio de Ípola, oceánica.