Este es un gobierno peronista, como ha habido otros, pero es uno que, con sus virtudes y tensiones, tiene un origen coalicional. Esa fórmula política, que supo aunar la heterogeneidad, se lleva mal con las rigideces y es más frágil de lo que parece.
Un gran político argentino, protagonista de nuestro siglo XX corto, tenía una muletilla retórica que (tengo para mí) era exclusiva de él: “Obsérvese”. El acento lo verbalizaba en la última sílaba, no adonde va la tilde. Era su manera de enfatizar un “veamos”, su manera de azuzar a su interlocutor a detenerse y mirar las cosas, en su circunstancia única y presente, histórica. Era su modo de decir: dejemos para otro momento las fórmulas rituales y pensemos esto. En espíritu parecido, vayan unas observaciones, con ánimo curioso y con preocupación, porque no hay margen para que las cosas le salgan mal a este país nuestro, otra vez.
En orden disperso y sin exhaustividad: jugar al «descuidismo» en Twitter está mal, pero no está tan mal para personas que juegan a ignorarse. No está bien, está mal cuando es el recurso de una facción de la coalición de gobierno para hacerle una zancadilla a otra. Está peor aún si evidencia no sólo que no se comparte una acción en particular, si no que no hay un diagnóstico común acerca de algunas cuestiones decisivas.
No hablamos de tiros por elevación inocuos. Primero que nada impacta sobre las relaciones que el gobierno considera necesario tener con los capitanes de la industria, pone en entredicho cuáles son las fuentes de inversión realmente existentes para poder aspirar a un rebote económico tras la fase aguda de la pandemia de Covid-19. Eso está a la vista. Pero además elige la impugnación ritual de esos grandes empresarios por prácticas que lejos están de ser exclusivas de ellos. Al contrario, son idénticas a las de actores económicos más modestos, como las PyMEs. ¿La letra con más letra entra? Como si se ejerciera una pedagogía decimonónica ante un auditorio imaginario, se dirige al CEO de una multilatina una impugnación que va a hacer que se den también por aludidos empresarios que están más abajo en la cadena alimentaria. Si es así y si eso no importa, la diferencia de diagnóstico también abarcaría las alianzas sociales (no sólo las relaciones de conveniencia) que debe tener el gobierno.
Jugar al «descuidismo» en Twitter está mal, pero no está tan mal para personas que juegan a ignorarse. No está bien, está mal cuando es el recurso de una facción de la coalición de gobierno para hacerle una zancadilla a otra.
La distinción entre grandes y pequeños empresarios es material, pero no autoevidente. Repetir ritualmente la distinción entre turbocapitalistas imaginarios y “empresarios nacionales” sólo sirve para pescar en la pecera de un público cautivo al alto precio de alienar apoyos entre empresarios realmente existentes y, por contigüidad, entre trabajadores realmente existentes. Nadie se deja aleccionar por un periodista con ínfulas de agudo si tiene que proteger de la inflación un capital de trabajo. Para los que no se anoticiaron, la conscripción de hombres nuevos no funcionó ni cuando el servicio militar era obligatorio. En definitiva, ¿qué se gana con un discurso antiempresarial que pretende atarle las manos al gobierno? Es pregunta.
El gobierno del Presidente Alberto Fernández, por otra parte, tiene un nutrido contingente de cuadros que ha trajinado el mundo productivo, en cámaras empresarias, en centros de estudios sindicales, en ámbitos de transferencia tecnológica a empresas. Se trata de funcionarios que conversan con el mundo de la producción sin subtítulos y con economía de adjetivos. Sepultar esa capacidad bajo una jerga más propia de campañas electorales que del arduo momento de la gestión y más específicamente, de la navegación de la tormenta pandémica, se da de patadas con la sensatez.
Se podrá decir, con razón, que sin esa cacofonía de retóricas no hay peronismo. Bien. El gobierno es peronista, pero de una variedad inusual: es un gobierno de coalición. Aquí hay una novedad, porque el peronismo, más allá de ser (entre otras cosas) una máquina atrapatodo que cubre un amplio espectro a la derecha y a la izquierda del centro, siempre había gobernado como una amalgama a la que la falta de homogeneidad en los colores sólo se le notaba de cerca. El liderazgo de Cristina Fernández, sobre todo a partir de 2008, aportó una rigidez que puso al peronismo cerca del apotegma radical que se había especializado en eludir: que se rompa pero que no se doble. Lección aprendida del 2015: el que rompe, paga. El gambito del 18 de mayo de 2019 implicó arreglar con Poxipol el recipiente roto, pero las rigideces quedan, las líneas de fractura no se pueden ocultar. Nadie puede hacer como si no. Abrazar esa condición de gobierno de coalición, darle forma y rutina parece más aconsejable que dar pie a un Prode acerca de quién va a terminar mandando. A cada uno lo suyo y al director de orquesta, la batuta.
En el subibaja de la popularidad, agotado el efecto de reunir a todos bajo la bandera al principio de la cuarentena, al gobierno de Alberto Fernández le toca ahora arreglarse con lo propio y poco más, que no es poco. Sin embargo, ante la tormenta perfecta de una economía corta de aire y una pandemia que ataca la salud física y amenaza arrasar la salud mental, “no es poco” es una certeza frágil sobre la que conviene no apoyarse.
El gobierno es peronista, pero de una variedad inusual: es un gobierno de coalición. Aquí hay una novedad, porque el peronismo, más allá de ser (entre otras cosas) una máquina atrapatodo que cubre un amplio espectro a la derecha y a la izquierda del centro, siempre había gobernado como una amalgama a la que la falta de homogeneidad en los colores sólo se le notaba de cerca.
La fractura entre peronismo y antiperonismo es una línea punteada que atraviesa la sociedad. Ser una cosa o la otra viene de por sí con el enorme riesgo de suscitar la oposición, el obstruccionismo y la rabia de millones. Un gobierno peronista tiene, de arranque, todo eso enfrente. Que “eso” no tenga un líder ostensible no lo hace una amenaza menos formidable. Se trata de un riesgo irreductible: el gobierno no puede sino parecer lo que es. ¿Y entonces? Entonces lo que no se puede permitir es no obtener los beneficios tangibles que la plasticidad, la capacidad de asordinar conflictos internos y la definición de un rumbo discernible le ha dado a presidentes peronistas de los signos ideológicos más variados, en la década inaugural del movimiento y desde 1983 en adelante.
La retórica propia de campaña electoral no puede ser el talle único para la discusión política. Discutir política es también pensar cómo quien se impuso en una elección puede tener éxito en sus propios términos. Es imperioso recordarlo, porque la respuesta inmunitaria del sistema político argentino en su conjunto al clima de época iliberal que se vive en el mundo, desde Moscú hasta Washington, desde Brasilia hasta Manila, no está garantizada por ningún conjuro. Desde esa certeza trágica hay que pensar, discutir y actuar.